viernes, 5 de diciembre de 2014

72.- Proyecto "Tieves"

En Lengua, tuvimos como profesores a Mª Teresa Carriles en segundo, Rodrigo Grossi Fernández en cuarto y en sexto, a D. Venancio, profesor de gran sensibilidad poética que nos hacía sentir la Literatura como lo que es: puro arte de la expresión. Era una etapa de nuestras vidas en la que el predominio de lo sensorial iba dejando espacio a la belleza estética y él contribuyó notablemente a despertarla en nosotros.
        En tercero descubrimos, con la buena pedagogía de D. Vicente Alonso Sánchez la lengua latina. Persona afable y de buen carácter, no obstante a duras penas podía perder los estribos cuando alguien se obstinaba en conseguirlo. Nos adentró en el mundo clásico con la intención de adornar la aridez que pudiera tener una lengua muerta, de la que yo tenía nítidos los cánticos y latines que aprendí cuando ayudaba de monago en misas y funerales.
      Venía de San Roque, donde su madre obtuvo la plaza de Maestra, a bordo de una preciosa motocicleta con cambio de pedales que aparcaba frente a la fachada principal del instituto en el que apenas aparcaban media docena de coches de otros profesores. En algunas ocasiones que lo sabíamos en clases alejadas del patio o en reuniones de claustro, solíamos arrancarla para dar una vuelta por los alrededores, de ello puede dar fe mi compañero y amigo Ángel Borbolla García que por ser vecino suyo tenía con él más trato, de lo cual yo me fiaba para el caso de que nos pillase “in fraganti”.
      Íntimamente relacionado con el aprendizaje del latín, me viene al recuerdo el nombre de mis vecinos del barrio, D. Amalio Penanes, natural de Pola de Lena que había llegado destinado como maestro a Parres donde contrajo matrimonio con María Galguera Noriega, prima carnal de mi abuelo materno, en la etapa de escolarización de mi padre, en el último tercio de la década de los veinte. En la época que narro, la de los sesenta, jubilado ya, D. Amalio dedicaba el tiempo a tareas en el huerto y a la previsión de leña para la cocina que apilaba metódicamente en manojos iguales atados con cuerdas. Con un caldero y una paleta recogía de los caminos cercanos a su casa los residuos secos que iban dejando las vacas y las caballerizas y que compostaba en una esquina del huerto junto con las cenizas y los restos del gallinero para usarlo como abono. Cuántas veces le acompañé en el atardecer, sentado en un tosco banco de piedra de su corralada para que me contara historias. En aquel rincón, bajo la sombra de un evónimo solía sestear y quedarse profundamente dormido hasta que sus grandes manos también dormidas dejaban deslizarse al libro que. leía. Yo lo sacaba de su sopor, porque me lo agradecía, si acudía donde él para que me explicara el significado de aquellas frases de Séneca que don Vicente nos había retado, más que obligado, a traducir. Cuando más niño, yo había jugado en la corralada de Dª María y D. Amalio, guiando un carrito de juguete con su borrico de rabo y crines de cordel. Compartieron conmigo la merienda, sus nietos Miguel Ángel, de mi misma edad y fallecido antes de los seis años y Mª Amalia, que su abuela les preparaba con pan y onza de chocolate.
      Para las Matemáticas tuve a D. Juan Antonio Rodríguez en segundo, Carmen Rosa de la Hera en tercero, a D. Luis Carrera en cuarto y en los dos cursos últimos cursos a D. Humberto Migoya, riosellano como De la Hera de la que había sido precisamente su profesor. Ninguno de estos profesores se amparó en la disciplina que impartía para ejercer el dominio sobre nuestras inquietas conductas, antes bien, lograron que entendiéramos al menos que se trataba de una asignatura importante por lo necesaria para nosotros fuera el que fuera el derrotero que tomásemos.
