En el barrio, en el período que va hasta los seis años aproximadamente, había tan sólo tres niños y cuatro niñas, de los cuales Juan Miguel que fallecería antes de cumplirlos y yo, éramos los mayores. Nos seguían mi prima Olga, hija de tía Piadosa, Loli y Ramonín, hijos de tío Ramón, Mª Amalia, la hermana de Juan Miguel y Mª Ester. No éramos demasiados, comparado con los que había en otros barrios del pueblo. Así es que para jugar no había mucho en qué elegir si se tiene en cuenta también la escasa edad que tenía y la poca libertad de que gocé a partir de la pérdida de mi hermano.
En el transcurso del siguiente sesenio, nacieron cuatro varones más, Roberto, hijo de Nano Quintana y Otilia Haces, Nandito, hijo de Maximino y Dora, Ramonín, hijo de Bibi y Tata y Paquito, hijo Francisco Quintana y Leonides Fernández con los que jugaba tan sólo a pasearlos en sus carricoches por las callejas del barrio. El juego favorito para los mayores era escondernos en las huertas, cuadras vacías y en el penduz de Máxima, bajo el carro de las vacas. Jugábamos a la partida, decíamos, y para mí como para el resto, resultaba ser un nombre de lo más normal, tratándose de escondernos. Medio grupo se escondía y la otra mitad iba en su busca. La Partida se decía en aquellos tiempos tan cercanos a la guerra, a un grupo de hombres armados o no con una cierta organización que seguía unas pautas de acción dirigida por un líder, del que normalmente tomaba su nombre. En el juego de la partida solía haber un cabecilla, generalmente el de más edad o dotes de mando. Se ocupaba de asignarnos los puestos para escondernos. Habían pasado tan sólo quince años desde aquella guerra que no nos tocó vivir personalmente, pero sí llegamos a conocerla por los que tuvieron la mala suerte de sufrirla y la buena suerte de sobrevivir.
Era corriente encontrar en la tierra casquillos y balas en perfecto estado. Recuerdo un día que me llevó con él mi tío Pepe a cuidar las vacas y encontró un peine de ametralladora. Después de quitarles la punta a todas, vació el contenido sobre el asta de la guadaña formando las inciales de su nombre y apellidos. Con una cerilla les prendió fuego y así quedaron marcados en la madera.
En alguna ocasión cuando se hacía fuego para limpiar las fincas de los bardiales se escuchaban los estallidos de las balas sin detonar, lo que era un gran peligro.
Además de la advertencia de no tocar la metralla si la encontrábamos, andaban los "emboscaos" que no eran otros que los pertenecientes a las Partidas del monte, perseguidos por la justicia de entonces. Además siempre estábamos acompañados de seres ficticios que seguían nuestros pasos si nos alejáramos un tanto así de casa y eran el sacaúntos y el hombre del saco. Mas luego, se añadían los entes creados por la curia, para acogotarnos, si cabe, un tanto más: las ánimas del purgatorio, el diablu de Santa Marina y el supremo para el que todo estaba a la vista y no cabía el menor despiste. Dejo de lado, por humanidad, dar nombres propios de personas de las que, por cuestiones físicas o mentales, debíamos también evitar encontrarnos.
Como niño no estaba exento de esos miedos, pero a pesar de ellos, me desplazaba con seis o siete años a lo sumo camino de la Mañanga a llevar el ganado, camino de la Palaciana a las Mimosas a llevar la comida a mi padre, camino de los Jorcaos en la Pereda y años más tarde camino del Coteru a visitar a mis tíos y prima.
Con esa misma edad, llevaba el maíz un día y al otro iba a por la molienda hasta el molín de Corisco o al de las Mestas. Echaba la saca del maíz sobre el muro antes de subir por las paseras que había a la entrada y recorría el sendero de junto al río Vallanu. Después el camimo ascendía, ya alejado del río, hasta llevarme a otras paseras de un muro aún más alto que el anterior. Tras él me esperaba el viejo puente al que con la última riada se le había roto una de sus vigas y parte de la barandilla. Río abajo, a escasos veinte metros, se escuchaba la ensordecedora cascada del agua en la presa. De vacío me gustaba caminar por la blanca arena que dejaban las inundaciones, ver la espuma del agua y sentir el rocío de las salpicaduras sobre el rostro. Algunos rayos de sol, perdidos por entre las hojas de los arces y de los pláganos, hacían diminutos destellos sobre las gotas de agua.
La molienda estaría lista para el sábado por la tarde, creí entenderle a María la molinera entre el ensordecedor ruido de la presa del río y los rodeznos de las tres muelas que en aquel momento molían. El dulce olor de la harina recién molida llenaba el ambiente. Bajo los techos, cubiertas del polvo de la harina de mucho tiempo, aparecían las telas de araña. Las moliendas esperaban a un lado, cada una con su nombre escrito en un trozo de cartón. La mía llevaba el nombre de mi padre, por lo que al leerlo me llamó por su apodo. No me parecía mal que me llamase como él, tanto es la admiración que, generalmente, sienten los hijos por sus padres y era ese mi caso.
A la vuelta aprovechaba para recorrer toda la vereda del río contemplando detenidamente los pescardos jugando en grupo por entre las raíces de los alisos y los zapateros andando milagrosamente sobre las cristalinas aguas del Vallanu. Las libélulas cruzaban el río de una a otra orilla y se paraban en el aire batiendo sus alas verdosas o azuladas que provocaban un zumbido como helicópteros en miniatura sobre las hiedras que trepaban por el tronco inclinado de un negrillo.
Dejé para el domingo la molienda. Lucía un precioso sol. Por el camino, se me habían soltado los cordones de las botas y a consecuencia de ello, al subir las paseras, los pisé y me di un golpe en las piedras del muro. Miré a todos los lados preocupado de que alguien me hubiese visto en aquella caída tan tonta. Sentada en el ribazo, bajo Cuetupuñu, estaba Marica, la madre de Tina la del Campu el Roble. Solía venir andando desde San Roque por el pasillo de la vía y, cansada por los años, se había sentado bajo la sombra de los chopos. Me preguntó si me había hecho daño y le mostré sin reparos el estado ensangrentado de mi rodilla. Me mandó acercarme y con mi propio pañuelo limpió la herida y después la cubrió con él, atándolo para que las hierbas no la rozaran. Me mandó poner alternativamente las dos botas a su altura para atarme los cordones y lo hizo tan despacio y con tan buenas explicaciones que desde entonces, sigo atándome los zapatos de la misma forma que ella me enseñó. Huelga decir lo orgulloso que estaba de saber atármelos yo solo.
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