martes, 25 de febrero de 2014

30.- Con otra mirada

"Mi amiga de la infancia, era muy buena. Recuerdo con claridad el día que llegó con sus padres y hermanos para vivir en la casería de Los Carriles, a kilómetro y medio aproximadamente de Parres.
Como todos los días, subíamos mi madre y yo del pueblo al sitio "Las Melendreras", medio kilómetro más adelante, donde teníamos el ganado. Al llegar justo al lado de la casa, se asomaron por entre los barrotes de la portilla a saludarnos una niña como de mi misma edad y un niño, algo más pequeño. Ambos llevaban parecidos abrigos de color azul marino.
Mi madre les dijo que saliesen para que viéramos lo guapos que eran.
Aurorita, que así se llamaba la niña, nos aclaró sin que nadie se lo pidiese que venían de Tornín, un pueblo de Cangas de Onís y que ella tenía seis años y su hermano José Manuel, tan sólo cuatro.
-Tienes la misma edad de Angelines - le dijo mi madre señalándome. - Estoy segura que llegaréis a ser grandes amigas.
Así recuerdo que fue nuestro primer encuentro. Éramos aún muy pequeñas para andar al libre albedrío por aquel entorno aislado y alejado del pueblo. Pasado un tiempo, de tanto encontrarnos por los caminos de la Mañanga, fuimos fortaleciendo una gran amistad.


1.- Los inicios en la escuela
Cuando comenzamos a la escuela, a ella, por quedarle más cerca, la matricularon en la Escuela de la Pereda y a mí en la de Parres, pero de esto hablaré renglón aparte.
Yo fui, para eso de la escolarización, un caso serio. Cuando llegó el día de comenzar las clases me llevó mi madre a la escuela, casi tirando de mí, como corderina que llevan al ofrecimiento de Santa Marina. Pero fue en vano, esa vez y otras más que lo volvió a intentar. Siempre regresaba conmigo para casa.
Cuando ya hube cumplido los ocho, convencida más bien por la envidia que me daba ver a las otras niñas acudir tan alegres y contentas camino de la escuela, con  cierto aire de suficiencia llevando su maletu de cartón, consentí en tomar las primeras lecciones.
En realidad, las primeras y más importantes lecciones me las había dado mi padre. Con toda la paciencia del mundo me enseñó a leer a la perfección, a escribir, además de sumar y restar.
El primer día, cuando la señorita me hizo una prueba para ubicarme en la sección adecuada, me dijo:
-A partir de mañana, leerás con la Primera Sección.
Para lo demás me dejó con las alumnas de la Tercera, pero fue sólo durante un par de meses, pasado los cuales, me llevó con las de la Segunda definitivamente y en el curso siguiente, para todo me puso en la sección de las mayores.
No asistía con regularidad a la escuela, en la mayor parte del curso. Subíamos para el sitio de Las Melendreras en el mes de marzo por el pastoreo de  las ovejas, la cría de los corderinos y la elaboración del queso.
Bajaba al pueblo para las clases de la mañana, pero de tarde, raro era el día que acudiese, por lo que mi cartilla está repleta de faltas de asistencia.
2.- Los trabajos
Así fui creciendo y asistiendo a clase siempre que podía, porque de verdad era mi ilusión estudiar y aprender cosas nuevas. Debía madrugar para llevar el agua desde la fuente a la cabaña y, aunque no era muy larga la distancia, lo hacía con desgana cuando orbayaba o si había caído la rosada por la noche. Era un sendero estrecho cuyas orillas estaban cubiertas de argaña, y helechos que me empapaban el vestido. Acabada la faena, me lavaba con los pocos medios de que disponíamos y también limpiaba la ropa y el calzado.
Después de desayunar recorría los casi dos kilómetros, a pura carrera, por un camino de herradura repleto de charcos cuando llovía y de firme irregular, cargada con el maletu. No había nada que me impidiera ser feliz. Aparte de estudiar y aprender deseaba jugar con otras niñas de mi edad en los recreos. De niña viví con muchas carencias, de eso me doy cuenta ahora que lo tenemos todo, pero tremendamente feliz.
A la salida de clases al mediodía, pasaba por "El Rosal", bar y tienda que tenían al lado de la escuela mis tíos Wences y Serafina, a por el pan del día que tenía que llevarlo de vuelta, justo para la hora de comer.
Como ya dije, era raro que volviese de tarde a las clases, porque siempre me quedaba en la braña a lo que me mandasen y nunca me faltaron cosas que hacer. Ya le había tomado gusto a la escuela y cuando no podía ir por lo menos, de mañana, me rebotaba y acababa llorando por ello.
Según fui creciendo, las faltas a clase también crecieron, porque mi ayuda no sólo era necesaria, sino imprescindible en el cuidado del rebaño de ovejas y de las vacas que teníamos. Aparte del pastoreo, me ocupaba de la leña para atizar la cocina con la que preparábamos las comidas y calentábamos la fría y rústica estancia en la que vivíamos.
Tendría a lo sumo, diez u once años cuando comencé a bajar con madre al mercado de los martes en Llanes, donde vendíamos el queso fresco del día anterior y el curado que íbamos apartando a medida que maduraba durante el resto de la semana. De camino, lo repartíamos por algunas casas de Parres y Pancar, de forma que se había aliviado el peso cuando llegábamos a la villa.
El regreso del mercado era estupendo, porque subíamos con la triguera llena de comestible y nunca me faltaba alguna que otra llambionada para mí.
3.- Los juegos
En Las Melendreras tenía mis juegos y aficiones con las que disfrutaba.
Con la llegada del buen tiempo, a final de la primavera y comienzos del verano, los prados comenzaban a cubrirse de un manto amarillo por abundancia flores del diente de león y las del  botón de oro, a la que decíamos la flor del grillo. Cuando el sol dominaba las pendientes de las fincas, una explosión monótona de estridulaciones alegraba la braña. Buscaba el hoyo que creía estar habitado y me paraba a prudente distancia a esperar que saliera su cantarín morador y no tardaba, atraído por el canto de los demás grillos que no habían percibido mis pasos. Contenía la respiración hasta verlo salir y levantaba un pie, pero cuando lo posaba, con todo el cuidado, escuchaba el chasquido al plegar sus alas y volvía a meterse en su cueva.
Corrí decepcionada donde padre y le pedí que me ayudase a capturar tan sólo uno. Dotado de una gran paciencia conmigo, como ya dije, me acompañó en aquella aventura. Me enseñó cómo debía acercarme a la covacha de forma que el viento viniese desde esa dirección, para que no llegasen antes noticias de mis pasos sobre la hierba ni los latidos de mi corazón ansioso por llegar.
Padre eligió una hierba muy fina y se tumbó por detrás de la cueva. La hizo girar rítmicamente con lento vaivén entre las yemas de sus dedos índice y pulgar. Al poco tiempo, con el cosquilleo de la hierba, padre lo sacó y me lo dejó en el hueco de mis manos.
Por marzo, los pájaros hacen sus nidos. Mi padre, que previamente los tenía localizados, me daba pistas para que yo los cutiera, pero sólo los que quedaban en alto, no a mi alcance, pues opinaba que había que dejarlos tranquilos para que hicieran la puesta en abril. Ni se les debían quitar los huevos ni molestarlos para que güeraran y saliesen del huevo a primeros de mayo. En junio estaban preparados para iniciar el vuelo.
Me lo decía así:
- "Por marzu, niarzu;
n'abril, güeveril;
en mayu, pajarayu
y per San Xuan,
cóxelos pel rau
que te se van".

