En
2º tuvimos a Mª Teresa Carriles en las clases de Lengua y su forma
de enseñar y su dulce voz nunca salida de tono hizo que me atrajera
especialmente esta disciplina desde entonces. Años después,
estando de profesor en Panes, me enteré de que pasaba temporadas en
Narganes y allí fui a saludarla.
No
recuerdo ya la fecha, pero fue al final del segundo curso, primer año
de asistencia al centro, cuando logré tener la primera bicicleta.
Era una BH negra de barra y frenos de varillas que fui a buscar al
taller de José Ramón “El Moli” en el barrio del Cotiellu. Con
ella los trayectos se me hicieron más cortos y se ampliaron
considerablemente los límites geográficos de mi entorno.
Las
1.275 ptas que costó supusieron, a buen seguro, un desajuste en la
economía familiar si pensamos que mi padre ganaba entonces alrededor
de las cien pesetas diarias de jornal, habría de estar dos semanas
completas trabajando ciento cuarenta horas. Antes de guardarla en el
estregal de la casa, la limpiaba con un paño sin dejar ni la menor
mota de barro en los radios. Era el mejor regalo que en mi vida me
habían hecho. Por eso todo, en el comienzo del nuevo curso, el mayor
terror mío era dejarla al alcance de cualquiera que pasase. Los
primeros días la dejaba debajo de los cobertizos que tenía la
Escuela Graduada de Llanes, por detrás junto al campo abierto que
rodeaba el instituto.
Eso
sí, desde las ventanas de mi aula, la vigilaba. Le echaba alguna
mirada en los cambios de clase o cuando me levantaba por algún
motivo del pupitre. Pronto, pasada la primera semana, encontré un
sitio totalmente seguro para el resto de mi estancia en el centro. Mi
prima Tere, venía desde la Pereda en una motocicleta y como conocía
a mucha gente de llevarles la leche a casa, tenía amistad con el
dueño de la vecina fábrica de dulce. Agustín Rozas, dueño y artesano de
la misma, le daba permiso para dejarla en el patio cerrado con una
portilla. Fue por mediación de ella que me dieran también permiso a
mí para dejar dentro la bicicleta; al poco tiempo, acabaron por dar
permiso a los demás compañeros que venían de Parres y Porrúa.
Los
tres kilómetros de carretera que une Parres con Llanes, en aquellos
años dejaba mucho que desear. Una vez o dos al año el caminero,
Graciano de la Pereda, limpiaba las cunetas y arreglaba los baches
con las herramientas manuales más comunes. Aunque la circulación no
era muy abundante, pronto se volvía a llenar de numerosos baches que
se iban agrandando hasta unirse unos con otros. Bajar a Llanes era
fácil, salvando el caso de algunos repechos sin importancia y la
subida de Los Altares. Aprovechando el impulso de la bajada de Las
Castañares, se podía rebasar bien a gusto la primera curva de Jaces
e incluso podía llegar hasta el portón de la Huerta de Arturo con
viento de espalda. Al regreso teníamos la cuesta de la Cocina
Económica, la del Retiro y la de Navariegu. En el desvío de la
carretera de las Cruces, nos despedíamos de Loli, Otero y demás
compañeros de Porrúa antes de iniciar como remate la subida a Las
Castañares, verdadero Angliru de nuestro recorrido. En la fuente del
Cañu, me separaba del grupo en el que iban Luis Antonio, Ana,
Carlitos, mi prima Marta y su prima Mari Sol; acometía en solitario
la subida de La Piniella antes de llegar a mi barrio de la Caleyona.
Venía casi todos los días a esperarme junto a la Rectoral la gata
guiada por el timbre de la bicicleta que solía tocar en el trayecto
del camino.
Después
me seguía mimosa maullando porque sabía que comería conmigo.
Aquella gata me seguía muchas veces cuando iba a llevar las vacas a
pastar, en un paseo bastante largo. En una ocasión que en el Campu
“El Diablu” nos tropezamos con un perro, trepó por uno de los
nogales que hacían linde en una finca próxima al camino. Yo seguí
preocupado por ella todo el camino hasta los Carriles y cuando hube
encerrado las vacas en el prado regresé a todo correr hasta donde la
había dejado. El perro ya no estaba y ella me esperaba abrazada con
miedo, como un niño, a una de las ramas.
La
llamé y se descolgó. Me siguió saltando de piedra en piedra para
no ensuciar en las pozas de cotrina su suave piel atigrada.
Lo
dificultoso para los ciclistas, eran los días de lluvia;
prácticamente todo el tiempo que dura el curso. Primeramente, iba
enfundado en un traje de aguas, rígido con el que aparentaba un
viajero del espacio más que un estudiante. Además de ofrecer gran
resistencia al viento, aquel traje me impedía pedalear con gusto y,
a pesar suyo, llegaba a las clases empapado del sudor por la nula
transpiración que adolecía. Os aseguro que prefería llegar mojado
que vestido de esa guisa, pero embutido en él me libraba de que, a
causa de los numerosos charcos imposible de sortear, me salpicase con
el guardabarros delantero las perneras de los pantalones.
