Al
final de los estudios de cuarto curso, para poder recibir la
titulación del Bachiller Elemental, se hacía un examen general de
todas las materias estudiadas en los cuatro cursos, conocida con el
nombre de Reválida de 4º y encuadradas en estos tres grupos: Grupo
de Letras, Grupo de Ciencias y Grupo de Sociales. Si se pasaba con
éxito total las pruebas, podías solicitar el título de Bachiller
con el que se te abrían más puertas que con el Certificado de
Primaria o podías acceder a los estudios del Bachiller Superior, en
dos cursos más. Aquellas pruebas de Reválida eran estrictamente
verdaderos exámenes, en los que cualquier fallo, podía echar al
traste todo el esfuerzo y resultados anteriores. No existía aún la
evaluación continua que actualmente considera los resultados y el
trabajo de todos los cursos anteriores.
Serían
los nervios o la tensión con que se vivían aquellas pruebas, dirigidas
y vigiladas por un tribunal examinador mandado desde Oviedo que las
traían custodiadas en sobres lacrados que debían abrirse a la hora
exacta en todas los centros de la provincia y de la nación, para
evitar que trascendieran de un lugar a otro. Fue en concreto en las
pruebas de Matemáticas, donde debí confundir las cifras del
problema de álgebra, porque yo mismo me extrañé del resultado
decimal que obtuve en el resultado, cuando generalmente los valores
que solucionaban las tres incógnitas del sistema de ecuaciones,
solían ser números enteros. De nada me sirvió haber hecho bien las
pruebas de Física, Química y Ciencias Naturales que iban en el
mismo paquete que las Matemáticas. Los otros dos Grupos de la
Reválida los pasé sin más problemas.
Era
a finales de junio y quedaban algo más de dos meses para repetir las
pruebas. Me parecía injusto que un fallo de datos, no lo hubieran
considerado y como precisamente en Matemáticas siempre me había
desenvuelto muy bien, por orgullo personal más que por otra causa,
me propuse no preocuparme en todo el verano, al menos hasta que se
acercase septiembre y así fue como hice. Llegado septiembre, estaba
totalmente seguro de mí, lo quitaría de en medio y podría seguir
estudios como era mi intención y la de mis padres. Ahora, de
momento, tenía delante todo el verano para compaginar trabajo y
fiestas, que como ya dije, en el municipio abundan y llevarlas todas
por delante era tarea de titanes.
Como
en el verano precedente, la siega nos proporcionó suficiente trabajo
a mi padre y a mí. Comenzamos segando con la guadaña para los
mismos vecinos que nos habían llamado el pasado verano. Pero mi
padre, que conocía el funcionamiento de las máquinas de segar por
tener una “Rapid” en la finca de la Talá, decidió comprarle una
a Titi, “El herrador” de la Paz que llevaba la representación de
la casa italiana “Boucher”.
Fue
la nuestra la primera máquina que comenzó la siega a jornal en la
zona. Todos los días nos llegaban avisos para segar a máquina o guadaña los que eran con piedras. En ambos casos llevábamos las
guadañas para dejar limpia toda la finca y en los malos también
hubo prados que adelantamos el trabajo segando con la máquina en los
pequeños llanos.
Aquel
año la primavera había llegado con un marzo ventoso y abril
lluvioso que trajeron a mayo florido y hermoso. A primeros de julio
apenas la hierba se tenía en pie de lo adelantada que estaba su
maduración y todo el mundo quería segar a la vez y meter cuanto
antes la hierba seca en los jenales. Se nos cruzaban los avisos de
todos los pueblos que por lógica y justicia debíamos cumplirlos
según la fecha de entrada, lo que nos obligaba a desplazamientos
largos. Unos pedían la máquina y otros la guadaña exclusivamente.
El coste por hora, a guadaña, seguíamos cobrando los cinco duros,
pero para la máquina el precio estipulado fue de veinticinco duros,
porque el trabajo desarrollado por ella venía a ser bastante más
que el trabajo de cinco segadores a guadaña. Por la noche
preparábamos la ruta del día siguiente procurando adaptar los
pedidos a un menor desplazamiento, cosa que no siempre resultaba
fácil. Pero antes de salir para la siega, había que madrugar como
siempre para segar el verde y dejarlo al pie de la cuadra.
Iba
medio dormido por los caleyos de la Mañanga apartando con una vara
las geométricas telarañas cargadas de gotas del rocío de la noche.
