La
misma emoción, estoy seguro, la sentí yo en la clausura de los
cursos de Bachiller y demás ciclos formativos del Instituto, a la
que asistí para la graduación de mi segundo hijo. Hay personas a
quienes les agrada este tipo de actos y disfrutan como si asistieran
a un espectáculo más. Otras, en cambio, lo vivimos con demasiada
carga emocional; lo pude comprobar reflejado en sus caras. Como en el
pase de una película me vino a la memoria aquel otro momento vivido
por mí en la misma edad, a la misma edad yo me encontraba terminando
el 4º curso del Bachillerato Elemental. Varían ostensiblemente las
circunstancias, claro está.
Estos
chicos y chicas son ya bachilleres y dentro de cuatro meses están ya
en las respectivas Facultades de la Universidad. Hay entre su
generación y la mía, aparte de la edad otras diferencias más
importantes. Ahora disponen de más y mejores medios. Así debe ser,
para eso está el progreso. Cabe esperar que cuando acaben sus
estudios, los que sean, saquen de sus conocimientos el provecho
personal tanto como el del resto de habitantes de esta bola finita en
la que viajamos por el Universo.
En
mi época, el normal comienzo del bachiller se hacía a los diez años
tras pasar la prueba de ingreso. Así pues, en mi aula, la mayoría
de los compañeros de pupitre eran aún niños de aproximadamente
once, doce años, frente a los quince recién cumplidos por mí, cosa
que me preocupaba. Visto ahora, me parece nimia esta diferencia de
edad, aparte que gozaba de alguna ventaja con tener más edad que la
mayoría.
Los
caminos a Llanes no eran del todo transitables como ahora. En
aquellos poco más de tres kilómetros de carretera se daba todo tipo
de obstáculos que variaban con la climatología y estaciones del
año. Si llovía, el recién estrenado “Pulligan” con que me
resguardaba, que había sustituido con acierto al rígido traje de
aguas, cuando no llovía demasiado, en cambio en las intensas lluvias
me aumentaba las mojaduras sobre las perneras de mi pantalón de
mahón y mis chirucas. Sacudía el plexiglás al bajarme de la
bicicleta y corría a integrarme en el grupo de amigos que esperaban
en el zaguán de entrada. Los compañeros que llegaban de la misma
villa, llegaban despacio, seca la ropa bajo el paraguas y sus
brillantes zapatos, recién bruñidos por la mamá, no dejaban
ninguna huella en el suelo del terrazo.
En
la clase de 2º A me correspondió uno de los dos pupitres delanteros
de la fila del medio, tan cerca del encerado como de la puerta. A lo
largo de la mañana y después en la tarde se presentaron casi todos
los profesores que habríamos de tener para todo el curso.
Aparte
de Mª Teresa Carriles de Lenguaje y D. Andrés Moral de Gimnasia que
ya cité, acudió Beatriz R. Zapico para las clases de Francés, D.
Manuel Llanes Amor de Religión, D. Jesús García Llerandi de
F.E.N., Juan Antonio Rodríguez para las Matemáticas, Ramona Minguet
en Geografía. Mª Teresa Carriles además de profesora de Lengua,
resultó ser nuestra tutora, cargo académico que desconocía yo
hasta que nos explicó sus funciones como tal. Pasó lista para
conocernos uno a uno a lo que respondíamos muy tímida o
educadamente con un “servidor”, a la vez que alzábamos una mano
y hacíamos ademán de levantarnos. A continuación le contábamos la
edad y procedencia con lo que ella tuvo idea para nombrar un Delegado
y un Subdelegado del curso. Repasó con la mirada las filas y al
posarla sobre mí, por estar más cerca de ella y verme mayor, fue
como quedé nombrado para el cargo, mientras aclaraba sin ambages que
era el que le parecía “más responsable de todos”, y que yo
interpreté sin dudarlo por “el mayor”.
La
función de Delegado no era tan grata como se pueda alguien imaginar.
Pasábamos lista para el control de las faltas que llevaban todos los
profesores, íbamos a otra clase a buscar tiza si es que no
funcionaba el timbre de llamar al bedel, vaciábamos la papelera y lo
peor de todo era anotar en el encerado o en un papel a los más
revoltosos cuando quedábamos solos sin profesor, en las horas de
estudio o hasta que llegase el siguiente.
Yo
abría la puerta para sentir sus pasos y cuando escuchaba los tacones
lejanos retumbar en el angosto pasillo, borraba del encerado los
nombres allí anotados y me sentaba en mi sitio como si no hubiese
pasado nada. La mayoría de las veces así funcionaba todo bien, pero
en cierta ocasión en que el relajo había sido sonado en todas las
aulas contiguas, llegó de súbito y de humor pésimo el entonces a
la sazón Secretario del Centro, Eduardo Peralta y que por no usar
tacones, apenas me dio tiempo de borrar la lista de nombres y cruces
de los apuntados en el encerado. Preguntó por el delegado del curso.
Me levanté y me pidió el nombre de los tres más alborotadores. Si
hubiera visto el encerado habría observado que con las prisas, aún
se podían leer los nombres mal borrados. Tanto como él insistía en
que le diera tres nombres yo me emperré en negarle la mayor y
decirle que en nuestra clase nadie había alborotado y que como podía
ver todo el mundo repasaba sus lecciones. Así que, pagué con un
punto de conducta, la de los demás. En la última página de la
cartilla de notas trimestrales venían diez números en casillas
amarillas troqueladas que te iban retirando en los casos de
indisciplina o retraso en la entrada. El primer trimestre cuando
llegué a casa, tuve que explicar a mis padres el motivo de que sólo
conservase nueve. Si llegasen a perder los cinco primeros, tendría
que abonar media matrícula y eso sería tremendo.
Creo
que con mi silencio, al menos me gané el afecto de mis compañeros
de aula y me sirvió además para controlar este tipo de situaciones
comprometidas.
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