domingo, 14 de diciembre de 2014

76.- La siega a máquina

Al final de los estudios de cuarto curso, para poder recibir la titulación del Bachiller Elemental, se hacía un examen general de todas las materias estudiadas en los cuatro cursos, conocida con el nombre de Reválida de 4º y encuadradas en estos tres grupos: Grupo de Letras, Grupo de Ciencias y Grupo de Sociales. Si se pasaba con éxito total las pruebas, podías solicitar el título de Bachiller con el que se te abrían más puertas que con el Certificado de Primaria o podías acceder a los estudios del Bachiller Superior, en dos cursos más. Aquellas pruebas de Reválida eran estrictamente verdaderos exámenes, en los que cualquier fallo, podía echar al traste todo el esfuerzo y resultados anteriores. No existía aún la evaluación continua que actualmente considera los resultados y el trabajo de todos los cursos anteriores.
Serían los nervios o la tensión con que se vivían aquellas pruebas, dirigidas y vigiladas por un tribunal examinador mandado desde Oviedo que las traían custodiadas en sobres lacrados que debían abrirse a la hora exacta en todas los centros de la provincia y de la nación, para evitar que trascendieran de un lugar a otro. Fue en concreto en las pruebas de Matemáticas, donde debí confundir las cifras del problema de álgebra, porque yo mismo me extrañé del resultado decimal que obtuve en el resultado, cuando generalmente los valores que solucionaban las tres incógnitas del sistema de ecuaciones, solían ser números enteros. De nada me sirvió haber hecho bien las pruebas de Física, Química y Ciencias Naturales que iban en el mismo paquete que las Matemáticas. Los otros dos Grupos de la Reválida los pasé sin más problemas.
Era a finales de junio y quedaban algo más de dos meses para repetir las pruebas. Me parecía injusto que un fallo de datos, no lo hubieran considerado y como precisamente en Matemáticas siempre me había desenvuelto muy bien, por orgullo personal más que por otra causa, me propuse no preocuparme en todo el verano, al menos hasta que se acercase septiembre y así fue como hice. Llegado septiembre, estaba totalmente seguro de mí, lo quitaría de en medio y podría seguir estudios como era mi intención y la de mis padres. Ahora, de momento, tenía delante todo el verano para compaginar trabajo y fiestas, que como ya dije, en el municipio abundan y llevarlas todas por delante era tarea de titanes.
Como en el verano precedente, la siega nos proporcionó suficiente trabajo a mi padre y a mí. Comenzamos segando con la guadaña para los mismos vecinos que nos habían llamado el pasado verano. Pero mi padre, que conocía el funcionamiento de las máquinas de segar por tener una “Rapid” en la finca de la Talá, decidió comprarle una a Titi, “El herrador” de la Paz que llevaba la representación de la casa italiana “Boucher”.
Fue la nuestra la primera máquina que comenzó la siega a jornal en la zona. Todos los días nos llegaban avisos para segar a máquina o guadaña los que eran con piedras. En ambos casos llevábamos las guadañas para dejar limpia toda la finca y en los malos también hubo prados que adelantamos el trabajo segando con la máquina en los pequeños llanos.
Aquel año la primavera había llegado con un marzo ventoso y abril lluvioso que trajeron a mayo florido y hermoso. A primeros de julio apenas la hierba se tenía en pie de lo adelantada que estaba su maduración y todo el mundo quería segar a la vez y meter cuanto antes la hierba seca en los jenales. Se nos cruzaban los avisos de todos los pueblos que por lógica y justicia debíamos cumplirlos según la fecha de entrada, lo que nos obligaba a desplazamientos largos. Unos pedían la máquina y otros la guadaña exclusivamente. El coste por hora, a guadaña, seguíamos cobrando los cinco duros, pero para la máquina el precio estipulado fue de veinticinco duros, porque el trabajo desarrollado por ella venía a ser bastante más que el trabajo de cinco segadores a guadaña. Por la noche preparábamos la ruta del día siguiente procurando adaptar los pedidos a un menor desplazamiento, cosa que no siempre resultaba fácil. Pero antes de salir para la siega, había que madrugar como siempre para segar el verde y dejarlo al pie de la cuadra.
Iba medio dormido por los caleyos de la Mañanga apartando con una vara las geométricas telarañas cargadas de gotas del rocío de la noche. El aire fresco de la mañana traía el aroma de la hierba sin segar, madurando ya las semillas y las fincas de mi recorrido se vestían de amarillo por la abundancia del diente de león y de azulado con las aguileñas y espuelas de caballero. Las manzanillas que crecían en el “Campu’l diablu” me regalaban su amargo aroma al pisarlas. Detrás venía mi padre con el carro y el pequeño caballo que por aquel entonces habíamos comprado en Bolao a Pepito y Tere. Aquel caballo era para nosotros un ahorro considerable en el esfuerzo físico. No era preciso empujar como lo habíamos hecho, incluso con el carro vacío, cuando sólo teníamos un pobre burro que apenas podía con sus huesos como para tirar de un carro por los empedrados caminos.
Con el “Nene”, que así cariñosamente bautizamos a nuestro primer caballo, podíamos acceder al interior de todas las fincas, por costosas que resultasen. Sólo hubo que abrir y adaptar la entrada y preparar una portilla para cada una de ellas. Ya no era necesario llevar a hombros el verde húmedo recién segado para sacarlo con el sábano o la parihuela al carro que aparcábamos en el camino. Aquella significativa mejora de los medios nos permitía regresar a casa con más verde y en menos tiempo.
Mi padre ordeñaba las vacas y yo sacaba el estiércol y las limpiaba. Desayunábamos juntos y yo en mi bicicleta me llegaba hasta la gasolinera de San Roque para comprar quince litros que traía en tres latas dentro de una alforja de saco colgada del porta bultos. Mi padre llevaba la máquina andando hasta la finca a donde yo acudía con el combustible necesario para toda la jornada. Mi tarea consistía en apartar la hierba segada del peine de la máquina para que no se embozase a la vuelta del maraño y si era necesario con la guadaña repasaba las hierbas mal cortadas o desorillaba las lindes.
El horario diario, venía a ser de doce horas contando las convenientes para la comida y el traslado de una finca a otra. El exceso de trabajo y posiblemente la mala combustión hacía que la máquina dejase de funcionar bien y le costase arrancar en frío. Para limpiarla de la carbonilla del pistón y los platinos, cada dos semanas aproximadamente, bajaba con ella a Llanes en el carro para hacerle una revisión en el “Taller Amor” de la calle El Llegar donde también le limpiaba los filtros de aire y gasolina repletos de polen y granas. Aquellos cien duros que nos costaba la limpieza quincenal, aparte del tiempo perdido para segar, suponían una carga en el beneficio del trabajo al que nos dedicábamos los tres. Había acordado mi padre con Titi el pago de una cuota mensual a través de un banco, para liquidar el pago total que era de cuarenta y cinco mil pesetas. El precio de la gasolina estaba entonces en diez pesetas el litro, que sumado a las abundantes averías del peine y cuchillas por culpa de las piedras y las abundantes areniscas que había en la mayor parte de las fincas que segábamos, hacía que los resultados netos no fuesen tan boyantes. A veces, yo llevaba el caballo con el carro para traer al medio día el verde y volvía con la comida en la bicicleta. Otras veces, era madre la que nos acercaba la comida a la finca que segábamos.

