En
Lengua, tuvimos como profesores a Mª Teresa Carriles en segundo,
Rodrigo Grossi Fernández en cuarto y en sexto, a D. Venancio,
profesor de gran sensibilidad poética que nos hacía sentir la
Literatura como lo que es: puro arte de la expresión. Era una etapa
de nuestras vidas en la que el predominio de lo sensorial iba dejando
espacio a la belleza estética y él contribuyó notablemente a
despertarla en nosotros.
En
tercero descubrimos, con la buena pedagogía de D. Vicente Alonso
Sánchez la lengua latina. Persona afable y de buen carácter, no
obstante a duras penas podía perder los estribos cuando alguien se
obstinaba en conseguirlo. Nos adentró en el mundo clásico con la
intención de adornar la aridez que pudiera tener una lengua muerta,
de la que yo tenía nítidos los cánticos y latines que aprendí
cuando ayudaba de monago en misas y funerales.
Venía
de San Roque, donde su madre obtuvo la plaza de Maestra, a bordo de
una preciosa motocicleta con cambio de pedales que aparcaba frente a
la fachada principal del instituto en el que apenas aparcaban media
docena de coches de otros profesores. En algunas ocasiones que lo
sabíamos en clases alejadas del patio o en reuniones de claustro,
solíamos arrancarla para dar una vuelta por los alrededores, de ello
puede dar fe mi compañero y amigo Ángel Borbolla García que por
ser vecino suyo tenía con él más trato, de lo cual yo me fiaba
para el caso de que nos pillase “in fraganti”.
Íntimamente
relacionado con el aprendizaje del latín, me viene al recuerdo el
nombre de mis
vecinos
del
barrio, D. Amalio
Penanes, natural
de Pola de Lena que
había
llegado destinado como maestro
a Parres
donde contrajo matrimonio con María Galguera Noriega, prima carnal
de mi abuelo materno, en la etapa de escolarización de mi padre, en
el último tercio de la década de los veinte. En la época que
narro, la de los sesenta, jubilado ya, D. Amalio dedicaba
el tiempo a
tareas
en
el huerto
y a la previsión
de
leña para
la cocina que
apilaba metódicamente
en
manojos iguales
atados
con cuerdas. Con
un caldero y una paleta recogía de los caminos cercanos a su casa
los residuos secos que iban dejando las vacas y las caballerizas y
que compostaba
en
una esquina del huerto junto
con las cenizas y los restos del gallinero para
usarlo como abono. Cuántas
veces le acompañé en el atardecer, sentado en un
tosco banco
de piedra de
su corralada para
que me contara historias. En aquel rincón, bajo
la sombra
de un evónimo solía
sestear y quedarse
profundamente dormido hasta que sus grandes
manos también
dormidas dejaban deslizarse al libro que. leía.
Yo lo sacaba de su sopor, porque
me
lo agradecía, si
acudía donde él para que
me explicara el significado
de aquellas frases
de Séneca que don Vicente nos había retado, más que obligado, a
traducir. Cuando
más niño, yo había jugado en la corralada de Dª María y D.
Amalio, guiando un carrito de juguete con su borrico de rabo y crines
de cordel. Compartieron
conmigo la merienda, sus nietos Miguel
Ángel, de
mi misma edad y fallecido antes de los seis años y
Mª Amalia, que
su abuela les preparaba
con pan
y
onza de chocolate.
Para
las Matemáticas tuve a D. Juan Antonio Rodríguez en segundo, Carmen
Rosa de la Hera en tercero, a D. Luis Carrera en cuarto y en los dos
cursos últimos cursos a D. Humberto Migoya, riosellano como De la
Hera de la que había sido precisamente su profesor. Ninguno de estos
profesores se amparó en la disciplina que impartía para ejercer el
dominio sobre nuestras inquietas conductas, antes bien, lograron que
entendiéramos al menos que se trataba de una asignatura importante
por lo necesaria para nosotros fuera el que fuera el derrotero que
tomásemos.
Andaría
yo por el cuarto curso centrado en mis segundos latines con D.
