viernes, 12 de diciembre de 2014

75.- La emigración a Europa

 En el curso 1965/66 hice en el Instituto el cuarto y último curso del Bachiller Elemental. En aquellos años, la emigración era la elección más común entre la juventud a partir de la salida de la escuela. Lo más común era que siguieran a sus hermanos mayores y a sus padres que habían marchado delante para abrir camino. La creación del instituto en Llanes fue sin dudas, el revulsivo que produjo el inicio de la transformación económica y social en el municipio, como ya se había realizado en otras poblaciones con anterioridad. Pues con la existencia de un centro en el que se pudiese prolongar la edad de estudio, se abrió mucho más allá el horizonte y el nivel de expectativas creció. Bien es cierto que muchos alumnos se conformaron con acabar la primera etapa educativa del bachiller, porque era más que suficiente para cubrir los nuevos puestos creados en las centrales bancarias que habían instalado en la villa sucursales ante la llegada del dinero de Europa y el que comenzaba a generar el cemento y el ladrillo. Los pueblos, como la villa, también se fueron transformando, pues con el trabajo y el sudor de los emigrados, se construyeron los primeros chalés y se remozaron las ganaderías, se adquirieron los primeros tractores y maquinaria agrícola que sustituiría poco a poco los antiguos medios de cultivo.
Aquel curso tuve como profesor a uno de los que más habrían de influir en mí, tanto para los estudios como para la concepción del criterio político de la Historia de España, sobre todo en los cruentos acontecimientos de la contienda civil, de cuyo verdadero conocimiento tenía únicamente como fiables las palabras del abuelo y de pocas personas más.
Claro está, en contraste con las que solían contarnos en las aulas, siempre a favor del bando ganador, reforzado por las clases obligadas de la asignatura denominada FEN. De este adoctrinamiento, que no se puede llamar de otra forma, se encargaba el bueno de D. Jesús García-Fernández Llerandi. Prefiero creer que para él aquello que predicaba era su verdad y por tanto, sería necio ahora pasado el tiempo, echarle en cara nada y ser desconsiderado con el afecto que en vida manifestó por sus antiguos alumnos.
En cambio, D. David Ruiz González fue capaz de contarnos sin miedo y claramente las causas, los hechos y las consecuencias de aquella guerra de nuestros padres y abuelos. Había compañeros que discutían con él bajo el otro prisma las aseveraciones documentadas que daba, pero con toda seriedad y respeto, no exento de momentos de irónica crítica les planteaba el razonamiento histórico. Prefería el debate a encontrarse con alumnos apolíticos, nos dijo, que era la respuesta más repetida para obviar problemas. Aquellos improvisados debates atraía mi atención sin esfuerzo alguno. En sus clases obviamos por primera vez el estudio de la Historia sin el tedio de fechas y árboles genealógicos de las casas reinantes. Nos enseñó a esquematizar las épocas históricas en el binomio causas-consecuencias, con lo que nos daba mayor criterio histórico y mejores resultados en los exámenes.
D. David fue para mí el mejor referente político que tuve para contrastar las aportaciones que me hacía mi abuelo en las tertulias políticas que con él tenía los domingo. El me esperaba y tras el beso que le daba, me pedía que le leyese en alto el artículo marcado por la página doblada de “Mundo Obrero”. Él ya lo tenía desmenuzado con suficiente antelación y lo había contrastado con los comentarios surgidos en la onda corta del dial de su vieja “Philips”. Pretendía que de buenas a primeras yo se lo resumiese y se desilusionaba de mí si le decía que no entendía mucho sobre el tema. Yo le contaba las charlas de D. David en clase.
Por este tiempo, conocí y tuve el gusto de compartir pupitre con un compañero de gran talla, y no hago ironía de ello, por el respeto que siempre le demostré y por el afecto que siempre supe tener de él y que aún presumo gozar. Unos años mayor que yo, Pablo Ardisana fue otro referente académico y vital con el que tuve el honor de contar. Sus razonamientos escapaban frecuentemente de mis capacidades en lo que respecta al menos en asuntos de Historia, Literatura y Filosofía que no es poco. Era y es un hombre, aunque de pequeña estatura, de gran talla intelectual y moral que con toda seguridad debió de influir bastante en nuestra formación, casi en competencia con los propios profesores a los que hacía profundizar en temas que de otra forma hubiesen pasado por alto.
De esos debates improvisados no se podía escapar ni D. Jesús en las clases de Política ni D. Manuel Llanes Amor en las de Religión. Los dos profesores, antes que claudicar en los debates abiertos en clase por Pablo Ardisana y seguidos acaloradamente por el resto de nosotros, recurrían cada cual a una dialéctica bien ensayada, D. Jesús fundamentándose en las consignas del régimen en el poder y D. Manuel amparándose en el criterio suficiente de la Fe. No me duelen prendas decir que ambos creían a pies juntillas en lo que predicaban. Por supuesto, así con esos bastiones por delante no podíamos llegar muy lejos en la discusión y con más pena que gloria se daba por concluida; eso sí, al menos nos evitábamos el sopor de nuevas lecciones.
La emigración a Europa estaba entrando en máximos. Atraídos por los sueldos, la seguridad en el trabajo y la posibilidad de una digna jubilación, muchos llaniscos emprendieron el viaje a la aventura con la ilusión de poder mandar dinero fresco con que construir una vivienda, arreglar la existente o hacerse con una hacienda que les permitiera a ellos o a sus hijos continuar con la labor del campo, eso sí, más modernizada. Unos dejaban a los hijos con los abuelos mientras que otros los llevaban consigo. De una u otra forma, generalmente, pudieron tanto aquí como allá seguir estudios. La matrícula del centro, por aquellos años, creció considerablemente.
Se adquirieron modernos equipos de producción y los primeros tractores vinieron a sustituir a las viejas rejas tiradas por bueyes y las primeras moto segadoras dejaron, en parte, colgadas las guadañas. Se pasó del cultivo para el consumo familiar en un huerto cavado a palote y azada por el cultivo extensivo dentro de los límites que la orografía de la zona permite.
Llanes y sus dirigentes, habían cerrado las puertas de la villa a la ubicación de empresas por el bien del paisaje, preservándolo así para disfrute de los veraneantes que asiduamente nos visitaban. Imaginar cómo sería hoy Llanes si hubiese seguido el derrotero de la industrialización, es fácil, pero no podemos saber si de esa forma se hubiese evitado la emigración. Llanes, es hoy el resultado de cuantos sufrimientos debieron pasar por dejar su terruño y tener que adaptarse a una nueva cultura.

Aquella emigración también había dejado una carencia de mano de obra en las faenas primordiales del campo. Nadie sabía ni confiaba en que aquello resultase fiable y, por tanto, nadie se deshacía de las fincas ni del ganado que había que mantener a toda costa incluso de sus escasos rendimientos. Con el desfase existente entre la peseta y la moneda del país de emigración, se podía mantener en la previsión de que aún hiciese falta echar mano de ella. El fantasma de la guerra aún estaba presente. Aparte de eso, muchos de los emigrados, no pudiendo adaptarse al trabajo que se les asignaba o a la dificultad de la lengua, regresaban a sus viejas tareas y, en el mejor de los casos, se acogieron al sector de la construcción emergente.

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