Pasado el sarampión, madre me llevó a visitar la tumba de mi hermanín. Una pequeña cruz blanca encargada al carpintero de la que colgaba una corona de crisantemos se erguía sobre la cabecera de la fosa. La tierra todavía se encontraba fresca. Dos ramos de flores blancas comenzaban a marchitarse por los rayos del sol. La mayor parte de las que había en aquella parte del camposanto parecían aún más pequeñas e indefensas, como niños. Contiguas a la de mi hermano se encontraban otras dos, ambas cubiertas de verde y catasolas. Allí descansaban dos hermanos de madre, también fallecidos de apenas unos meses. Mi abuela, mi madre y mis tías las limpiaban todos los años por noviembre, y marcaban los límites con cantos rodados y ramitas de boj que nunca llegaron a prender. Por Todos los Santos, pintaban las cruces con una nueva mano de pintura blanca, sin nombres ni fechas, y se adornaban con sendos ramos de flores. Yo colaboraba también dibujando una greca de purpurina en los bordes y una cruz sobre la de madera.
Como niños que éramos, nos atraía e impresionaba a la vez el recinto, como un pueblo en miniatura, con sus casitas de níveo mármol y sus calles.
Corríamos jugando a pescar o escondernos tras ellas, rompiendo el silencio sepulcral con nuestro jolgorio, pero a la vez éramos respetuosos. Evitábamos pisar las tumbas abandonadas por el paso del tiempo y sin familia que viniese a saber de ellas. Por las rendijas que algunas de las lápidas más antiguas tenían buscábamos la respuesta al mayor de los misterios para un niño y la encontrábamos detrás de la capilla, en el pequeño osario, que con poco recato, mostraba tras su portezuela desvencijada las calaveras apiladas que nos miraban con sus negras cuencas, desde el más allá, todas igualmente inexpresivas como máscaras de teatro griego.
En la pequeña capilla del cementerio se guardaba la imaginería olvidada, santos que otrora fueron centro de las plegarias en la iglesia del pueblo y que habían sido sustituidos por otros santos de más devoción. La capilla ocupa el final del pasillo central primitivo, pero al ser agrandado en sucesivas reformas el cementerio, acabó por perder la original simetría que le había dado el que lo diseñó. La protegen, cual guerreros medievales con sus lanzas, dos cipreses que sueñan con llegar al cielo.
Hacia el norte, junto al muro de cal y piedra, una hondonada del terreno marca un enterramiento colectivo y civil de soldados desconocidos que lucharon y cayeron por defender unos ideales no merecedores de la bendición por Todos los Santos. No obstante, manos caritativas, piadosas y de verdad cristianas, depositaban ramos de flores cuando acababan los rezos, a escondidas, antes de que se cerrara la cancela del cementerio.
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