martes, 9 de diciembre de 2014

73.- Recuerdos encadenados


Resulta curioso el hecho que de algunas edades no guardemos tantos recuerdos como de otras. En algunas ocasiones sirve con ponerse a escribir, como quien se pasea por el tiempo echando mano de acontecimientos que recordemos y se van enganchando otros olvidados hasta formar una maraña que sólo es necesario ordenar en el túnel del tiempo.
Diciembre de 2014
Se acerca la Navidad. La empresa encargada de colgar en las calles las luces me lo recordó con un mes de antelación. Por un momento sentí repulsa ante el hecho de gastar el dinero público en tales demostraciones ostentosas cuando hay familias que no pueden tener encendido el alumbrado básico, cortado por la empresa suministradora, al no poder pagar la mensualidad, pero al momento pensé también en los obreros que se dedican a colocar el alumbrados y en los que trabajan en las fábricas donde se producen las bombillas. El mundo que conocemos funciona así. Así de mal. Acuden a mí memoria recuerdos de mi niñez.
Diciembre de 1956
En mi casa también había restricciones de luz y en las callejas de la aldea se caminaba tanteando el suelo para no meterse en un charco o caer en un bardial. Me producía asombro el alumbrado con que se iluminaban las calles de la villa con motivo de la navidad. La presentación que nos habían hecho del resto del mundo estaba todo en tonos grises. Era lo que veíamos en los libros que se guardaban como tesoros bajo llave en un pequeño armario del aula. Sabíamos que había niños que vivían mal en Asia y en África, pero no sabíamos calibrar el hambre que pasaban ni la gravedad de las enfermedades que padecían. Cerca nuestro conocíamos niños de nuestra edad y más jóvenes que pasaban hambre y frío y que perdían clases por estar de pastores. 
Me llegan nítidos los recuerdos de los villancicos cantados en la iglesia desde el coro, acompañados por el acordeón de Juan Junco Sobrino en las misas de D. Luis Baragaño. Afuera los copos de nieve cubrían el Campo'l roble y a la salida podríamos dejar nuestras huellas en los caminos y participar, queriendo o no, en una reñida batalla de bolas de nieve.
Enero de 1957
Aquel año los Reyes Magos me dejaron una armónica. Su nombre no podría estar en mejor consonancia con el efecto que produjo en mí al abrir con nerviosismo la caja verde que la contenía. Al desenvolver el papel de seda que la protegía de la humedad, pude leer en la reluciente cacha: “PRECIOSA". Por detrás, grabadas, las medallas conseguidas por la marca <<Honner>>.
Ella me acompañaría por los caminos de las erías llevando las vacas al pasto, y me pareció que su comportamiento desde ese día había mejorado ostensiblemente.
Con ese instrumento musical, tan sencillo, aprendería a tocar, como se solía decir “de oreya”, Asturias, patria querida” o “Viva Parres”, ésta última más de casa, para la que los parragueses habíamos tomado los sones de “En Oviedo, no me caso y en Xixón lo pongo en duda...” y aquella de la época “Doce cascabeles, lleva mi caballo por la carretera...” que habíamos visto en la película de Marisol y Joselito.
Y a partir de las citadas, fueron añadiéndose otras en la tonalidad de la armónica marcada con una ©, que traducido es la nota Do. De todo esto no sabía yo nada, porque la Música no era considerada entonces disciplina merecedora de insertarse en los planes de estudio. En la escuela, como mucho, estaba unida a celebraciones navideñas, o para desplegar la bandera que se izaba en la fachada sur, justo sobre el muro que separaba los dos portales, el de niñas y el de niños, en días señalados para el nacionalsocialismo que adoctrinaba así nuestras dóciles mentes. Mientras cantábamos teníamos que levantar nuestro brazo derecho, hubiese sol o estuviese nublado y aunque nuestra camisa fuese vieja y estuviese recosida y llena de remiendos.
Aprender a tocar la armónica fue, pues, puramente sensitivo, dando con el lugar exacto donde debía soplar o aspirar, como usa el arco el violinista sin tener marcados los trastes en el diapasón del mástil. Era yo el más feliz de los mortales, aunque con su llegada se acabó con mi creencia en las majestades de Oriente, o dicho con propiedad, fue toda la culpa del empleado del establecimiento de Llanes, “El Siglo”, donde nos decían que dejaban los juguetes, Sus Majestades, pues al despachar la armónica a mi padre, la envolvió sin borrarle el precio escrito a pluma, por debajo de la caja. Ponía: “110 pts”.
Diciembre de 1959
Esa cantidad era el cobro de dos días de jornal de mi padre, en la Talá, pero como dos o tres años después de esto que narro. La seguía conservando en perfecto estado a pesar del uso que le daba, pero para que no ocupase tanto en el bolsillo del pantalón, la envolvía en un pañuelo para que no le entrasen ni ciescos a las lengüetas del arpa, ni humedad a la vez que la preservaba de algún golpe. Todos los días llevaba la comida de mi padre. Los sábados eran preferidos para mí porque, al no haber escuela, podía llegar hasta la cuadra y jugar con mi amigo, Tom, un cachorro pastor alemán. Pasadas las vías, la carretera de Llanes a Póo me parecía oscura por la sombra de los chopos carolinos y los plátanos que la bordeaban y al otro lado estaba la huerta de Miranda en la que se veían algunos postes que sujetaron años atrás las enredaderas del lúpulo.
Verano de 1954
De crío acompañaba a madre y a nuestra vecina Bibi Galguera Díaz a que recolectasen las flores con otras jornaleras. Cada una tenía que llenar su saco y antes de descargarlo en los carros, el patrón hundía el puño en el saco para hundir las flores y comprobar que estuviera bien lleno, antes de anotarlo en la libreta para después pagarlo. Cuando regresábamos a casa, yo notaba en su mano la aspereza a causa de los ásperos pétalos que llegaban a producir incluso cortes y heridas en las yemas de los dedos.
Primavera de 1960
Yo silbaba y Tom, el pastor alemán, me ladraba mientras bajaba a la carrera el camino a mi encuentro. Su forma de saludarme y demostrarme su cariño era posar sus dos manazas en mi pecho y babearme la cara con sus cálidos lametones. Me recordaba al famoso perro televisivo, “Rin Tin Tin” que veíamos en la casona del Curru, los domingos todos los niños del pueblo sentados en la alfombra del comedor.
Llegado a la portilla de la finca, colgaba el cesto de la comida de un gancho para librarlo de los gatos y corría por el bosque donde pastaban las merinas. Me escondía dentro de la atalaya, que para mi imaginación no era otra cosa que un castillo de moros, en tanto que Tom iba en busca del palo que yo le había lanzado por entre las matas de gromos marinos que moteaban de amarillo y naranja el pasto. Arriba, cerca del acantilado había otra atalaya derruida, desde la que miraba al horizonte donde siempre encontraba la blanca silueta de un carguero que me recordaba a mi tío Pepe y a mi padrino Ramón Lledías, en sus largos viajes con la Compañía de “El Cano”. Tom se ocupaba de ladrar a un grupo de tolinas que parecían saludarnos con sus saltos, en respuesta a los rítmicos ladridos de alegría que enviaba a la mar.
Por los caminos de la Encarnación se acercaba mi padre con el carro de los bueyes tirando del bocoy con agua para el ganado, porque aún habría de pasar un tiempo hasta que llegase tan arriba la conducción de agua por tubería.
Comíamos los dos sobre los fardos de la paja, ante la mirada inteligente y amistosa de Tom, que movía su cabeza como demandando con mucha educación y ternura algún garito de pan mojado en el caldo de la fabada.



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