Vicente cuando conocí a Dª Inés Villar Escandón, oriunda y
vecina de Vidiago. No era digamos, una profesora de asignatura, pero
en múltiples ocasiones nos acompañó los estudios en las horas
libres de la semana. De ella me llegó por primera vez el
conocimiento de las obras de Homero y los personajes, dioses y héroes
que desfilan por la Iliada y la Odisea. En las tardes calurosas de
verano, por el cansancio acumulado de la madrugada a por la comida de
los animales y los tres viajes de ida, regreso y vuelta al instituto,
me entraba el sopor mientras nos narraba historias de Jasón, Medea y
los Argonautas, más que por falta de mi interés por el tema, a lo
que influía en gran parte el calor y la dulce y melodiosa voz con
que nos leía doña Inés.
Si
importantes fueron todos los profesores, no menos importancia tienen
para mí los compañeros con los que compartí aula o centro de
estudios. En
cuarto, el último curso del bachiller elemental, destacaban en los
del bachiller superior y Preu, alumnos como Juanjo Llamazares
Martínez, Sotres y otros a quienes admiraba de verlos trajinar por
los laboratorios de Física y Química de D. Andrés Álvarez Posada.
Aquellos incipientes genios de la ciencia algo fraguaban, se decía
por los corrillos del patio de recreo, pues se había producido
alguna fisura en el bien guardado secreto que acabó por transcender
al resto de alumnos, como reguero de pólvora.
El
caso es que Juanjo, capitán del grupo o simplemente colaborador como
los demás, se había embarcado en un proyecto de altura para los
tiempos que corrían. Era ni más ni menos que la construcción y
posterior lanzamiento de un cohete tripulado, el primero y único que
se debió de proyectar en Llanes. Había sido bautizado como “Tieves”
, nombre en clave que en su fase primera, el “Tieves I” había
sido programado para ser lanzado en el campo de la Encarnación con
motivo de la festividad de Santo Tomás, patrón de los estudiantes.
Los Rusos habían desarrollado el "Spunik" y los americanos
comenzaban con el "Apolo", aún en su fase experimental.
Así
es que llegado el día “D”, dedicado a actividades culturales y
deportivas, nos concentramos todos los alumnos en los aledaños del
centro para ver en directo el insólito experimento que iba a
llevarse a cabo por los alumnos de Física de D. Andrés. Tuvo lugar
el lanzamiento a eso del mediodía en la campera que había delante
de la fachada sur del edificio. Ante la sorpresa de todos los alumnos
y profesores, aquel ingenio sobrepasó con creces la altura que todos
esperábamos que alcanzara, dado su porte y peso. En su caída no
hubo que lamentar incidente alguno como temíamos los incrédulos
observadores que nos protegíamos bajo los aleros del tejado. Del
sapo que lo tripulaba no se supo nada, pero se cree que debió de
aterrizar sobre la maleza que había al lado del campo y que habría
amortiguado el golpe.
De
los prolegómenos conviene destacar que todo se fraguó en las clases
de Física y Química de la que obtuvieron todo lujo de detalles para
la fabricación de la pólvora necesaria para el proyecto, sin darse
cuenta D. Andrés que el interés desplegado por sus pupilos iba más
allá de la mera información. La obtención de los componentes
químicos que escaseaban en el laboratorio no fue tampoco nada fácil
por el volumen que necesitaban para tal experimento. Los fueron
adquiriendo de las farmacias y droguerías en un constante goteo que
llegó a extrañar a los licenciados, pero que acababan por
entregárselos al jurar que eran enviados por D. Andrés, quien como
ya dije, tampoco sospechaba nada. Por lo mismo no fue fácil
convencer al director del Instituto, D. Ricardo Ruiz Rabre, pero al
final consintió si de ello se responsabilizaba su profesor.
El
“Tieves II”, sin tripulación, fue lanzado días después y logró
mayor altura, como se dijo entonces, en las inmediaciones de los
depósitos del agua en el sitio de Tieves, que daba nombre al
experimento. La explosión fue sonada y eso conllevó algún problema
con la autoridad municipal y la del cuartelillo de la Guardia Civil,
pero todo quedó como quien dice, en casa, pues el peso de la
regañina la llevó mi amigo Juanjo, cuando su padre llegó a casa, y
colgó de la puerta la chaqueta y el tricornio a la hora de comer.
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