Carmen
Rosa de la Hera, nuestra profesora de Matemáticas en tercero y
Ciencias en cuarto, fue para mí el modelo de enseñante por
excelencia. Era exigente, pero tenía buen método y explicaba muy
bien los temas. Siempre tenía a punto alguna regla, algún recurso
didáctico, para facilitarnos la memorización de las reglas de
formulación de la Química. No se puede decir que fuese
absolutamente estricta en sus exigencias, porque llegado el caso,
sabía atender individualmente a quienes se trabasen en el
aprendizaje. Valoraba, casi desmedidamente, la pulcritud y claridad
del cuaderno de clase. Atendiendo a sus explicaciones y llevando la
tarea, no había ninguna complicación en su asignatura, ni abusaba
de los exámenes como medio coercitivo para que la estudiáramos. En
sus clases escuché por primera vez los nombres científicos de
algunas especies animales y vegetales que aún sigo recordando. Me
infundió antes el gusto por las Ciencias Naturales y posteriormente
en mi docencia en cuanto a la forma de dar el contenido de esta
disciplina. En diversas salidas de campo nos llevó a observar el
entorno en busca de plantas que aprendimos a reconocer ayudados por
una guía de clasificación Linneana. Formaba pequeños grupos para
que discutiéramos entre nosotros los resultados observados en las
muestras tomadas una vez llegados al aula o laboratorio.
Usábamos
con frecuencia el microscopio para estudiar los restos de algún
insecto encontrados en cualquier rincón de la clase o una gota de
agua tomada de una infusión de hierbas secas. Vorticelas, hidras de
agua dulce y otros seres que veíamos en ella, las pasábamos a
dibujo sobre papel vegetal y las pegábamos como ilustración en el
cuaderno de la asignatura. En una de esas salidas de campo, bajamos
por los acantilados de La Talá en marea baja para recoger
mejillones, bígaros, lapas y algas de todo tipo. En otra de las
salidas nos llevó hasta la playa del Sablón donde, con el fuerte
oleaje y marejada habidos, la mar se había llevado la arena y
quedaban las rocas libres tomando la hermosa playa un aspecto
desolador. El sol cegador de la mañana sembró ante el asombro
nuestro, áureos reflejos en las rocas descubiertas.
─Son
minerales de sulfuro de hierro, conocidos como piritas, ─nos dijo─,
y si os fijáis bien, cristalizan en el sistema cúbico, vulgarmente
conocidas como “el oro de los locos”.
Por
nuestra cuenta, aprovechando algún recreo y tiempo libre,
revisábamos las inmediaciones de la cueva El Taleru donde había
abundantes fósiles junto a restos de metralla del buque “Cervera”
que, una vez en poder de las tropas nacionales durante la guerra
civil, asolaba con sus cañones la costa y el interior de la comarca.
Esta
enseñanza de campo nos indujo inquietud por descubrir e investigar a
la vez que hacía mucho más amena su asignatura.
Una
mañana fría y lluviosa de invierno, llegué completamente empapado
a clase. En las aulas y en los pasillos del centro había instalados
radiadores de hierro por los que circulaba el agua caliente
proveniente de la caldera de carbón que Ramonín, el bedel, se
encargaba de mantener a temperatura. Carmen Rosa me pidió que dejase
los libros en el pupitre y que me fuese a sentar junto a uno de
aquellos radiadores hasta que se secase mi pantalón. Jamás olvidaré
aquel detalle suyo.
No
me gustó tanto que nos pusiese como ejemplo de sufridos alumnos a
los que veníamos de lejos luchando con las inclemencias del tiempo,
aunque tuviese toda la razón del mundo. Había otros, que aunque
llegados en los autocares de Mento, venían de pueblos más lejanos
en los que tenían que caminar bastante y madrugar para cogerlos.
Una
tarde que le tocaba guardia, como me vio llegar a lo lejos en mi
bicicleta, me esperó antes de cerrar la puerta. Llegaba unos cinco
minutos tarde. Cuando llegué a casa para comer me encontré una nota
en la mesa de la cocina junto al carpanchu cargado y cubierto por un
pequeño mantel a cuadros. Debía llevar la comida a mi padre y comer
con él. Até el cesto en el porta bultos de la bicicleta y emprendí
el viaje por los caminos de las Cruces a Las Nieves y Camplengu donde
me esperaba. Si la carretera era mala, huelga decir cómo eran los
caminos. Tuve que sacar la cadena que se había quedado atorado entre
la catalina y el guardacadena, al rozar contra uno de los ribazos.
Nos sentamos un poco apartados de la carretera para despachar con
tranquilidad el cocido, la tortilla y el botellón de leche con café
azucarado. Era martes y por ella circulaba la gente que regresaba de
la plaza en dirección a Porrúa. Un chiquillo se dejaba arrastrar de
la mano de su abuela, absorto en contemplar a todo detalle las dos
bicicletas aparcadas sobre el pedal al pie del camino. Una de ellas,
era mi reluciente bicicleta negra.
Cuando
acabamos de comer, seguimos juntos hasta La Paz y yo tiré en
dirección al Instituto. Las filas de entrada ya estaban dentro y la
profesora de guardia estaba con su cuaderno de notas en el alto de la
escalinata a punto de cerrar la entrada. Aceleré cuanto pude dar a
los pedales y guardé la bicicleta en el huerto de la fábrica de
dulce. No me dio tiempo a explicarle a la profesora, el conjunto de
circunstancias ocurridas de lo agitado que llegaba. Sólo le mostré
mis manos llenas de la grasa de la cadena.
Al
recibir el cuaderno de notas trimestrales, observé que había
registrado aquella falta de puntualidad y explicaba así como no
dando mucho crédito a mis mudas explicaciones: “Dice llegar tarde
a causa de la cadena de la bicicleta”.
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