Mi mente se resiste ya a seleccionar y poner orden en tantos recuerdos de aquella mi corta edad, debido en parte, a un hecho luctuoso acaecido en casa. Una gripe pandémica conocida después como gripe asiática asolaba los hogares. En el nuestro, había entrado a saco. Mis padres la padecieron mientras que yo me entretenía con el picor del sarpullido provocado por el sarampión. Pero lo que realmente entristecía y preocupaba a mis padres era ver a mi hermano de cinco meses enfermo. D. Antonio venía casi a diario a visitarnos. Yo escuchaba el sonido de su vespa cuando venia por la Rectoral y el golpe del pie de cabra al aparcarla en la Bolerina. Oía cómo se abría la portilla de la corralada y después el cuarterón de la puerta, el sonido de la tranca y sus pasos titubeantes en la crujiente madera de la escalera. Aquel médico de cabecera, ya fuese con lluvia, con granizo, viento o a pleno sol de verano, recorría todos los pueblos, primeramente en bicicleta y más tarde en la moto. Pero siempre traía buen humor y profesionalidad de que hacía gala en sus actos médicos. Yo observaba sus ojos a través de los claros lentes que llevaba y que a mí me daban mayor confianza en sus diagnósticos e intentaba traducir por ellos el enigma de mi dolencia cuando me auscultaba. Sentado a mi lado en la cama, ponía su fría mano sobre mi frente, sacudía el termómetro y al cabo de tres minutos lo leía al trasluz de la ventana. Cuántas veces, con sólo su diagnóstico, explicado a mi madre, me hacía sentir mermados los síntomas de la gripe que me postraba.
Aquella visitas tan frecuentes eran para mi hermano, por enfriamiento y fiebre que lo deshidrataba. Su interés por salvarle no decayó, sólo fallaron los medios farmacéuticos: la penicilina descubierta recientemente aún no llegaba a los domicilios modestos y ni tan siquiera a las boticas de la localidad, porque de haber sido así, hubiera estado a nuestro alcance, a cualquier precio.
Una mañana de marzo, cuando se apagó mi fiebre, por la puerta entreabierta de mi cuarto, vi desde la cama, en el centro de la sala, una caja blanca sobre dos sillas con dos candelabros de cirios encendidos.
No puedo recordar todas las emociones sentidas. Por la tarde, el cura subió a la sala seguido de los monaguillos para hacer los rezos. Bendijo la caja y bajó. Me tapé con la sábana y lloré mientras sonaba el toque de gloria en el campanario y abajo, el silencio de la gente en el piso de grava del sendero. En el cuarto contiguo al mío, madre ahogaba los sollozos y mi padre los tragaba en silencio aquejados de la fiebre asiática.
Se me apagaron, con el paso de los años, como se le apagaron a él, a medida que la enfermedad se iba apoderando de sus fuerzas, las carcajadas que daba cuando yo me inventaba muecas tras los barrotes de su cuna de nogal.
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