Para
la merienda le daban, la mayoría de las veces, un bocadillo de
tocino que
al estómago de Manuel
no le sentaba nada bien tanta grasa. Al menos, contaba
él, si
estuviese entreverado de jamón y frito en la sartén, sería otro
cantar. Y
se
le hacía la boca agua contándolo
y recordando
el olor y el sabor de los torreznos, picadillo y turrullos que a
partir del san
Martín,
en los fríos días del invierno, desayunaba en Coxiguero.
Así con esas palabras se lo explicaba a su patrón. Pero aquel
hombrón,
por más gestos que le
hacía
apretando el
estómago,
no le
entendía o no quería entenderlo.
Ya cansado de dar inútiles explicaciones con palabras y mímica, hizo caso a un
compañero suyo gallego y que, por
llevar más tiempo allí, conocía de sobra la tozudez del suizo, que le aconsejó poner en práctica una solución que le dio.
Cuando
al día siguiente llegó el amo
con el odiado bocadillo
de tocino, Manuel
sacó de entre
el
pan el grasiento tocino
y se fue con
él a
dar lustre a las botas de piel vuelta que había
dejado en un altillo
fuera del alcance de los gorrinos.
Fue la única manera de hacer comprender al terco
y ruin patrón la ruindad del almuerzo con que le alimentaba, en clara desventaja con el cuidado que les
daba a los animales.
El
hombretón marchó de
allí corrido,
mascullando improperios en su lengua suiza.
No era a encajar el golpe que le acababa de propinar en su dignidad aquel
hombrecillo
de habla incompresible y gestos
nerviosos que había traído
hacía
tan sólo una semana de
la
estación de Kornavín; y que según
le había dicho la encargada de la oficina de empleo, sería el
obrero ideal, pues venía de una de las
regiones
más humilde de aquel
país
ocupado
aún en superar los desastres sociales y económicos producidos por
efecto de una guerra civil.
En
las casas de la aldea, por la matanza del cerdo, se guardaba el meano del gochu unido a una pieza de tozín, colgado de la viga de la cuadra.
Se usaba con la llegada del mal tiempo, para embadurnar la azufra, la
cincha, la cabezada, el collarón, el sillín, la retranca y el resto
de cueros de los aperos de las vacas de tiro como el sobéu, las
mullidas, las sogas o los collares de las campanillas y así se
preservaban del deterioro con la humedad. Idéntico tratamiento se
les daba a las botas de cuero o lona para protegerlas de la abrasiva
acción de la rosada, la lluvia o la nevada.
Se
podrían contar centenares de anécdotas como ésta que el recuerdo
va disipando de la memoria de quienes las vivimos. Los sufrimientos
de los pioneros de la emigración no siempre fueron compensados por
el éxito. No es el caso de quien me cuenta estas anécdotas, pues
supo adaptarse y llevar los ojos bien abiertos ante el progreso que
encontró. Otros, no pudiendo soportarlo, dieron la vuelta casi de
inmediato. Hoy no son más que gratos recuerdos aquellos esfuerzos
echados en la adaptación para quienes el mundo se reducía a un
corto radio de acción y en una cultura y economía diametralmente
opuesta a la suya.
Había
sido llevado,
como dije, de
empleado
a
una granja de cultivos, en
especial el de
la lechuga en
todas
las temporadas. Era digno de ver cómo
se llevaba a cabo.
Se
empezaba por arar con tractor una extensa parcela a la que se le
añadía el abono químico antes de pasar el rotobato
que dejaba aquellas tierras tan finas y sueltas como las arenas de la
playa. Después se las
compactaba con un
rodillo. Toda la mecanización que a partir de entonces fui viendo me
atrajo y yo
lo
anotaba
con
admiración. Representaba
todo
una
novedad, ya que suponía gran avance con respecto a la que usaba en
mis labores.
Eran
años
luz del viejo arado, rastru, salladora y de
la
sembradora que en la mayoría de las casas, aún no habían logrado
desplazar
a la azada y al
rastrillu; tan
sólo en aquéllas en las que la hacienda era más rica.
“Algún
día, soñaba yo, volveré a mi tierra, si las cosas me salen bien
aquí, y tendré mi propio tractor con todos estos aperos nuevos”.
Después
de preparado el suelo, se echaba una línea a lo largo del campo y se
pasaba una especie de pradera enorme de dientes separados a la
distancia de plantación para marcar las líneas a lo ancho y largo
de la finca. Nosotros íbamos colocando los plantones de lechugas en
los puntos coincidentes de las cuadrículas. Con un espito de hierro
hacíamos los hoyos y tapábamos con tierra la pequeña raíz. Detrás
iba el dueño comprobando que quedasen convenientemente sujetas al
suelo.
Aún
sin comprender nada del idioma, acabamos haciendo lo que se nos pedía
a la perfección. No era un trabajo duro, pero así y todo era
cansado por tener que agacharse y levantarse para colocar tantos
cientos de plantones de hortalizas de todas las clases. Después de
acabados varios riegos que llevábamos a la par entre todos, nos
parábamos a liar un pitillo con el tabaco de la petaca y el librillo
de papel. Al cabo del día eran bastantes las paradas técnicas y
muchas más las lechugas que dejábamos por plantar. El patrón, que
nos veía hacer esos continuos descansos sin decirnos nunca nada, una
vez terminada la jornada, nos fue preguntando uno por uno el número
de cigarrillos que hacíamos durante el trabajo. Cada uno de nosotros
le fue diciendo la cantidad de cajetillas, en cuyo recuento creo que
conscientes todos bajamos la cantidad por miedo a que nos
alargara la jornada para recuperar el tiempo perdido en liar el
tabaco.
Al
comenzar la jornada del siguiente lunes, antes de que nos fuéramos a
nuestros respectivos puestos de trabajo, vimos llegar al patrón con
una bolsa de la que nos fue dando a cada uno las cajetillas que había
declarado para la jornada. Este detalle por parte del patrón me
pareció toda una muestra de bondad y supuse en mi inocencia que con
ello quería demostrar la satisfacción que con nuestra labor sentía
y particularmente me sentí enormemente halagado. Incluso este gesto
hizo que yo aún me despabilara más en la plantación de las
lechugas de la que ya había cogido el tranquilo.
En
el descanso del
almuerzo me dio por sacar el tema con mis compañeros. Uno de ellos
que por
llevar allí más tiempo que
el resto,
conocía a
la perfección el
carácter suizo, me explicó con un
cálculo
de
lo más
elemental que con aquel gesto
que a mí me había alucinado, lo que pretendía era evitar perder
tiempo en liar el cuarterón, en definitiva ganaba más que perdía
aún regalando el cigarrillo ya hecho. El
beneficio
que sacaba de la venta de lechugas desde entonces, superaba con
creces el gasto en la tabacalera.
Esa
lección
de economía suiza me
despertó de mi natural
inocencia, pero no
por ello dejé de sentirme muy
a gusto en
mi primer empleo durante la emigración.
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