En invierno cuando no llovía, algún domingo por la tarde, íbamos en alegre desbandada a Covajornu, cuyo nombre compuesto se adelanta a toda descripción mía. Aunque en principio parece referirse al pequeño hoyo que hace la finca delante de la entrada principal de la cueva, pero no las tengo todas conmigo. Los nombres topónimos guardan, en la mayoría de los casos, una rica información que con el paso del tiempo, parece perder sentido. Había otras cuevas en Parres como eran las de Patica, Jorimiga, Golondrón, La Inxerta y un sinfín más cavernas de angostos accesos por los que no nos atrevíamos a meternos con los escasos medios de que disponíamos. Desaparecidas por la acción de la dinamita no sabremos de tesoros y ayalgas que guardasen en su vientre calizo, y no me refiero a monedas o bolas de oro, a que se hace referencia en diversas leyendas moriscas de la zona.
Covarón, Covarada, la Cueva don Xuan, Taravirón, Cuetu la Mina, Santa Marina, Moscadoria, El Borizu, Jou el Duque, La Boriza, Rabugandín son las más populares y reconocidas por el vecindario a partir de una cierta edad, pero a medida que se sucedieron las generaciones, se fueron quedando en el olvido algunas, ocultas por la maleza con el deterioro de la actividad ganadera. Los de nuestra generación heredamos, no solamente su ubicación exacta, sino también la experiencia por ellos tenida como refugios familiares de los obuses y la metralla con que se "limpiaba" el terreno, de todo vestigio de oposición a los nuevos sembrados ideológicos que habrían de germinar sobre tierra quemada.
Covajornu fue el refugio de los vecinos de los barrios más cercanos, entre ellos mis abuelos de Tamés con sus tres hijas de entre diez y catorce años. La bocina de la rula anunciaba la llegada de la aviación. La gente corría presurosa a la cueva donde tenían preparados los colchones, las mantas y el resto de enseres más necesarios para pasar aquellos momentos tan angustiosos, cuando llegaban los "Junkers" con sus cargas mortíferas que lanzaban sobre objetivos civiles. Por esas cosas que había oído contar tantas veces en casa, la negrura de la cueva no me daba miedo alguno, como si la conociese a la perfección. Desconozco el sentimiento del resto de compañeros de aventura si sería del mismo aprecio hacia aquel boquete de la tierra. Tiene una entrada principal al Sur, aislada por unos cuetos que la protegen del viento y de las visitas inesperadas. La entrada secundaria, casi como gatera por el Este, desde El Carril, da una visión de la carretera y del pueblo, por lo que es, a mi entender dos aspectos favorables como refugio antiaéreo que espero no se haya de utilizar nunca jamás.
Para nuestro primer bautizo como espeleólogos, era la prueba que nos ponían los avezados mayores, a costa de acabar con los pantalones llenos de rotos, las piernas embarradas y algún que otro chichón, lo que añadía valor a la hazaña.
Afuera, preparábamos las cerillas y las velas para cuando fueran necesarias, porque en aquel angosto pasadizo las corrientes de aire las apagaban al instante. Así es que la entrada la hacíamos como topos, palpando con las manos las paredes y el suelo hasta que ya se veía un punto de claridad de la entrada mayor. Era poco común que alguien llevase linterna, aunque recuerdo una que me habían regalado en la Pereda mis tíos Jandru y Ramón, con una dinamo movida por el dedo pulgar sobre un gatillo. La tenue luz duraba, al no disponer de batería de carga, el momento mismo que movía la palanca y, a pesar de su poca utilidad, para mí no dejaba de ser un gran invento. La llevaba atada del cinturón para no perderla y por si acaso se me acababan las cerillas. Aquella cueva entonces, de niño, me parecía enorme, pero pasados los años, cuando volvía a recorrerla, la percepción fue bien distinta, como si hubiese encogido.
En una de aquellas visitas, los mayores encontraron en una no muy profunda torca huesos que nuestra imaginación pensó serían restos humanos. Pronto llegó la noticia a la máxima autoridad y Ricardín Gómez que era el Alcalde descartó esa procedencia, porque se trataba de los huesos de los animales malogrados que solían echarlos allí para comida de carroñeros.
Dentro de la cueva organizábamos partidas al escondite; en tanto que unos se quedaban afuera contando, los otros nos escondíamos como podíamos en los recovecos, salas, hornacinas y pasadizos que abundaban en ella. Aguantábamos la respiración para escuchar los pasos. Sólo oíamos el goteo de los pimplones en su lento y rítmico chapoteo. Las pupilas se acababan por adaptar a la oscuridad. A pesar del frío que había afuera, dentro de la gruta sentíamos una agradable temperatura. El característico olor de la humedad lo invadía todo.
En otra ocasión encontraron un "Coll 45" y un sable militar de mando por los que con más hierros que juntaron, el chatarrero les había dado unas pesetas que sirvieron para pagarnos a los más pequeños la subida a los columpios en el día de Santa Marina.
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