sábado, 8 de noviembre de 2014

67.- La bicicleta

En 2º tuvimos a Mª Teresa Carriles en las clases de Lengua y su forma de enseñar y su dulce voz nunca salida de tono hizo que me atrajera especialmente esta disciplina desde entonces. Años después, estando de profesor en Panes, me enteré de que pasaba temporadas en Narganes y allí fui a saludarla.
No recuerdo ya la fecha, pero fue al final del segundo curso, primer año de asistencia al centro, cuando logré tener la primera bicicleta. Era una BH negra de barra y frenos de varillas que fui a buscar al taller de José Ramón “El Moli” en el barrio del Cotiellu. Con ella los trayectos se me hicieron más cortos y se ampliaron considerablemente los límites geográficos de mi entorno.
Las 1.275 ptas que costó supusieron, a buen seguro, un desajuste en la economía familiar si pensamos que mi padre ganaba entonces alrededor de las cien pesetas diarias de jornal, habría de estar dos semanas completas trabajando ciento cuarenta horas. Antes de guardarla en el estregal de la casa, la limpiaba con un paño sin dejar ni la menor mota de barro en los radios. Era el mejor regalo que en mi vida me habían hecho. Por eso todo, en el comienzo del nuevo curso, el mayor terror mío era dejarla al alcance de cualquiera que pasase. Los primeros días la dejaba debajo de los cobertizos que tenía la Escuela Graduada de Llanes, por detrás junto al campo abierto que rodeaba el instituto.
Eso sí, desde las ventanas de mi aula, la vigilaba. Le echaba alguna mirada en los cambios de clase o cuando me levantaba por algún motivo del pupitre. Pronto, pasada la primera semana, encontré un sitio totalmente seguro para el resto de mi estancia en el centro. Mi prima Tere, venía desde la Pereda en una motocicleta y como conocía a mucha gente de llevarles la leche a casa, tenía amistad con el dueño de la vecina fábrica de dulce. Agustín Rozas, dueño y artesano de la misma, le daba permiso para dejarla en el patio cerrado con una portilla. Fue por mediación de ella que me dieran también permiso a mí para dejar dentro la bicicleta; al poco tiempo, acabaron por dar permiso a los demás compañeros que venían de Parres y Porrúa.
Los tres kilómetros de carretera que une Parres con Llanes, en aquellos años dejaba mucho que desear. Una vez o dos al año el caminero, Graciano de la Pereda, limpiaba las cunetas y arreglaba los baches con las herramientas manuales más comunes. Aunque la circulación no era muy abundante, pronto se volvía a llenar de numerosos baches que se iban agrandando hasta unirse unos con otros. Bajar a Llanes era fácil, salvando el caso de algunos repechos sin importancia y la subida de Los Altares. Aprovechando el impulso de la bajada de Las Castañares, se podía rebasar bien a gusto la primera curva de Jaces e incluso podía llegar hasta el portón de la Huerta de Arturo con viento de espalda. Al regreso teníamos la cuesta de la Cocina Económica, la del Retiro y la de Navariegu. En el desvío de la carretera de las Cruces, nos despedíamos de Loli, Otero y demás compañeros de Porrúa antes de iniciar como remate la subida a Las Castañares, verdadero Angliru de nuestro recorrido. En la fuente del Cañu, me separaba del grupo en el que iban Luis Antonio, Ana, Carlitos, mi prima Marta y su prima Mari Sol; acometía en solitario la subida de La Piniella antes de llegar a mi barrio de la Caleyona. Venía casi todos los días a esperarme junto a la Rectoral la gata guiada por el timbre de la bicicleta que solía tocar en el trayecto del camino.
Después me seguía mimosa maullando porque sabía que comería conmigo. Aquella gata me seguía muchas veces cuando iba a llevar las vacas a pastar, en un paseo bastante largo. En una ocasión que en el Campu “El Diablu” nos tropezamos con un perro, trepó por uno de los nogales que hacían linde en una finca próxima al camino. Yo seguí preocupado por ella todo el camino hasta los Carriles y cuando hube encerrado las vacas en el prado regresé a todo correr hasta donde la había dejado. El perro ya no estaba y ella me esperaba abrazada con miedo, como un niño, a una de las ramas.
La llamé y se descolgó. Me siguió saltando de piedra en piedra para no ensuciar en las pozas de cotrina su suave piel atigrada.
Lo dificultoso para los ciclistas, eran los días de lluvia; prácticamente todo el tiempo que dura el curso. Primeramente, iba enfundado en un traje de aguas, rígido con el que aparentaba un viajero del espacio más que un estudiante. Además de ofrecer gran resistencia al viento, aquel traje me impedía pedalear con gusto y, a pesar suyo, llegaba a las clases empapado del sudor por la nula transpiración que adolecía. Os aseguro que prefería llegar mojado que vestido de esa guisa, pero embutido en él me libraba de que, a causa de los numerosos charcos imposible de sortear, me salpicase con el guardabarros delantero las perneras de los pantalones.