Mi padre, no me cansaré de repetirlo, tenía mucha paciencia y todo lo que yo le pedía, si estaba de su mano, con muy buena cara me lo concedía. Por la noche, me ayudaba con los deberes de la escuela, alumbrados por el candil de aceite y una vela. Años después, compramos un carburo que alumbraba mucho mejor y nos daba la sensación de que fuese luz eléctrica como la que teníamos en el  pueblo.
Tenía mi propio jardín donde ponía todo tipo de plantas que conseguía de aquí y de allá y un pequeño huerto en el que plantaba maíz, alubias, garbanzos y lentejas. Eran tan sólo unas plantas de cada especie con las que yo disfrutaba viéndolas cómo se desarrollaban y sufría si las veía comidas por los caracoles.
Estaba deseando que ladrara el Churchil, porque era señal de que pasaba alguien de Parres o de Porrúa con el ganado, pues solían pararse a hablar con mi padre y así teníamos un rato de buena compañía.
Todos los días, subía tío Wences el del Rosal a contarle las noticias escuchadas en el "Parte de la Radio" de la noche anterior. Tío Wences era muy cariñoso conmigo y me quería mucho.
Me crié en ese ambiente idílico en el disfrute de la naturaleza y la compañía de mi padre.
Pasé pena cuando, con trece años, me dieron el Certificado de Estudios Primarios. Había obtenido muy buena nota, pero con él, se me cerraron para siempre las puertas la Escuela.
Me hubiese gustado continuar estudiando, pero no siempre se puede. La maestra habló al respecto con mis padres y les dijo que era buena pena que no siguiese estudios. Se ofreció a darme gratuitamente clases particulares en su casa, los días que pudiese acudir para prepararme para el examen del Ingreso de Bachillerato, que abría sus aulas en el nuevo Instituto, aquel mismo año de 1962, en Llanes.
Sabía sobradamente que tampoco iba a poder bajar con regularidad al Instituto, pues ya entonces mi padre no gozaba de buena salud y nuestro hermano, unos años mayor que yo, se había ido a trabajar fuera con lo que yo me quedé sola en casa para ayudar a los padres.
Padre me repitió la mucha pena que sentía de no poder hacer algo por mí, tanto más porque valía para estudiar. Mi gran ilusión hubiese sido hacerme Maestra, pero por estas cosas, nunca se me llegó a cumplir."
                                                                                                                               (L. Noriega Quintana. De su libro, "Las Melendreras")

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