Era el día de apertura del
curso. Me había puesto la mejor ropa de la que disponía y los
zapatos de mi padre a pesar de que me apretaban un poco. Apenas me
entraba el desayuno con los nervios que sentía por empezar los
nuevos estudios. Me habían dado la fecha y el horario en la
Secretaría cuando realicé la matrícula y también la lista de
libros que iba a necesitar.
Debía pasar por la Librería de Joaquina
o la de Antonio Maya por recogerlos en la que primero llegaran. Pero
las clases aún no comenzaban, tan sólo se trataba de la Apertura
del curso con una misa de inauguración, presentación de los
profesores y también una forma de ir conociendo a los que habrían de ser mis compañeros de clase, me había explicado mi prima Tere
que tanto en estudios como en edad me sacaba ventaja.
Cuando llegué
al Instituto, después de haber hecho en menos de media hora los tres
kilómetros que lo separaban de mi casa, no aguantaba las rozaduras
que me habían hecho en el talón los zapatos prestados de mi padre.
Delante del edificio se
concentraban las alumnas y los alumnos de todas las edades. No me
imaginé que seríamos tantos. Pronto comencé a ver alguna cara
conocida del Colegio La Arquera. También habían venido algunos
padres con los más jóvenes, pues la edad de comienzo del Bachiller
era desde los diez años.
Se distinguían los nuevos alumnos como yo
por el retraimiento y el silencio que guardaban, frente a los
veteranos que parecían estar en su salsa.
Ese día fue el inicio de
nuevas amistades que se consolidarían a lo largo de todos los años
que siguieron, además del trato con un cuadro de profesores que
incidieron en mi vida: unos y otros junto con el aprendizaje y conocimiento de nuevas materias de estudio, configuraron para bien o
para mal mi personalidad de adulto.
A Jesús Abad, Miguel A. Bilbao,
Tino Burgos, Juan Alberto Pintado, Javier Concha, Manuel Espina,
Paquín Barro, Javier González, los hermanos Frade, Javier Ojeda,
Tarno, y tantos otros de los que mi memoria no me deja más que la
imagen de sus caras o singulares gestos y sobre manera el gran Pablo
Ardisana, todos ellos con los que compartí cientos de horas en los
recreos o las clases sin profesor, en el campo de la Encarnación y por
los acantilados del San Pedro donde preparábamos para los exámenes o
discutíamos sobre temas variados, tanto daba si eran de Filosofía, Física o Religión. Nos unía a todos el afán por salir
adelante, aprovechar el tiempo y el esfuerzo puesto en nuestras
casas y ganar la partida a nuestro futuro inmediato.
Pidieron silencio desde el
alto de la escalinata de entrada y nos dijeron que debíamos ir a
misa para regresar luego al Instituto.
Oída la misa en la basílica y el sermón de don Gil y ya ante la escalinata
del edificio nos hicieron entrar al salón de actos en una piña que
se fue deshaciendo a medida que los que nos precedían encontraban
asiento.
Los asientos de atrás ya
estaban todos ocupados por lo que fui impelido, pasillo central
adelante, hasta que di con una plaza vacía a media distancia del
escenario. Por más que busqué esta vez no encontré ni una cara
conocida.
En el otro lado del pasillo, un nutrido grupo de alumnas del colegio de monjas totalmente uniformadas de azul marino y gris, levantaban un murmullo
de voces y ruidos de las banquetas que subían y volvían a bajar
para dejar paso a las que se habían retrasado en la entrada.
Los
pasillos laterales se llenaron con gente que tuvo que permanecer de
pie. Por la escalerilla de acceso al escenario fueron subiendo los
profesores, el director D. Ricardo Ruiz Rabre y, no podía faltar, el
arcipreste D. Gil Garanzaín que ocupo al lado del director el
centro de la mesa.
Me alegré al ver ocupar
asiento entre los profesores D, Manuel Fernández, mi último maestro en Parres y al Hno. Pedro González, director del Colegio La Arquera,
verdaderos artífices de mi asistencia entre los alumnos en aquel
segundo curso desde la apertura del Instituto de Enseñanza Media de
Llanes.
Tomó la palabra el director y
a continuación el párroco. Supongo,
ya que no lo recuerdo bien su
discurso, cada uno se
centraría en los aspectos propios de su ministerio. El primero nos
animó a estudiar y aprender con el fin de que “el
día de mañana llegásemos a ser hombres y mujeres de provecho”,
frase muy socorrida para los orientadores y tutores escolares que
oiría como letanía durante tanto tiempo de contacto con la escuela.
¿Querrían decir que quienes no estudiaron no llegaron a ser de
provecho? No
tengo por menos de acordarme de tantos como habían empezado a
ganarse el sustento, en el campo o en la mar, picando en una cantera
o colgados de los andamios o de quienes acompañaron a sus
padres camino de lejanas tierras. Gracias a todos ellos, me honro en
reconocerlo, les debemos el ser
de provecho.
No fue el régimen político quien levantó el país de las
cenizas y la escombrera, que nadie se confunda, sino la clase
obrera, nuestros padres, quienes hicieron el gran esfuerzo por que no
corriéramos la misma suerte que tuvieron ellos. A veces, utilizamos
las frases estereotipadas sin pensar en su significado.
El cura
centró su discurso en las relaciones espirituales del
estudio con la transcendencia del ser humano y nos habló de la
obediencia a nuestros profesores como representantes de los padres
allí en el Instituto.
Cumplido el tiempo de
sermones, tomó la palabra el director y dijo que se procedería a la
entrega de diplomas de honor a quienes habían obtenido los mejores
resultados en la prueba de ingreso.
No podría decir ahora si fui el
primero a quien nombró o si hubo antes otro. El caso es que cuando
escuché mi nombre y vi cómo la gente de delante se volvía para
tratar de reconocer al premiado, sentí como si el mundo se me
hubiese venido encima y no me permitiese despegar del asiento, por el
contrario, me hundió más en él.
Tuvo que repetir mi nombre y
entonces ya no esperé más. Cuánto primero saliese mejor.
Respirando hondo para calmar los fuertes latidos me levanté y
recorrí el corto trayecto que me pareció larguísimo hasta el
estrado. Me entregó el diploma el propio director y me estrechó la
mano el párroco como quedó reflejado en la foto que días
después retiré del expositor que pusieron en la entrada del
Instituto. Se puede ver en ella congelado el momento en que recogía el
diploma y la cara de satisfacción del hermano Pedro que sonreía o
aguantaba, no lo sabré nunca, la emoción de verme entre los
premiados.
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