Yo estaba muerto por segar a máquina, pero un bien tan costoso no podía correr el riesgo de dejarlo en manos inexpertas, pensaba padre. Los domingos me resarcía limpiando y arrancando su motor. Después de haber visto en el taller la forma de desmontar la culata y el carburador, me decidí a ello un domingo que mis padres habían salido. Cuando volvieron encontraron la máquina limpia y que arrancaba a la primera. No pasó nunca más por el taller, salvo por el del herrero de Pancar para arreglarle la dentadura del peine. Desde entonces me la confió para llevarla y traerla, cosa que suponía gran esfuerzo por el peso del peine que estaba sin compensar en el manillar. En alguna ocasión recuerdo llevar a Francisco Guerra Sobrino, unos años más joven que yo, sentado sobre la caja de herramientas sobre el manillar, con lo cual equilibraba exactamente el peso del peine, por los caminos en bajada de Corisco. 

1 comentario:

  1. Que bien narrar y dejar escritas estas experiencias, historia cierta de vida real contada con la naturalidad propia de quien lo cuenta a un hijo, a un nieto, a una persona próxima en el afecto o a un lector desconocido que sienta el respeto por los hechos pasados que conforman la existencia y evolución de la vida humana. Me congratulo de leer estas crónicas, por su valor íntimo y por el recuerdo que favorece el contraste de estos hechos.

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