domingo, 2 de noviembre de 2014

66.-Apertura del curso


Era el día de apertura del curso. Me había puesto la mejor ropa de la que disponía y los zapatos de mi padre a pesar de que me apretaban un poco. Apenas me entraba el desayuno con los nervios que sentía por empezar los nuevos estudios. Me habían dado la fecha y el horario en la Secretaría cuando realicé la matrícula y también la lista de libros que iba a necesitar. 
Debía pasar por la Librería de Joaquina o la de Antonio Maya por recogerlos en la que primero llegaran. Pero las clases aún no comenzaban, tan sólo se trataba de la Apertura del curso con una misa de inauguración, presentación de los profesores y también una forma de ir conociendo a los que habrían de ser mis compañeros de clase, me había explicado mi prima Tere que tanto en estudios como en edad me sacaba ventaja. 
Cuando llegué al Instituto, después de haber hecho en menos de media hora los tres kilómetros que lo separaban de mi casa, no aguantaba las rozaduras que me habían hecho en el talón los zapatos prestados de mi padre.
Delante del edificio se concentraban las alumnas y los alumnos de todas las edades. No me imaginé que seríamos tantos. Pronto comencé a ver alguna cara conocida del Colegio La Arquera. También habían venido algunos padres con los más jóvenes, pues la edad de comienzo del Bachiller era desde los diez años. 
Se distinguían los nuevos alumnos como yo por el retraimiento y el silencio que guardaban, frente a los veteranos que parecían estar en su salsa. 
Ese día fue el inicio de nuevas amistades que se consolidarían a lo largo de todos los años que siguieron, además del trato con un cuadro de profesores que incidieron en mi vida: unos y otros junto con el aprendizaje y conocimiento de nuevas materias de estudio, configuraron para bien o para mal mi personalidad de adulto. 
A Jesús Abad, Miguel A. Bilbao, Tino Burgos, Juan Alberto Pintado, Javier Concha, Manuel Espina, Paquín Barro, Javier González, los hermanos Frade, Javier Ojeda, Tarno, y tantos otros de los que mi memoria no me deja más que la imagen de sus caras o singulares gestos y sobre manera el gran Pablo Ardisana, todos ellos con los que compartí cientos de horas en los recreos o las clases sin profesor, en el campo de la Encarnación y por los acantilados del San Pedro donde preparábamos para los exámenes o discutíamos sobre temas variados, tanto daba si eran de Filosofía, Física o Religión. Nos unía a todos el afán por salir adelante, aprovechar el tiempo y el esfuerzo puesto en nuestras casas y ganar la partida a nuestro futuro inmediato.
Pidieron silencio desde el alto de la escalinata de entrada y nos dijeron que debíamos ir a misa para regresar luego al Instituto.
Oída la misa en la basílica y el sermón de don Gil y ya ante la escalinata del edificio nos hicieron entrar al salón de actos en una piña que se fue deshaciendo a medida que los que nos precedían encontraban asiento.
Los asientos de atrás ya estaban todos ocupados por lo que fui impelido, pasillo central adelante, hasta que di con una plaza vacía a media distancia del escenario. Por más que busqué esta vez no encontré ni una cara conocida. 
En el otro lado del pasillo, un nutrido grupo de alumnas del colegio de monjas totalmente uniformadas de azul marino y gris, levantaban un murmullo de voces y ruidos de las banquetas que subían y volvían a bajar para dejar paso a las que se habían retrasado en la entrada.  
Los pasillos laterales se llenaron con gente que tuvo que permanecer de pie. Por la escalerilla de acceso al escenario fueron subiendo los profesores, el director D. Ricardo Ruiz Rabre y, no podía faltar, el arcipreste D. Gil Garanzaín que ocupo al lado del director el centro de la mesa. 
Me alegré al ver ocupar asiento entre los profesores D, Manuel Fernández, mi último maestro en Parres y al Hno. Pedro González, director del Colegio La Arquera, verdaderos artífices de mi asistencia entre los alumnos en aquel segundo curso desde la apertura del Instituto de Enseñanza Media de Llanes.
Tomó la palabra el director y a continuación el párroco. Supongo, ya que no lo recuerdo bien su discurso, cada uno se centraría en los aspectos propios de su ministerio. El primero nos animó a estudiar y aprender con el fin de que “el día de mañana llegásemos a ser hombres y mujeres de provecho”, frase muy socorrida para los orientadores y tutores escolares que oiría como letanía durante tanto tiempo de contacto con la escuela. 
¿Querrían decir que quienes no estudiaron no llegaron a ser de provecho? No tengo por menos de acordarme de tantos como habían empezado a ganarse el sustento, en el campo o en la mar, picando en una cantera o colgados de los andamios o de quienes acompañaron a sus padres camino de lejanas tierras. Gracias a todos ellos, me honro en reconocerlo, les debemos el ser de provecho
No fue el régimen político quien levantó el país de las cenizas y la escombrera, que nadie se confunda, sino la clase obrera, nuestros padres, quienes hicieron el gran esfuerzo por que no corriéramos la misma suerte que tuvieron ellos. A veces, utilizamos las frases estereotipadas sin pensar en su significado.
El cura centró su discurso en las relaciones espirituales del estudio con la transcendencia del ser humano y nos habló de la obediencia a nuestros profesores como representantes de los padres allí en el Instituto.
Cumplido el tiempo de sermones, tomó la palabra el director y dijo que se procedería a la entrega de diplomas de honor a quienes habían obtenido los mejores resultados en la prueba de ingreso. 
No podría decir ahora si fui el primero a quien nombró o si hubo antes otro. El caso es que cuando escuché mi nombre y vi cómo la gente de delante se volvía para tratar de reconocer al premiado, sentí como si el mundo se me hubiese venido encima y no me permitiese despegar del asiento, por el contrario, me hundió más en él. 
Tuvo que repetir mi nombre y entonces ya no esperé más. Cuánto primero saliese mejor. Respirando hondo para calmar los fuertes latidos me levanté y recorrí el corto trayecto que me pareció larguísimo hasta el estrado. Me entregó el diploma el propio director y me estrechó la mano el párroco como quedó reflejado en la foto que días después retiré del expositor que pusieron en la entrada del Instituto. Se puede ver en ella congelado el momento en que recogía el diploma y la cara de satisfacción del hermano Pedro que sonreía o aguantaba, no lo sabré nunca, la emoción de verme entre los premiados.


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