Resulta
curioso el hecho que de algunas edades no guardemos tantos recuerdos
como de otras. En algunas ocasiones sirve con ponerse a escribir,
como quien se pasea por el tiempo echando mano de acontecimientos que
recordemos y se van enganchando otros olvidados hasta formar una
maraña que sólo es necesario ordenar en el túnel del tiempo.
Diciembre
de 2014
Se
acerca la Navidad. La empresa encargada de colgar en las calles las
luces me lo recordó con un mes de antelación. Por un momento sentí
repulsa ante el hecho de gastar el dinero público en tales
demostraciones ostentosas cuando hay familias que no pueden tener
encendido el alumbrado básico, cortado por la empresa
suministradora, al no poder pagar la mensualidad, pero al momento
pensé también en los obreros que se dedican a colocar el alumbrados
y en los que trabajan en las fábricas donde se producen las
bombillas. El mundo que conocemos funciona así. Así de mal. Acuden
a mí memoria recuerdos de mi niñez.
Diciembre
de 1956
En
mi casa también había restricciones de luz y en las callejas de la
aldea se caminaba tanteando el suelo para no meterse en un charco o
caer en un bardial. Me producía asombro el alumbrado con que se
iluminaban las calles de la villa con motivo de la navidad. La
presentación que nos habían hecho del resto del mundo estaba todo
en tonos grises. Era lo que veíamos en los libros que se guardaban
como tesoros bajo llave en un pequeño armario del aula. Sabíamos
que había niños que vivían mal en Asia y en África, pero no
sabíamos calibrar el hambre que pasaban ni la gravedad de las
enfermedades que padecían. Cerca nuestro conocíamos niños de
nuestra edad y más jóvenes que pasaban hambre y frío y que perdían
clases por estar de pastores.
Me llegan nítidos los recuerdos de los
villancicos cantados en la iglesia desde el coro, acompañados por el
acordeón de Juan Junco Sobrino en las misas de D. Luis Baragaño. Afuera los copos de nieve cubrían el Campo'l roble y a la
salida podríamos dejar nuestras huellas en los caminos y participar,
queriendo o no, en una reñida batalla de bolas de nieve.
Enero
de 1957
Aquel
año los
Reyes Magos
me
dejaron una
armónica.
Su nombre no podría estar en mejor consonancia con el efecto que
produjo en mí al abrir con nerviosismo la caja verde que la
contenía. Al
desenvolver el papel de seda que la protegía de la humedad, pude
leer en la reluciente cacha: “PRECIOSA".
Por
detrás, grabadas, las medallas conseguidas por la marca <<Honner>>.
Ella
me acompañaría por
los caminos de las erías llevando las vacas al pasto, y me pareció
que su comportamiento desde ese día había mejorado ostensiblemente.
Con
ese instrumento musical, tan sencillo, aprendería a tocar, como
se solía decir “de oreya”,
“Asturias,
patria querida” o
“Viva Parres”,
ésta última más
de casa, para la
que los parragueses habíamos
tomado los sones de “En
Oviedo, no me caso y
en Xixón lo pongo en duda...” y
aquella
de la época “Doce
cascabeles, lleva
mi caballo por la carretera...”
que
habíamos visto en la
película
de Marisol y Joselito.
Y
a partir de las citadas, fueron añadiéndose otras en la tonalidad
de la
armónica marcada con una ©, que traducido es la nota Do. De
todo esto no sabía yo nada, porque la Música
no era considerada
entonces
disciplina merecedora de insertarse en los planes de estudio. En la
escuela, como
mucho, estaba unida a celebraciones navideñas, o para desplegar la
bandera que
se izaba en la fachada sur,
justo sobre
el muro que separaba los dos portales, el
de niñas y el de niños, en días señalados para el
nacionalsocialismo que adoctrinaba así nuestras dóciles mentes.
Mientras
cantábamos
teníamos
que levantar nuestro brazo derecho,
hubiese
sol o estuviese nublado y
aunque nuestra camisa fuese
vieja y
estuviese recosida
y llena
de remiendos.
