domingo, 16 de noviembre de 2014

70.- Delegado de curso

 La misma emoción, estoy seguro, la sentí yo en la clausura de los cursos de Bachiller y demás ciclos formativos del Instituto, a la que asistí para la graduación de mi segundo hijo. Hay personas a quienes les agrada este tipo de actos y disfrutan como si asistieran a un espectáculo más. Otras, en cambio, lo vivimos con demasiada carga emocional; lo pude comprobar reflejado en sus caras. Como en el pase de una película me vino a la memoria aquel otro momento vivido por mí en la misma edad, a la misma edad yo me encontraba terminando el 4º curso del Bachillerato Elemental. Varían ostensiblemente las circunstancias, claro está.
Estos chicos y chicas son ya bachilleres y dentro de cuatro meses están ya en las respectivas Facultades de la Universidad. Hay entre su generación y la mía, aparte de la edad otras diferencias más importantes. Ahora disponen de más y mejores medios. Así debe ser, para eso está el progreso. Cabe esperar que cuando acaben sus estudios, los que sean, saquen de sus conocimientos el provecho personal tanto como el del resto de habitantes de esta bola finita en la que viajamos por el Universo.
En mi época, el normal comienzo del bachiller se hacía a los diez años tras pasar la prueba de ingreso. Así pues, en mi aula, la mayoría de los compañeros de pupitre eran aún niños de aproximadamente once, doce años, frente a los quince recién cumplidos por mí, cosa que me preocupaba. Visto ahora, me parece nimia esta diferencia de edad, aparte que gozaba de alguna ventaja con tener más edad que la mayoría.
Los caminos a Llanes no eran del todo transitables como ahora. En aquellos poco más de tres kilómetros de carretera se daba todo tipo de obstáculos que variaban con la climatología y estaciones del año. Si llovía, el recién estrenado “Pulligan” con que me resguardaba, que había sustituido con acierto al rígido traje de aguas, cuando no llovía demasiado, en cambio en las intensas lluvias me aumentaba las mojaduras sobre las perneras de mi pantalón de mahón y mis chirucas. Sacudía el plexiglás al bajarme de la bicicleta y corría a integrarme en el grupo de amigos que esperaban en el zaguán de entrada. Los compañeros que llegaban de la misma villa, llegaban despacio, seca la ropa bajo el paraguas y sus brillantes zapatos, recién bruñidos por la mamá, no dejaban ninguna huella en el suelo del terrazo.
En la clase de 2º A me correspondió uno de los dos pupitres delanteros de la fila del medio, tan cerca del encerado como de la puerta. A lo largo de la mañana y después en la tarde se presentaron casi todos los profesores que habríamos de tener para todo el curso.
Aparte de Mª Teresa Carriles de Lenguaje y D. Andrés Moral de Gimnasia que ya cité, acudió Beatriz R. Zapico para las clases de Francés, D. Manuel Llanes Amor de Religión, D. Jesús García Llerandi de F.E.N., Juan Antonio Rodríguez para las Matemáticas, Ramona Minguet en Geografía. Mª Teresa Carriles además de profesora de Lengua, resultó ser nuestra tutora, cargo académico que desconocía yo hasta que nos explicó sus funciones como tal. Pasó lista para conocernos uno a uno a lo que respondíamos muy tímida o educadamente con un “servidor”, a la vez que alzábamos una mano y hacíamos ademán de levantarnos. A continuación le contábamos la edad y procedencia con lo que ella tuvo idea para nombrar un Delegado y un Subdelegado del curso. Repasó con la mirada las filas y al posarla sobre mí, por estar más cerca de ella y verme mayor, fue como quedé nombrado para el cargo, mientras aclaraba sin ambages que era el que le parecía “más responsable de todos”, y que yo interpreté sin dudarlo por “el mayor”.
La función de Delegado no era tan grata como se pueda alguien imaginar. Pasábamos lista para el control de las faltas que llevaban todos los profesores, íbamos a otra clase a buscar tiza si es que no funcionaba el timbre de llamar al bedel, vaciábamos la papelera y lo peor de todo era anotar en el encerado o en un papel a los más revoltosos cuando quedábamos solos sin profesor, en las horas de estudio o hasta que llegase el siguiente.
Yo abría la puerta para sentir sus pasos y cuando escuchaba los tacones lejanos retumbar en el angosto pasillo, borraba del encerado los nombres allí anotados y me sentaba en mi sitio como si no hubiese pasado nada. La mayoría de las veces así funcionaba todo bien, pero en cierta ocasión en que el relajo había sido sonado en todas las aulas contiguas, llegó de súbito y de humor pésimo el entonces a la sazón Secretario del Centro, Eduardo Peralta y que por no usar tacones, apenas me dio tiempo de borrar la lista de nombres y cruces de los apuntados en el encerado. Preguntó por el delegado del curso. Me levanté y me pidió el nombre de los tres más alborotadores. Si hubiera visto el encerado habría observado que con las prisas, aún se podían leer los nombres mal borrados. Tanto como él insistía en que le diera tres nombres yo me emperré en negarle la mayor y decirle que en nuestra clase nadie había alborotado y que como podía ver todo el mundo repasaba sus lecciones. Así que, pagué con un punto de conducta, la de los demás. En la última página de la cartilla de notas trimestrales venían diez números en casillas amarillas troqueladas que te iban retirando en los casos de indisciplina o retraso en la entrada. El primer trimestre cuando llegué a casa, tuve que explicar a mis padres el motivo de que sólo conservase nueve. Si llegasen a perder los cinco primeros, tendría que abonar media matrícula y eso sería tremendo.
Creo que con mi silencio, al menos me gané el afecto de mis compañeros de aula y me sirvió además para controlar este tipo de situaciones comprometidas.



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