lunes, 29 de diciembre de 2014

77.- La emigración en la aldea

Nuestra idea primera era viajar a Alemania, animados por Ramón Amieva Sánchez que contaba ayudarnos a buscar trabajo una vez llegados allá.
En Hendaya antes de hacer trasbordo de tren, nos sentamos en un prado a dar cuenta de las provisiones que llevábamos desde casa en una bolsa de tela: huevos cocidos, una barra de salchichón, un queso curado y restos de la tortilla que aún quedaban en la fiambrera.
En nuestras respectivas maletas de cartón llevábamos poco más que un par de mudas de la ropa interior, varios pares de calcetines, dos o tres camisas, un jersey, una vieja gabardina, una bufanda y varios pañuelos. En el bolsillo, sujeto con un imperdible la cartera donde iba el carnet y el papel de emigración que debíamos presentar en las aduanas de los países por los que fuésemos pasando. Apenas unos billetes sisados de las jornadas de todo el año con la siega, la plantación y corta de bosques y otras tareas así, que al cambiarlos en las respectivas aduanas, fueron menguando, por el escaso valor de nuestra peseta con las monedas extranjeras.
Los altavoces de la cercana estación ferroviaria avisaron de la próxima salida del tren. No pudimos terminar con tranquilidad aquella improvisada comida campestre. Antes de tomar el tren, conocimos a otros paisanos de distintas localidades, tanto asturianas como de otras provincias, que llevaban como destino Ginebra en Suiza. Por lo que nos contaron en el tiempo de espera para la salida, notamos que las ventajas suyas con respecto al trabajo que les esperaba, eran superiores a las que a nosotros nos habían hablado de Alemania. No lo pensamos mucho ni nada y sobre la marcha decidimos modificar nuestro destino y les seguimos al andén en cuyo tablero ponía: Génève.
Una vez llegados a la estación de Kornavin, en Ginebra, nos bajamos. Allí había dos agentes de emigración que en casi perfecto español preguntaron quiénes iban de España con destino a Suiza. Varios viajeros nos acercamos con cierto recelo, mientras éramos atentamente observados por ellos. Nos mandaron acompañarles. Uno de aquellos agentes, especie de policía secreta, abrió paso a la comitiva en tanto que su compañero cerraba la marcha tras nosotros. Bajamos las anchas escaleras y nos llevaron a un local donde una chica, que también hablaba a la perfección nuestra lengua, pues era claramente española, o al menos eso me pareció, se encargó de anotar todos los datos personales que nos preguntó y quiso también saber cuál era nuestra especialidad de trabajo u oficio en España.
Llevábamos bien aprendida la lección. Tata nos había encomendado que en Alemania dijéramos que éramos hoteleros, porque era un trabajo llevadero, pero que por nada del mundo se nos ocurriera decir ganaderos o agricultores. Cuando al fin me tocó a mí decir el oficio, dije también hotelero, sin saber ni por lo más remoto en qué consistía aquel trabajo. Como los que me precedieron ya habían dicho lo mismo, a la chica le escamó que fuese demasiada coincidencia que todos tuviésemos un hotel en España. Nos dijo no haber más plazas de hoteleros. Así es que, sin otra posibilidad de elección, me ofreció un trabajo en el campo que acepté sin rechistar y hasta con agrado, porque de ese trabajo yo estaba seguro de saber bastante. Y lo cierto es que no me fue nada mal en aquel mi primer destino. Nadie pretendía otra cosa, por supuesto, más que mejorar en lo laboral y a fe que lo conseguí de buenas a primeras.

La chica hizo unas cuantas llamadas por teléfono y en cuestión de pocos minutos se presentaron otros hombres que habrían de ser nuestros patrones. Los dos compañeros que pasaron delante de mí fueron destinados a sendos hoteles. A mí, en cambio, me llevaron destinado a una explotación agrícola en la que por temporada del año me dedicarían a la plantación intensiva de lechugas. Al que me seguía en la espera, el cuarto de nuestro grupo de vecinos le vino a recoger su patrón, que era extremadamente alto y con aspecto de boxeador. El pobre fue llevado a una granja donde se criaba una piara de más de un centenar de orondas cochinas. Su trabajo consistió en cebarlas y bañarlas hasta dejarlas como patenas. A Manuel no le gustaban para nada aquella compañía, incluida la del patrón con el que no hubo manera de entenderse ni por señas, pero mucho menos la presencia del enorme berrón al que tuvo que acabar lavando su propio dueño.

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