En el verano de 1965, faltando tres meses para cumplir los diecisiete años comencé a ir con mi padre a segar la hierba para los vecinos que nos llamaban del pueblo como de otros colindantes.
Me
hubiera ilusionado ir de camarero,
como mis amigos Juan
Armando Alles Tamés y Ramón Enrique Vidal Quintana, pues había una
plaza sin cubrir en el “Bar
Palacios” de Jesús. Ensayaba en la
bandeja de madera que
usábamos únicamente
para subir
las comidas a la cama en las
frecuentes gripes y correspondientes convalecencias,
la versátil
botella de anís “La Asturiana”, que madre usaba
tanto para
frayar el maíz para
los pitos como en las nochebuenas de acompañamiento instrumental
junto con la cuchara de alpaca, resto de no sé qué cubertería de
la abuela.
La
llenaba del
agua que teníamos en
los calderos de cinc colgados del jerradero
sobre el albañal y a
su lado llevaba unos
vasos vacíos y dos tazas a rebosar de agua, como si de café se
tratase con el fin de entrenar el pulso y el equilibrio.
Salía con el pedido al
huerto y
hacía que sorteaba imaginarias
mesas de la terraza en la bolera. La
clientela no eran sino
unas gallinas que se desparasitaban en el polvo seco
y el gato rayón que
dormitaba insolente bajo las ramas retorcidas
de la higuera. Por
entre aquellos selectos figurinistas de mi escasa clientela, imitaba
como podía la elegancia y
soltura que había observado en
profesionales como Félix y Bernabé Segura y que
ya tenían también mis
dos amigos y vecinos, Juan Armando e Ike.
Pero
no hubo suerte; me enteré que ya estaba cubiertas las plazas del
“Bar Palacios” y del “Café Pinín” y tampoco me molesté en
llamar a más puertas.
Aquella
botella llegó a formar
parte del ajuar de la
cocina, ocupando siempre el mismo rincón del aparador. Servía
también para rayar el pan tostado en la chapa de la cocina de leña
y acabó siendo la palmatoria cuando llegó
del “Chispún” otra compañera llena del dulce licor para hacer
las torrijas y buñuelos del Carnaval.
Una
tarde, llegó mi padre del trabajo con un envoltorio sujeto con
cuerdas a la barra de la bicicleta. Me había comprado mi primera
guadaña “Bellota”, el asta y el cachapu en el que también venía
envuelta en papel estraza una “Lombarda” de arenisca rojiza.
Seguí con atención, paso a paso todo el trabajo de adaptar el dalle
al asta por medio de la vera con sujeción de tornillo y la
conveniente cuña.
Nunca
olvidé el primer día que fuimos de jornal. Echaba todo mi esfuerzo
en seguir el ritmo de mis compañeros de siega. Quería así
demostrarle al patrón que nos observaba apoyado en su cachaba de
empuñadura dorada, que merecía el sueldo que habría de pagarme:
¡cinco duros a la hora! La hierba estaba alta y pesada en un terreno
irregular de una finca en “La Arenal”.
Abría la siega el maraño de Lorenzo Junco, “El Mineru”, avezado segador. Mi padre me
pidió que fuera detrás de Lorenzo y que él me seguiría. Arranqué con un buen maraño,
haciendo una amplia brazada con mucho brío, aún desoyendo los sabios
consejos que mi padre me susurraba para que ahorrase energía si
quería aguantar las cuatro horas de la media jornada. Mi padre me seguía a ritmo más lento, pero regular, y afeitaba las
“cabras” que yo iba dejando atrás. Yo corregía cada poco el
filo de mi guadaña que resultó ser más blando de lo que se
esperaba y se gastaba con los abundantes hormigueros y toperas que me
empeñaba en llevar por delante. Al cabo de dos horas, serían las
diez, cuando ya comenzaba a sentirse el calor en aquella hondonada
entre bosques de eucaliptos y los tábanos se cebaban en nuestra piel
sudada, apareció Francisca, con la cesta del desayuno.
Bajo
unos castaños, dimos
buena cuenta
del queso curado y del
pan tierno que
nos había traído Kika. La bota de vino colgada al fresco de una rama baja de un castaño restalló
en chorros el rojo elemento en la boca de mis dos compañeros, en
tanto que a la mía llegó tan sólo el fresca agua de la cercana fuente de La
Arenal. En el
tiempo muerto que ellos
dedicaron a dar cuenta de un pitillo, yo exento de esos quehaceres
de mayores, me senté a cabruñar la guadaña y, mientras
ellos hicieron lo mismo, aproveché
para tumbarme y soñar con los ojos abiertos mientras los rayos del
sol se colaban por entre las hojas del castaño
y un halo dulzón
de sus espigas invadía
mis pulmones.
-
Chingao-, dijo el
patrón a mi padre - ¡vaya cómo siega mi sobrino!
Tío Saturno
Gutiérrez González era hermano de mi abuela María, la madre de mi
padre. Había emigrado a México y, cuando le llegó la edad del
retiro, se vino con su esposa, María Luchana a vivir en una casa de
la Plaza de Llanes. Con la fortuna que trajo,
que tampoco era tanta, adquirió
varias fincas y bosques, en uno de los cuales, “El
Gidio” mandó construir una cuadra para
vacas lecheras que lo
traían distraído y ocupado.
Después
de aquel jornal vinieron otros más y nos llovían siegas de todos
los sitios, que teníamos que alternar con la siega propia para
nuestras vacas y de la hierba seca para el invierno que había
también que
recogerla en el henal.
Así estuvimos ocupados los meses de julio y agosto. Y como respondía
bien al trabajo, en casa me abrieron la veda de las verbenas que creí
no dar abasto a tantas como se
hacen en Llanes y sus
pueblos.
Con
el verano se acabó la
siega, las romerías y
las verbenas y volví a mediados de septiembre a las clases del
Instituto.
Después de tanto
trajín, inicié el
cuarto curso con
bastante sosiego
y disfrutando a la vez
del conocimiento
y trato con
nuevos amigos y
profesores.
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