La distribución y el orden de ejecución de los trabajos se hacía durante la cena. Mis padres hablaban entre ellos de las tareas y el orden en que se harían, porque era harto complicado coordinar tantas tareas, las conjuntas y las particulares de cada uno. Juntos hacían las labores del establo por la mañana. Limpiaban la cama de las vacas del cuchu y lo echaban en la pila. Después la mullían con hojas de castañal y helechos secos para que no resbalasen. Con un cubo de agua, un cepillo y una rasqueta, limpiaban las patas y el rabo a cada animal y les cepillaban la cabeza, la panza y el lomo. No había cosa más desagradable que recibir un rabazo sucio de orín en plena cara. El agua lo teníamos en un bidón que recogía el agua de las pipas del tejado con unas cortezas de eucalipto colgadas con alambres de los pontones en el alero. Aquella limpieza se extremaba en las ubres para evitar la contaminación de la leche.
Mi padre descolgaba de la pared el pequeño banco de tres patas o tayu de mecer y el caldero de zinc. Se sentaba después de sujetar la cola de la vaca en la corva de su pierna izquierda y sujetaba el caldero entre las rodillas. Así comenzaba una rítmica sinfonía con los dos chorros de leche golpeando el zinc. En ese momento, la dócil y estoica vaca iniciaba el rumio añadiendo los sonidos de las mandíbulas y la deglución, aparte del de las campanillas y el de la cadena rozando con los eslabones en el tablón del pesebre.
Mi madre llevaba para casa la lata con la primera leche, para el consumo familiar, y el resto se entregaba a la lechería. Mi padre se quedaba a llenar las pesebreras con la hierba mesada en el jenal con el garavitu. Después ponía la cabezada, albarda y los cuévanos a la burra. Después del desayuno iba hasta el prado donde segaba el verde fresco para el resto del día.
Cuando llegaba a casa, mi madre ya tenía el hogar de la cocina en plena función. En la sartén se freían unos torreznos, en la chapa se calentaban unos trozos de pan y en el cazo el café y la leche. Cuando escribo esto me parece estar oliendo aquella mezcla de olores con el aire fresco de la mañana que se colaba por el medio cristal que le faltaba a la ventana.
Algún día iba con mi padre a buscar la comida de las vacas. Me metía en uno de los cuévanos y en el otro compensaba mi peso con una piedra. Echaba la burra por delante y al hombro llevaba la guadaña y la pradera. En el cinto colgaba el gachapu con agua y la piedra de afilar sujeta por un puñado de hierba mustia. Yo disfrutaba con los movimientos del animal mientras sorteaba los pozos del camino o las piedras caídas de los muros. Me parecía un viaje de aventuras desde el privilegiado observatorio que era el cuévano. Veía las vacas que pastaban en los prados y las bandadas de córvidos que surcaban el cielo mientras cambiaban de territorio y rompían el silencio con sus graznidos.
Aquella burra había parido el otoño último. Su tierno burrillo de peluche nos seguía en silencio. A veces se entretenía atrapando entre sus belfos los tiernos brotes y las moras de la barda. Después echaba un trote para darnos alcance y con sus finas patas sorteaba los pozos asustado de verse reflejado en ellos. Su valor venía dado más por la nobleza y obediencia de que hacía gala que a las disminuidas fuerzas que le quedaban. Había pertenecido a mi abuelo materno. La recuerdo vagamente atada en un pequeño pesebre cercano a la puerta que comunicaba el establo con la casa. Yo me desarrollaba y crecía bien. Se creía que la leche de estos animales era la más parecida en composición a la leche humana y rica en calcio, tan necesario para el crecimiento de los huesos de los niños.
Mi abuelo Marcos llenaba un tanque azulado hasta los bordes con la leche de la burra. Debía ser dulce porque yo me la bebía sin hacerle ascos. Después mi abuelo dejaba que el borriquillo de pelaje gris diera cuenta del resto del alimento que su madre le tenía destinado. Se arrodillaba para llegar a las dos fuentes y cerraba los enormes ojos con los que me miraba en tanto su boca se espumaba de leche. Plegaba sus grandes pestañas mientras viajaba en sueños, por el mundo de su infancia asnal, mientras yo acariciaba las peludas orejotas que de ternura me apetecía morder.
Mi padre se iba al jornal, después de atendido el ganado por la mañana. Carretaba con dos vacas tudancas las rollas de los árboles talados para una empresa maderera. Mi madre tenía que llevar el ganado al pasto, hacer la comida y llevársela a mi padre. Por la tarde, aún lavaba la ropa, recogía el ganado y preparaba la cena. Era una vida de subsistencia. El pueblo entero estaba en permanente actividad.
A falta de terrenos en los que sembrar, se usaban pequeñas parcelas comunales, verdaderos peñascales entre los que sembraban algunas patatas, maíz, cebollas, ajos y alubias. Se recogían castañas y nueces de los bosques. Se criaban gallinas, pollos y conejos que la mayoría de las veces acababan en la plaza y con lo obtenido se pagaba alguna deuda en la farmacia o se volvía con medio litro de aceite y un kilo de azúcar del racionamiento.
La gente criaba un cerdo al año. El jamón puesto en salazón, los chorizos colgados a secar en varas bajo el techo de la cocina, unas morcillas envueltas en berzas conservadas por el humo sobre las trigueras, el unto que se guardaba en latas y unos quesos curados animaban a pasar el invierno si miedo a las nevadas. Los chorizos estaban contados, uno para cada día del año, salvo los viernes en los que se prohibían, porque la bula no llegaba a la mesa del campesino. Aquel chorizo diario podía aparecer troceado y repartido en la comida del mediodía o junto a la hoja de laurel en el guiso caldoso de patatas de la cena, para darles prestancia y no quedasen tan viudas, las pobres. En mesas no tan afortunadas, se cuenta, que el chorizo bajaba y subía prendido de un hilo de bramante de uno a otro pote. Esto puede sonar gracioso, hoy, pero era realmente exacto como lo cuento. Recuerdo cuando iba con mi abuela Araceli al mercáu la villa, y hacíamos cola para poder comprar el aceite. Yo sostenía como podía mi botella de medio litro en el serpenteante turno de racionamiento que se hacía. Una vez terminado el mercado, mi abuela Araceli me invitaba a ir a una pastelería que era lo que más a ella le iba.
-¿Qué prefieres?- Me decía: -Un pastel o un bocadillo de chorizo?
Yo tiraba de ella en dirección a la casa de Ultramarinos que Chucho y Felisa tenían en la Plaza. Subía por los Altares comiendo despacio aquel sabroso manjar por que se me hiciese interminable. En nuestra infancia pasamos de puntillas entre los restos de la guerra, sin saberlo, sin sentirnos afectados por ella, sin darnos cuenta de que éramos únicamente un subproducto ella.
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