       Andaría yo por el cuarto curso centrado en mis segundos latines con D. Vicente cuando conocí a Dª Inés Villar Escandón, oriunda y vecina de Vidiago. No era digamos, una profesora de asignatura, pero en múltiples ocasiones nos acompañó los estudios en las horas libres de la semana. De ella me llegó por primera vez el conocimiento de las obras de Homero y los personajes, dioses y héroes que desfilan por la Iliada y la Odisea. En las tardes calurosas de verano, por el cansancio acumulado de la madrugada a por la comida de los animales y los tres viajes de ida, regreso y vuelta al instituto, me entraba el sopor mientras nos narraba historias de Jasón, Medea y los Argonautas, más que por falta de mi interés por el tema, a lo que influía en gran parte el calor y la dulce y melodiosa voz con que nos leía doña Inés.
   Si importantes fueron todos los profesores, no menos importancia tienen para mí los compañeros con los que compartí aula o centro de estudios. En cuarto, el último curso del bachiller elemental, destacaban en los del bachiller superior y Preu, alumnos como Juanjo Llamazares Martínez, Sotres y otros a quienes admiraba de verlos trajinar por los laboratorios de Física y Química de D. Andrés Álvarez Posada. Aquellos incipientes genios de la ciencia algo fraguaban, se decía por los corrillos del patio de recreo, pues se había producido alguna fisura en el bien guardado secreto que acabó por transcender al resto de alumnos, como reguero de pólvora.
El caso es que Juanjo, capitán del grupo o simplemente colaborador como los demás, se había embarcado en un proyecto de altura para los tiempos que corrían. Era ni más ni menos que la construcción y posterior lanzamiento de un cohete tripulado, el primero y único que se debió de proyectar en Llanes. Había sido bautizado como “Tieves” , nombre en clave que en su fase primera, el “Tieves I” había sido programado para ser lanzado en el campo de la Encarnación con motivo de la festividad de Santo Tomás, patrón de los estudiantes. Los Rusos habían desarrollado el "Spunik" y los americanos comenzaban con el "Apolo", aún en su fase experimental.
Así es que llegado el día “D”, dedicado a actividades culturales y deportivas, nos concentramos todos los alumnos en los aledaños del centro para ver en directo el insólito experimento que iba a llevarse a cabo por los alumnos de Física de D. Andrés. Tuvo lugar el lanzamiento a eso del mediodía en la campera que había delante de la fachada sur del edificio. Ante la sorpresa de todos los alumnos y profesores, aquel ingenio sobrepasó con creces la altura que todos esperábamos que alcanzara, dado su porte y peso. En su caída no hubo que lamentar incidente alguno como temíamos los incrédulos observadores que nos protegíamos bajo los aleros del tejado. Del sapo que lo tripulaba no se supo nada, pero se cree que debió de aterrizar sobre la maleza que había al lado del campo y que habría amortiguado el golpe.
De los prolegómenos conviene destacar que todo se fraguó en las clases de Física y Química de la que obtuvieron todo lujo de detalles para la fabricación de la pólvora necesaria para el proyecto, sin darse cuenta D. Andrés que el interés desplegado por sus pupilos iba más allá de la mera información. La obtención de los componentes químicos que escaseaban en el laboratorio no fue tampoco nada fácil por el volumen que necesitaban para tal experimento. Los fueron adquiriendo de las farmacias y droguerías en un constante goteo que llegó a extrañar a los licenciados, pero que acababan por entregárselos al jurar que eran enviados por D. Andrés, quien como ya dije, tampoco sospechaba nada. Por lo mismo no fue fácil convencer al director del Instituto, D. Ricardo Ruiz Rabre, pero al final consintió si de ello se responsabilizaba su profesor.

El “Tieves II”, sin tripulación, fue lanzado días después y logró mayor altura, como se dijo entonces, en las inmediaciones de los depósitos del agua en el sitio de Tieves, que daba nombre al experimento. La explosión fue sonada y eso conllevó algún problema con la autoridad municipal y la del cuartelillo de la Guardia Civil, pero todo quedó como quien dice, en casa, pues el peso de la regañina la llevó mi amigo Juanjo, cuando su padre llegó a casa, y colgó de la puerta la chaqueta y el tricornio a la hora de comer. 

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