El aire fresco de la mañana traía el aroma de la hierba sin segar,
madurando ya las semillas y las fincas de mi recorrido se vestían de
amarillo por la abundancia del diente de león y de azulado con las
aguileñas y espuelas de caballero. Las manzanillas que crecían en
el “Campu’l diablu” me regalaban su amargo aroma al pisarlas.
Detrás venía mi padre con el carro y el pequeño caballo que por
aquel entonces habíamos comprado en Bolao a Pepito y Tere. Aquel
caballo era para nosotros un ahorro considerable en el esfuerzo
físico. No era preciso empujar como lo habíamos hecho, incluso con
el carro vacío, cuando sólo teníamos un pobre burro que apenas
podía con sus huesos como para tirar de un carro por los empedrados
caminos.
Con
el “Nene”, que así cariñosamente bautizamos a nuestro primer
caballo, podíamos acceder al interior de todas las fincas, por
costosas que resultasen. Sólo hubo que abrir y adaptar la entrada y
preparar una portilla para cada una de ellas. Ya no era necesario
llevar a hombros el verde húmedo recién segado para sacarlo con el
sábano o la parihuela al carro que aparcábamos en el camino.
Aquella significativa mejora de los medios nos permitía regresar a
casa con más verde y en menos tiempo.
Mi
padre ordeñaba las vacas y yo sacaba el estiércol y las limpiaba.
Desayunábamos juntos y yo en mi bicicleta me llegaba hasta la
gasolinera de San Roque para comprar quince litros que traía en tres
latas dentro de una alforja de saco colgada del porta bultos. Mi
padre llevaba la máquina andando hasta la finca a donde yo acudía
con el combustible necesario para toda la jornada. Mi tarea consistía
en apartar la hierba segada del peine de la máquina para que no se
embozase a la vuelta del maraño y si era necesario con la guadaña
repasaba las hierbas mal cortadas o desorillaba las lindes.
El
horario diario, venía a ser de doce horas contando las convenientes
para la comida y el traslado de una finca a otra. El exceso de
trabajo y posiblemente la mala combustión hacía que la máquina
dejase de funcionar bien y le costase arrancar en frío. Para
limpiarla de la carbonilla del pistón y los platinos, cada dos
semanas aproximadamente, bajaba con ella a Llanes en el carro para
hacerle una revisión en el “Taller Amor” de la calle El Llegar
donde también le limpiaba los filtros de aire y gasolina repletos de
polen y granas. Aquellos cien duros que nos costaba la limpieza
quincenal, aparte del tiempo perdido para segar, suponían una carga
en el beneficio del trabajo al que nos dedicábamos los tres. Había
acordado mi padre con Titi el pago de una cuota mensual a través de
un banco, para liquidar el pago total que era de cuarenta y cinco mil
pesetas. El precio de la gasolina estaba entonces en diez pesetas el
litro, que sumado a las abundantes averías del peine y cuchillas por
culpa de las piedras y las abundantes areniscas que había en la
mayor parte de las fincas que segábamos, hacía que los resultados
netos no fuesen tan boyantes. A veces, yo llevaba el caballo con el
carro para traer al medio día el verde y volvía con la comida en la
bicicleta. Otras veces, era madre la que nos acercaba la comida a la
finca que segábamos.
Yo
estaba muerto por segar a máquina, pero un bien tan costoso no podía
correr el riesgo de dejarlo en manos inexpertas,
pensaba padre.
Los domingos me resarcía limpiando
y arrancando
su motor. Después
de haber visto en el taller la forma de desmontar
la culata y el carburador, me decidí
a ello un
domingo que mis padres habían
salido. Cuando volvieron encontraron la máquina limpia y que
arrancaba a la primera. No
pasó
nunca más por el taller, salvo por el del herrero de Pancar para
arreglarle la dentadura del peine. Desde entonces me la confió para
llevarla y traerla, cosa que suponía gran esfuerzo por el peso del
peine que estaba sin compensar en el manillar. En alguna ocasión
recuerdo llevar a Francisco Guerra Sobrino, unos años más joven que
yo, sentado sobre la caja de herramientas sobre el manillar, con lo
cual equilibraba exactamente el peso del peine, por los caminos en
bajada de Corisco.
Que bien narrar y dejar escritas estas experiencias, historia cierta de vida real contada con la naturalidad propia de quien lo cuenta a un hijo, a un nieto, a una persona próxima en el afecto o a un lector desconocido que sienta el respeto por los hechos pasados que conforman la existencia y evolución de la vida humana. Me congratulo de leer estas crónicas, por su valor íntimo y por el recuerdo que favorece el contraste de estos hechos.
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