domingo, 16 de noviembre de 2014

69.- Primeros profesores

 Revisando la documentación académica de estos años de bachiller, encuentro que Bartolomé Taltavull fue Director en el curso inicial 1962/63; dejó estampada su firma en mi libro de expediente académico en la diligencia de matrícula, exámenes de Ingreso y 1º a los que me presenté por libre en septiembre. Ocupaba la Secretaría D. Eduardo Peralta, además de ser el profesor de Lengua y Latín.
Para el examen de Ingreso tuve a D. Ricardo Ruiz Rabre para el aspecto lingüístico; D. Andrés Álvarez Posada en el área de Ciencias y Matemáticas y D. Manuel Llanes Amor para lo relacionado con el aspecto de la Religión, que había llegado de la parroquia de Langreo a la de Llanes como sacerdote para las parroquias de Parres y Porrúa.
Me resulta complicado desentrañar y menos expresar en estas líneas la cantidad de recuerdos que aún conservo de cada uno de los profesores con quienes estudié tantas horas de mi etapa de la adolescencia. Mucho más complicado resultaría definir las aportaciones particulares de cada uno de ellos que hayan influido, tanto en la personalidad como en la dedicación que elegí en la función docente. Intentaré plasmar aquellos recuerdos que en mí dejaron con leves pinceladas en las que se muestre la parte más humana de cada uno de ellos y con las limitaciones de mi torpe verbo.
De D. José Purón Sotres sólo lo recuerdo en el examen de primero. Me pidió que le dibujara una manzana y yo, con los nervios y las prisas que daba el corto tiempo de que disponíamos para ejecutar el dibujo a lápiz, me parecieron que los resultados se inclinaban más al parecido con una pera, al mostrársela me la jugué al todo o nada y le aclaré que había querido dibujar una mingana.



                                                                D. José Purón Sotres

Pasados tan sólo seis años desde este único encuentro con Purón, casualmente al regreso de la Escuela de Magisterio por la Calle Asturias, me fijo que en el escaparate de una tienda de muebles se anuncia en un caballete uno de sus óleos. Porque estaba cerrado, decido volver de tarde. Me quedaba de pensión en un piso de la prolongación Fray Ceferino, en el piso de Josefina la hermana de Pepín el del Bar “La Gloria”. Me quedaba lejos, pero merecía la pena si tenía la oportunidad de saludar al artista paisano de La Llavandera, en Pancar. Entré y la chica encargada del establecimiento me indicó la escalera que daba al bajo donde se ubicaba la “Sala Nogal”. Allí estaba D. José Purón leyendo. Cuando sintió que alguien bajaba, levantó la vista y contestó a mi saludo. Me presenté como antiguo alumno suyo del dibujo de 1º en el Instituto. Dejó el libro que leía sobre la silla y me siguió en el corto recorrido por la sala mientras me iba explicando los detalles más significativos de cada cuadro. De uno resaltaba la técnica de la pincelada; de otro el paisaje llanisco representado, de todos abundaba en sus recuerdos de juventud por las pomaradas y parajes de Pancar y de la Portilla que tanto le complacían. Con el trato tan amable dispensado me animó a visitar otras salas habituales por la capital. Cerca de allí visitaba periódicamente la sala “Juan Gris”, junto a la Comisaría de la Policía Nacional. Resultaba más interesante aprender del arte pictórico si a la vez tenía la ocasión de charlar con el autor a pie de obra.

En el siguiente curso, primero de mi matrícula oficial, 1963/64 tomaría las riendas de la Dirección del Centro D. Ricardo Ruiz Rabre que continuaría en el cargo hasta el curso 1966/67 cuando hizo el traslado al Instituto Alfonso IX de Oviedo y sería sustituido por D. Francisco Sanz, profesor de Griego, ocupando la Secretaría D. David Ruiz González, además de la plaza como Profesor de Historia. En mi último curso, 68/69, firma como Secretario del Instituto D. Teófilo Rodríguez Neira, profesor de Filosofía.
D. Ángel Boue, fue nuestro profesor de dibujo en tercero. Era otro artista y no lo supe hasta años después que encontré alguna referencia de su obra. Nos hacía gracia su enteca figura que a duras penas soportaba la larga gabardina que le protegía del crudo invierno. Lo recuerdo llegando al instituto en desigual lucha por su poco peso con el vendaval que se había desatado. A su paso por entre las mesas dejaba tras de sí un olor acre a nicotina que sus huesudos y amarillentos dedos delataban a las claras. En clase, como hacían algunos otros profesores, que no digo todos, fumaba y la humareda de los “Ideales” encubría otra que desde los últimos bancos del aula producían dos compañeros que apuraban a medias un “Celta”. El resquicio dejado en el cierre de la ventana hubiera servido para pasar desapercibida la fumata, pero al expeler la saliva que el tabaco les producía lo hicieron a la calle, cerca de la subida lateral por las escalinata. En los pocos segundos necesarios para la caída de un cuerpo sujeto a la Ley de Gravitación Universal, a los que se debe añadir los segundos de asombro y reacción en cualquier persona cuando comprueba indignado que lo que acaba de caer en su calva no es precisamente agua de los canalones, llegaron hasta nuestros oídos los exabruptos del afectado y añadiendo los que se tarda en subir las escalinatas de entrada, cruzar el zaguán y subir de dos en dos los peldaños hasta el segundo piso donde nos encontrábamos, fue lo que tardó en escucharse como el estruendo de un tornado que dejó en nuestra memoria la impronta de un rostro alterado; el del Sr. Plaza, enmarcado en el dintel de la puerta.
D. Ángel que no entendía en un principio la situación, acabó comprendiendo cuando le explicó con detalles desde el principio lo ocurrido al profesor de Gimnasia. Él mismo se percató de la apertura dejada en la única ventana abierta de la clase por la que, a manotazos, los dos alumnos habían intentado reconducir los últimos vestigios del humo y colilla. Sin dudarlo, para evitar que el castigo recayese en otro compañero, pues el afectado amenazó con sacar a sorteo de lista a cuatro posibles culpables si alguien no cantaba. Angelín Cue se levantó y confesó haber escupido para deshacerse de los fluidos provocados por el catarro que padecía, mientras emitía sonoros carraspeos y toses que no convencieron demasiado, pues creo recordar que le privaron de las clases varios días y la consiguiente pérdida de puntos de la cartilla de notas. Lo recuerdo con el afecto que todos sentíamos por él y por gestos como este que cuento, que lo hacían ser un buen compañero.
D. Ángel nos había mandado hacer con las pinturas “Dacs” un trabajo para después de las Navidades en el que debíamos plasmar alguna actividad del entorno. Me puse a la tarea con verdadero entusiasmo y sobre una hoja del cuaderno de dibujo representé el torso de un campesino con chaleco y barba de varios días.
Nos lo recogió en la primera clase de enero. Me llamó a la salida de la clase para decirme que le había gustado la plasticidad y el cromatismo tan en consonancia con la adusta figura de “El campesino” como así lo había yo titulado. Me comentó la posibilidad de ir a estudiar a la Academia de S. Fernando, para lo que él se preocuparía de ayudarme con la solicitud de beca y matrícula. Me pidió que lo comentase en casa, como así hice, pero el desconocimiento y la falta de medios, hizo que todo quedase en una anécdota y en un camino por el que no quise andar.



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