En
el curso 1965/66 hice en el Instituto el cuarto y último curso del
Bachiller Elemental. En aquellos años, la emigración era la
elección más común entre la juventud a partir de la salida de la
escuela. Lo más común era que siguieran a sus hermanos mayores y a
sus padres que habían marchado delante para abrir camino. La
creación del instituto en Llanes fue sin dudas, el revulsivo que
produjo el inicio de la transformación económica y social en el
municipio, como ya se había realizado en otras poblaciones con
anterioridad. Pues con la existencia de un centro en el que se
pudiese prolongar la edad de estudio, se abrió mucho más allá el
horizonte y el nivel de expectativas creció. Bien es cierto que
muchos alumnos se conformaron con acabar la primera etapa educativa
del bachiller, porque era más que suficiente para cubrir los nuevos
puestos creados en las centrales bancarias que habían instalado en
la villa sucursales ante la llegada del dinero de Europa y el que
comenzaba a generar el cemento y el ladrillo. Los pueblos, como la
villa, también se fueron transformando, pues con el trabajo y el
sudor de los emigrados, se construyeron los primeros chalés y se
remozaron las ganaderías, se adquirieron los primeros tractores y
maquinaria agrícola que sustituiría poco a poco los antiguos medios
de cultivo.
Aquel
curso tuve como profesor a uno de los que más habrían de influir en
mí, tanto para los estudios como para la concepción del criterio
político de la Historia de España, sobre todo en los cruentos
acontecimientos de la contienda civil, de cuyo verdadero conocimiento
tenía únicamente como fiables las palabras del abuelo y de pocas
personas más.
Claro
está, en contraste con las que solían contarnos en las aulas,
siempre a favor del bando ganador, reforzado por las clases obligadas
de la asignatura denominada FEN. De este adoctrinamiento, que no se
puede llamar de otra forma, se encargaba el bueno de D. Jesús
García-Fernández Llerandi. Prefiero creer que para él aquello que
predicaba era su verdad y por tanto, sería necio ahora pasado el
tiempo, echarle en cara nada y ser desconsiderado con el afecto que
en vida manifestó por sus antiguos alumnos.
En
cambio, D. David Ruiz González fue capaz de contarnos sin miedo y
claramente las causas, los hechos y las consecuencias de aquella
guerra de nuestros padres y abuelos. Había compañeros que discutían
con él bajo el otro prisma las aseveraciones documentadas que daba,
pero con toda seriedad y respeto, no exento de momentos de irónica
crítica les planteaba el razonamiento histórico. Prefería el
debate a encontrarse con alumnos apolíticos, nos dijo, que era la
respuesta más repetida para obviar problemas. Aquellos improvisados
debates atraía mi atención sin esfuerzo alguno. En sus clases
obviamos por primera vez el estudio de la Historia sin el tedio de
fechas y árboles genealógicos de las casas reinantes. Nos enseñó
a esquematizar las épocas históricas en el binomio
causas-consecuencias, con lo que nos daba mayor criterio histórico y
mejores resultados en los exámenes.
D. David fue para mí el mejor referente político que tuve para
contrastar las aportaciones que me hacía mi abuelo en las tertulias
políticas que con él tenía los domingo. El me esperaba y tras el
beso que le daba, me pedía que le leyese en alto el artículo
marcado por la página doblada de “Mundo Obrero”. Él ya lo tenía
desmenuzado con suficiente antelación y lo había contrastado con
los comentarios surgidos en la onda corta del dial de su vieja
“Philips”. Pretendía que de buenas a primeras yo se lo resumiese
y se desilusionaba de mí si le decía que no entendía mucho sobre
el tema. Yo le contaba las charlas de D. David en clase.
Por
este tiempo, conocí y tuve el gusto de compartir pupitre con un
compañero de gran talla, y no hago ironía de ello, por el respeto
que siempre le demostré y por el afecto que siempre supe tener de él
y que aún presumo gozar. Unos años mayor que yo, Pablo Ardisana fue
otro referente académico y vital con el que tuve el honor de contar.
Sus razonamientos escapaban frecuentemente de mis capacidades en lo
que respecta al menos en asuntos de Historia, Literatura y Filosofía
que no es poco. Era y es un hombre, aunque de pequeña estatura, de
gran talla intelectual y moral que con toda seguridad debió de
influir bastante en nuestra formación, casi en competencia con los
propios profesores a los que hacía profundizar en temas que de otra
forma hubiesen pasado por alto.
De
esos debates improvisados no se podía escapar ni D. Jesús en las
clases de Política ni D. Manuel Llanes Amor en las de Religión. Los
dos profesores, antes que claudicar en los debates abiertos en clase
por Pablo Ardisana y seguidos acaloradamente por el resto de
nosotros, recurrían cada cual a una dialéctica bien ensayada, D.
Jesús fundamentándose en las consignas del régimen en el poder y
D. Manuel amparándose en el criterio suficiente de la Fe. No me
duelen prendas decir que ambos creían a pies juntillas en lo que
predicaban. Por supuesto, así con esos bastiones por delante no
podíamos llegar muy lejos en la discusión y con más pena que
gloria se daba por concluida; eso sí, al menos nos evitábamos el
sopor de nuevas lecciones.
La
emigración a Europa estaba entrando en máximos. Atraídos por los
sueldos, la seguridad en el trabajo y la posibilidad de una digna
jubilación, muchos llaniscos emprendieron el viaje a la aventura con
la ilusión de poder mandar dinero fresco con que construir una
vivienda, arreglar la existente o hacerse con una hacienda que les
permitiera a ellos o a sus hijos continuar con la labor del campo,
eso sí, más modernizada. Unos dejaban a los hijos con los abuelos
mientras que otros los llevaban consigo. De una u otra forma,
generalmente, pudieron tanto aquí como allá seguir estudios. La
matrícula del centro, por aquellos años, creció considerablemente.
Se
adquirieron modernos equipos de producción y los primeros tractores
vinieron a sustituir a las viejas rejas tiradas por bueyes y las
primeras moto segadoras dejaron, en parte, colgadas las guadañas. Se
pasó del cultivo para el consumo familiar en un huerto cavado a
palote y azada por el cultivo extensivo dentro de los límites que la
orografía de la zona permite.
Llanes
y sus dirigentes, habían cerrado las puertas de la villa a la
ubicación de empresas por el bien del paisaje, preservándolo así
para disfrute de los veraneantes que asiduamente nos visitaban.
Imaginar cómo sería hoy Llanes si hubiese seguido el derrotero de
la industrialización, es fácil, pero no podemos saber si de esa
forma se hubiese evitado la emigración. Llanes, es hoy el resultado
de cuantos sufrimientos debieron pasar por dejar su terruño y tener
que adaptarse a una nueva cultura.
Aquella
emigración también había dejado una carencia de mano de obra en
las faenas primordiales del campo. Nadie sabía ni confiaba en que
aquello resultase fiable y, por tanto, nadie se deshacía de las
fincas ni del ganado que había que mantener a toda costa incluso de
sus escasos rendimientos. Con el desfase existente entre la peseta y
la moneda del país de emigración, se podía mantener en la
previsión de que aún hiciese falta echar mano de ella. El fantasma
de la guerra aún estaba presente. Aparte de eso, muchos de los
emigrados, no pudiendo adaptarse al trabajo que se les asignaba o a
la dificultad de la lengua, regresaban a sus viejas tareas y, en el
mejor de los casos, se acogieron al sector de la construcción
emergente.
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