jueves, 11 de diciembre de 2014

74.- La siega



En el verano de 1965, faltando tres meses para cumplir los diecisiete años comencé a ir con mi padre a segar la hierba para los vecinos que nos llamaban del pueblo como de otros colindantes.
Me hubiera ilusionado ir de camarero, como mis amigos Juan Armando Alles Tamés y Ramón Enrique Vidal Quintana, pues había una plaza sin cubrir en el “Bar Palacios” de Jesús. Ensayaba en la bandeja de madera que usábamos únicamente para subir las comidas a la cama en las frecuentes gripes y correspondientes convalecencias, la versátil botella de anís “La Asturiana”, que madre usaba tanto para frayar el maíz para los pitos como en las nochebuenas de acompañamiento instrumental junto con la cuchara de alpaca, resto de no sé qué cubertería de la abuela.
La llenaba del agua que teníamos en los calderos de cinc colgados del jerradero sobre el albañal y a su lado llevaba unos vasos vacíos y dos tazas a rebosar de agua, como si de café se tratase con el fin de entrenar el pulso y el equilibrio. Salía con el pedido al huerto y hacía que sorteaba imaginarias mesas de la terraza en la bolera. La clientela no eran sino unas gallinas que se desparasitaban en el polvo seco y el gato rayón que dormitaba insolente bajo las ramas retorcidas de la higuera. Por entre aquellos selectos figurinistas de mi escasa clientela, imitaba como podía la elegancia y soltura que había observado en profesionales como Félix y Bernabé Segura y que ya tenían también mis dos amigos y vecinos, Juan Armando e Ike.
Pero no hubo suerte; me enteré que ya estaba cubiertas las plazas del “Bar Palacios” y del “Café Pinín” y tampoco me molesté en llamar a más puertas.
Aquella botella llegó a formar parte del ajuar de la cocina, ocupando siempre el mismo rincón del aparador. Servía también para rayar el pan tostado en la chapa de la cocina de leña y acabó siendo la palmatoria cuando llegó del “Chispún” otra compañera llena del dulce licor para hacer las torrijas y buñuelos del Carnaval.
Una tarde, llegó mi padre del trabajo con un envoltorio sujeto con cuerdas a la barra de la bicicleta. Me había comprado mi primera guadaña “Bellota”, el asta y el cachapu en el que también venía envuelta en papel estraza una “Lombarda” de arenisca rojiza. Seguí con atención, paso a paso todo el trabajo de adaptar el dalle al asta por medio de la vera con sujeción de tornillo y la conveniente cuña.
Nunca olvidé el primer día que fuimos de jornal. Echaba todo mi esfuerzo en seguir el ritmo de mis compañeros de siega. Quería así demostrarle al patrón que nos observaba apoyado en su cachaba de empuñadura dorada, que merecía el sueldo que habría de pagarme: ¡cinco duros a la hora! La hierba estaba alta y pesada en un terreno irregular de una finca en “La Arenal”.
Abría la siega el maraño de Lorenzo Junco, “El Mineru”, avezado segador. Mi padre me pidió que fuera detrás de Lorenzo y que él me seguiría. Arranqué con un buen maraño, haciendo una amplia brazada con mucho brío, aún desoyendo los sabios consejos que mi padre me susurraba para que ahorrase energía si quería aguantar las cuatro horas de la media jornada. Mi padre me seguía a ritmo más lento, pero regular, y afeitaba las “cabras” que yo iba dejando atrás. Yo corregía cada poco el filo de mi guadaña que resultó ser más blando de lo que se esperaba y se gastaba con los abundantes hormigueros y toperas que me empeñaba en llevar por delante. Al cabo de dos horas, serían las diez, cuando ya comenzaba a sentirse el calor en aquella hondonada entre bosques de eucaliptos y los tábanos se cebaban en nuestra piel sudada, apareció Francisca, con la cesta del desayuno.
Bajo unos castaños, dimos buena cuenta del queso curado y del pan tierno que nos había traído Kika. La bota de vino colgada al fresco de una rama baja de un castaño restalló en chorros el rojo elemento en la boca de mis dos compañeros, en tanto que a la mía llegó tan sólo el fresca agua de la cercana fuente de La Arenal. En el tiempo muerto que ellos dedicaron a dar cuenta de un pitillo, yo exento de esos quehaceres de mayores, me senté a cabruñar la guadaña y, mientras ellos hicieron lo mismo, aproveché para tumbarme y soñar con los ojos abiertos mientras los rayos del sol se colaban por entre las hojas del castaño y un halo dulzón de sus espigas invadía mis pulmones.
- Chingao-, dijo el patrón a mi padre - ¡vaya cómo siega mi sobrino! 
Tío Saturno Gutiérrez González era hermano de mi abuela María, la madre de mi padre. Había emigrado a México y, cuando le llegó la edad del retiro, se vino con su esposa, María Luchana a vivir en una casa de la Plaza de Llanes. Con la fortuna que trajo, que tampoco era tanta, adquirió varias fincas y bosques, en uno de los cuales, “El Gidio” mandó construir una cuadra para vacas lecheras que lo traían distraído y ocupado.
Después de aquel jornal vinieron otros más y nos llovían siegas de todos los sitios, que teníamos que alternar con la siega propia para nuestras vacas y de la hierba seca para el invierno que había también que recogerla en el henal. Así estuvimos ocupados los meses de julio y agosto. Y como respondía bien al trabajo, en casa me abrieron la veda de las verbenas que creí no dar abasto a tantas como se hacen en Llanes y sus pueblos.

Con el verano se acabó la siega, las romerías y las verbenas y volví a mediados de septiembre a las clases del Instituto. Después de tanto trajín, inicié el cuarto curso con bastante sosiego y disfrutando a la vez del conocimiento y trato con nuevos amigos y profesores. 

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