martes, 30 de diciembre de 2014

78.- Los pioneros de la emigración

Para la merienda le daban, la mayoría de las veces, un bocadillo de tocino que al estómago de Manuel no le sentaba nada bien tanta grasa. Al menos, contaba él, si estuviese entreverado de jamón y frito en la sartén, sería otro cantar. Y se le hacía la boca agua contándolo y recordando el olor y el sabor de los torreznos, picadillo y turrullos que a partir del san Martín, en los fríos días del invierno, desayunaba en Coxiguero. Así con esas palabras se lo explicaba a su patrón. Pero aquel hombrón, por más gestos que le hacía apretando el estómago, no le entendía o no quería entenderlo.
Ya cansado de dar inútiles explicaciones con palabras y mímica, hizo caso a un compañero suyo gallego y que, por llevar más tiempo allí, conocía de sobra la tozudez del suizo, que le aconsejó poner en práctica una solución que le dio.
Cuando al día siguiente llegó el amo con el odiado bocadillo de tocino, Manuel sacó de entre el pan el grasiento tocino y se fue con él a dar lustre a las botas de piel vuelta que había dejado en un altillo fuera del alcance de los gorrinos.
Fue la única manera de hacer comprender al terco y ruin patrón la ruindad del almuerzo con que le alimentaba, en clara desventaja con el cuidado que les daba a los animales.
El hombretón marchó de allí corrido, mascullando improperios en su lengua suiza. No era a encajar el golpe que le acababa de propinar en su dignidad aquel hombrecillo de habla incompresible y gestos nerviosos que había traído hacía tan sólo una semana de la estación de Kornavín; y que según le había dicho la encargada de la oficina de empleo, sería el obrero ideal, pues venía de una de las regiones más humilde de aquel país ocupado aún en superar los desastres sociales y económicos producidos por efecto de una guerra civil.
En las casas de la aldea, por la matanza del cerdo, se guardaba el meano del gochu unido a una pieza de tozín, colgado de la viga de la cuadra. Se usaba con la llegada del mal tiempo, para embadurnar la azufra, la cincha, la cabezada, el collarón, el sillín, la retranca y el resto de cueros de los aperos de las vacas de tiro como el sobéu, las mullidas, las sogas o los collares de las campanillas y así se preservaban del deterioro con la humedad. Idéntico tratamiento se les daba a las botas de cuero o lona para protegerlas de la abrasiva acción de la rosada, la lluvia o la nevada.

Se podrían contar centenares de anécdotas como ésta que el recuerdo va disipando de la memoria de quienes las vivimos. Los sufrimientos de los pioneros de la emigración no siempre fueron compensados por el éxito. No es el caso de quien me cuenta estas anécdotas, pues supo adaptarse y llevar los ojos bien abiertos ante el progreso que encontró. Otros, no pudiendo soportarlo, dieron la vuelta casi de inmediato. Hoy no son más que gratos recuerdos aquellos esfuerzos echados en la adaptación para quienes el mundo se reducía a un corto radio de acción y en una cultura y economía diametralmente opuesta a la suya.
Había sido llevado, como dije, de empleado a una granja de cultivos, en especial el de la lechuga en todas las temporadas. Era digno de ver cómo se llevaba a cabo.
Se empezaba por arar con tractor una extensa parcela a la que se le añadía el abono químico antes de pasar el rotobato que dejaba aquellas tierras tan finas y sueltas como las arenas de la playa. Después se las compactaba con un rodillo. Toda la mecanización que a partir de entonces fui viendo me atrajo y yo lo anotaba con admiración. Representaba todo una novedad, ya que suponía gran avance con respecto a la que usaba en mis labores.
Eran años luz del viejo arado, rastru, salladora y de la sembradora que en la mayoría de las casas, aún no habían logrado desplazar a la azada y al rastrillu; tan sólo en aquéllas en las que la hacienda era más rica.
“Algún día, soñaba yo, volveré a mi tierra, si las cosas me salen bien aquí, y tendré mi propio tractor con todos estos aperos nuevos”.
Después de preparado el suelo, se echaba una línea a lo largo del campo y se pasaba una especie de pradera enorme de dientes separados a la distancia de plantación para marcar las líneas a lo ancho y largo de la finca. Nosotros íbamos colocando los plantones de lechugas en los puntos coincidentes de las cuadrículas. Con un espito de hierro hacíamos los hoyos y tapábamos con tierra la pequeña raíz. Detrás iba el dueño comprobando que quedasen convenientemente sujetas al suelo.
Aún sin comprender nada del idioma, acabamos haciendo lo que se nos pedía a la perfección. No era un trabajo duro, pero así y todo era cansado por tener que agacharse y levantarse para colocar tantos cientos de plantones de hortalizas de todas las clases. Después de acabados varios riegos que llevábamos a la par entre todos, nos parábamos a liar un pitillo con el tabaco de la petaca y el librillo de papel. Al cabo del día eran bastantes las paradas técnicas y muchas más las lechugas que dejábamos por plantar. El patrón, que nos veía hacer esos continuos descansos sin decirnos nunca nada, una vez terminada la jornada, nos fue preguntando uno por uno el número de cigarrillos que hacíamos durante el trabajo. Cada uno de nosotros le fue diciendo la cantidad de cajetillas, en cuyo recuento creo que conscientes todos bajamos la cantidad por miedo a que nos alargara la jornada para recuperar el tiempo perdido en liar el tabaco.
Al comenzar la jornada del siguiente lunes, antes de que nos fuéramos a nuestros respectivos puestos de trabajo, vimos llegar al patrón con una bolsa de la que nos fue dando a cada uno las cajetillas que había declarado para la jornada. Este detalle por parte del patrón me pareció toda una muestra de bondad y supuse en mi inocencia que con ello quería demostrar la satisfacción que con nuestra labor sentía y particularmente me sentí enormemente halagado. Incluso este gesto hizo que yo aún me despabilara más en la plantación de las lechugas de la que ya había cogido el tranquilo.
En el descanso del almuerzo me dio por sacar el tema con mis compañeros. Uno de ellos que por llevar allí más tiempo que el resto, conocía a la perfección el carácter suizo, me explicó con un cálculo de lo más elemental que con aquel gesto que a mí me había alucinado, lo que pretendía era evitar perder tiempo en liar el cuarterón, en definitiva ganaba más que perdía aún regalando el cigarrillo ya hecho. El beneficio que sacaba de la venta de lechugas desde entonces, superaba con creces el gasto en la tabacalera.

Esa lección de economía suiza me despertó de mi natural inocencia, pero no por ello dejé de sentirme muy a gusto en mi primer empleo durante la emigración.

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