Carmen Rosa de la Hera, nuestra profesora de Matemáticas en tercero y Ciencias en cuarto, fue para mí el modelo de enseñante por excelencia. Era exigente, pero tenía buen método y explicaba muy bien los temas. Siempre tenía a punto alguna regla, algún recurso didáctico, para facilitarnos la memorización de las reglas de formulación de la Química. No se puede decir que fuese absolutamente estricta en sus exigencias, porque llegado el caso, sabía atender individualmente a quienes se trabasen en el aprendizaje. Valoraba, casi desmedidamente, la pulcritud y claridad del cuaderno de clase. Atendiendo a sus explicaciones y llevando la tarea, no había ninguna complicación en su asignatura, ni abusaba de los exámenes como medio coercitivo para que la estudiáramos. En sus clases escuché por primera vez los nombres científicos de algunas especies animales y vegetales que aún sigo recordando. Me infundió antes el gusto por las Ciencias Naturales y posteriormente en mi docencia en cuanto a la forma de dar el contenido de esta disciplina. En diversas salidas de campo nos llevó a observar el entorno en busca de plantas que aprendimos a reconocer ayudados por una guía de clasificación Linneana. Formaba pequeños grupos para que discutiéramos entre nosotros los resultados observados en las muestras tomadas una vez llegados al aula o laboratorio.
Usábamos con frecuencia el microscopio para estudiar los restos de algún insecto encontrados en cualquier rincón de la clase o una gota de agua tomada de una infusión de hierbas secas. Vorticelas, hidras de agua dulce y otros seres que veíamos en ella, las pasábamos a dibujo sobre papel vegetal y las pegábamos como ilustración en el cuaderno de la asignatura. En una de esas salidas de campo, bajamos por los acantilados de La Talá en marea baja para recoger mejillones, bígaros, lapas y algas de todo tipo. En otra de las salidas nos llevó hasta la playa del Sablón donde, con el fuerte oleaje y marejada habidos, la mar se había llevado la arena y quedaban las rocas libres tomando la hermosa playa un aspecto desolador. El sol cegador de la mañana sembró ante el asombro nuestro, áureos reflejos en las rocas descubiertas.
Son minerales de sulfuro de hierro, conocidos como piritas, ─nos dijo─, y si os fijáis bien, cristalizan en el sistema cúbico, vulgarmente conocidas como “el oro de los locos”.
Por nuestra cuenta, aprovechando algún recreo y tiempo libre, revisábamos las inmediaciones de la cueva El Taleru donde había abundantes fósiles junto a restos de metralla del buque “Cervera” que, una vez en poder de las tropas nacionales durante la guerra civil, asolaba con sus cañones la costa y el interior de la comarca.
Esta enseñanza de campo nos indujo inquietud por descubrir e investigar a la vez que hacía mucho más amena su asignatura.
Una mañana fría y lluviosa de invierno, llegué completamente empapado a clase. En las aulas y en los pasillos del centro había instalados radiadores de hierro por los que circulaba el agua caliente proveniente de la caldera de carbón que Ramonín, el bedel, se encargaba de mantener a temperatura. Carmen Rosa me pidió que dejase los libros en el pupitre y que me fuese a sentar junto a uno de aquellos radiadores hasta que se secase mi pantalón. Jamás olvidaré aquel detalle suyo.
No me gustó tanto que nos pusiese como ejemplo de sufridos alumnos a los que veníamos de lejos luchando con las inclemencias del tiempo, aunque tuviese toda la razón del mundo. Había otros, que aunque llegados en los autocares de Mento, venían de pueblos más lejanos en los que tenían que caminar bastante y madrugar para cogerlos.
Una tarde que le tocaba guardia, como me vio llegar a lo lejos en mi bicicleta, me esperó antes de cerrar la puerta. Llegaba unos cinco minutos tarde. Cuando llegué a casa para comer me encontré una nota en la mesa de la cocina junto al carpanchu cargado y cubierto por un pequeño mantel a cuadros. Debía llevar la comida a mi padre y comer con él. Até el cesto en el porta bultos de la bicicleta y emprendí el viaje por los caminos de las Cruces a Las Nieves y Camplengu donde me esperaba. Si la carretera era mala, huelga decir cómo eran los caminos. Tuve que sacar la cadena que se había quedado atorado entre la catalina y el guardacadena, al rozar contra uno de los ribazos. Nos sentamos un poco apartados de la carretera para despachar con tranquilidad el cocido, la tortilla y el botellón de leche con café azucarado. Era martes y por ella circulaba la gente que regresaba de la plaza en dirección a Porrúa. Un chiquillo se dejaba arrastrar de la mano de su abuela, absorto en contemplar a todo detalle las dos bicicletas aparcadas sobre el pedal al pie del camino. Una de ellas, era mi reluciente bicicleta negra.
Cuando acabamos de comer, seguimos juntos hasta La Paz y yo tiré en dirección al Instituto. Las filas de entrada ya estaban dentro y la profesora de guardia estaba con su cuaderno de notas en el alto de la escalinata a punto de cerrar la entrada. Aceleré cuanto pude dar a los pedales y guardé la bicicleta en el huerto de la fábrica de dulce. No me dio tiempo a explicarle a la profesora, el conjunto de circunstancias ocurridas de lo agitado que llegaba. Sólo le mostré mis manos llenas de la grasa de la cadena.
Al recibir el cuaderno de notas trimestrales, observé que había registrado aquella falta de puntualidad y explicaba así como no dando mucho crédito a mis mudas explicaciones: “Dice llegar tarde a causa de la cadena de la bicicleta”. 

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