Aprender
a tocar la armónica fue, pues, puramente sensitivo, dando con el
lugar exacto donde debía soplar o aspirar, como usa el arco el
violinista sin tener marcados los trastes en el diapasón del mástil.
Era yo el más feliz de los mortales, aunque con su llegada se acabó
con mi creencia en las majestades de Oriente, o dicho con propiedad,
fue toda la culpa del empleado del establecimiento de Llanes, “El
Siglo”, donde nos decían que dejaban los juguetes, Sus Majestades,
pues al despachar la armónica a mi padre, la envolvió sin borrarle
el precio escrito a pluma, por debajo de la caja. Ponía: “110
pts”.
Diciembre
de 1959
Esa
cantidad era el cobro de dos días de jornal de mi padre, en la Talá,
pero como dos o tres años después de esto que narro. La seguía
conservando en perfecto estado a pesar del uso que le daba, pero para
que no ocupase tanto en el bolsillo del pantalón, la envolvía en un
pañuelo para que no le entrasen ni ciescos a las lengüetas del
arpa, ni humedad a la vez que la preservaba de algún golpe. Todos
los días llevaba la comida de mi padre. Los sábados eran preferidos
para mí porque, al no haber escuela, podía llegar hasta la cuadra y
jugar con mi amigo, Tom, un cachorro pastor alemán. Pasadas
las vías, la carretera de Llanes a Póo me parecía oscura por la
sombra de los chopos carolinos y los plátanos que la bordeaban y al
otro lado estaba la huerta de Miranda en la que se veían algunos
postes que sujetaron años atrás las enredaderas del lúpulo.
Verano
de 1954
De
crío acompañaba a madre y a nuestra vecina Bibi Galguera Díaz a
que recolectasen las flores con otras jornaleras. Cada una tenía que
llenar su saco y antes de descargarlo en los carros, el patrón
hundía el puño en el saco para hundir las flores y comprobar que
estuviera bien lleno, antes de anotarlo en la libreta para después
pagarlo. Cuando regresábamos a casa, yo notaba en su mano la
aspereza a causa de los ásperos pétalos que llegaban a producir
incluso cortes y heridas en las yemas de los dedos.
Primavera
de 1960
Yo
silbaba y Tom, el pastor alemán, me ladraba mientras bajaba a la
carrera el camino a mi encuentro. Su forma de saludarme y demostrarme
su cariño era posar sus dos manazas en mi pecho y babearme la cara
con sus cálidos lametones. Me recordaba al famoso perro televisivo,
“Rin Tin Tin” que veíamos en la casona del Curru, los domingos
todos los niños del pueblo sentados en la alfombra del comedor.
Llegado
a la portilla de la finca, colgaba el cesto de la comida de un gancho
para librarlo de los gatos y corría por el bosque donde pastaban las
merinas. Me escondía dentro de la atalaya, que para mi imaginación
no era otra cosa que un castillo de moros, en tanto que Tom iba en
busca del palo que yo le había lanzado por entre las matas de gromos
marinos que moteaban de amarillo y naranja el pasto. Arriba, cerca
del acantilado había otra atalaya derruida, desde la que miraba al
horizonte donde siempre encontraba la blanca silueta de un carguero
que me recordaba a mi tío Pepe y a mi padrino Ramón Lledías, en
sus largos viajes con la Compañía de “El Cano”. Tom se ocupaba
de ladrar a un grupo de tolinas que parecían saludarnos con sus
saltos, en respuesta a los rítmicos ladridos de alegría que enviaba
a la mar.
Por
los caminos de la Encarnación se acercaba mi padre con el carro de
los bueyes tirando del bocoy con agua para el ganado, porque aún
habría de pasar un tiempo hasta que llegase tan arriba la conducción
de agua por tubería.
Comíamos
los dos sobre los fardos de la paja, ante la mirada inteligente y
amistosa de Tom, que movía su cabeza como demandando con mucha
educación y ternura algún garito de pan mojado en el caldo de la
fabada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario