lunes, 10 de noviembre de 2014

68.- Las primeras clases en el Instituto

   Mis recuerdos de aquel primer curso están pincelados con los claroscuros de las estampas y los dibujos con que se ilustraban nuestros libros de texto. Los únicos medios de que dispuse entonces, aún perduran en el tiempo con el mismo nombre comercial: “DACS”. Con aquellas seis ceras metidas dentro de una caja amarilla plasmé en el bloc de dibujo, 64-D , el entorno familiar, de la aldea y su actividad rural.

El Centro se había levantado en las afueras del casco urbano, próximo a la Escuela Graduada de Llanes. Desde las ventanas de la fachada principal, veíamos, al Este, el batir de las olas en el espigón; en el tardío, de la Fábrica de Agustín nos llegaba el olor de las manzanas destinadas a la elaboración de la carne de membrillo. Al Oeste quedaba el campo de la Encarnación y las distintas praderías y fincas de cultivo que llegaban en la lejanía hasta la cuadra de la Talá. Al Norte, el chalé de Lalito, casona blanca de grandes ventanales protegidos por contraventanas reforzadas por listones en forma de Z y en cuyo cierre de la finca por muro de piedra, comenzaba a dominar el incipiente plantío de cipreses con el fin de que amparase del griterío de los recreos. Al Nordeste, bajo el paseo San Pedro, se levantaba la casa en la que vivían Pancho, Jardinero municipal y esposa con sus dos hijas. Al Sur estaba una gran explanada donde crecían las matas de poleo y manzanilla, lugar escogido por los más pequeños para pasar el recreo. Lo atravesaba el camino de entrada a otra finca en la que había y hay aún una casa de estilo colonial, palmera incluida y más al fondo, las antiguas Escuelas Públicas que mostraban la parte más abandonada. Bajo la protección de su deteriorado alero guardaban compañeros llegados de otros pueblos las bicicletas y los trajes de agua que podían vigilar desde las aulas. Un estrecho camino daba entrada a la finca y casa de Titi Rubiera y familia.

Tendría que despabilarme, porque además de las asignaturas propias del curso llevaba de arrastre dos del anterior, una de ellas fruto del despiste y la otra por desconocimiento, aunque para ambas me dijeron los profesores que bastaba con sacar buena nota en las correspondientes del curso para quitar de delante las pendientes. Me sirvió de mucho ánimo y como también me gustaba estudiar, para junio podía quedar limpio el expediente académico. Tan sólo llevaba con peor gana las clases de Gimnasia, por las circunstancias y el horario en que se daban. Dos días a la semana, a primera hora de la mañana, nada más llegar, caminando, pues la bicicleta no la tendría hasta el curso siguiente, debíamos quedar con la indumentaria obligada para los chicos: playeras, camiseta de tirantes y calzón corto: el chándal aún no se había inventado para nosotros. Bajábamos las escaleras y nos poníamos a las órdenes de las voces y silbato de D. Andrés, maestro de Poo. Calentábamos dando una vuelta al campo y después, de forma coordinada y en fila, cumplíamos la extensa tabla de ejercicios, de pie o tumbados en la gravilla o hierba, que aún carecía el centro de pista. Rectifico. Había un gimnasio aún sin terminar, pero al que no entré hasta pasados tres cursos, donde se guardaba el escaso material, potros, plinton, colchonetas, trampolín, pértiga, bolas de lanzar, disco y unas cuantas espalderas colgadas de la pared. Además había un patio interior también desconocido para mí hasta que lo usaron para formar las filas de entrada, que hubiera sido un buen local para las clases de Gimnasia en tiempo de lluvia y frío. El último cuarto de hora, lo dedicábamos a jugar algún partido. A pesar de su dureza, D. Andrés era un maestro asequible y siempre dispuesto a aconsejarnos y escuchar nuestros problemas, pero pretendía, lo pienso ahora, endurecer a sus pupilos. Ni las heladas, ni la niebla ni la nieve impedían que saliésemos en esas trazas al campo. El hecho es que no recuerdo haber tenido un triste catarro ni gripe durante mi estancia en el Instituto. Después de la clase subíamos al aula a cambiarnos para atender en la siguiente clase.

El Centro era una obra reciente y algunas dependencias previstas en su ejecución aún estaban por finalizar como el gimnasio, era el caso de la capilla que nunca pasó de ser el taller de carpintería de Celso, obrero traído de Orense por Fernando G. Toriello, constructor del mismo. Junto al campo de fútbol, con posterioridad estrenamos con D. Andrés Toral una cancha de cemento para el baloncesto y el balonmano, aparte de los ejercicios gimnásticos.

Aborrecía los días de lluvia, no como dice el poeta, por la monotonía tras los cristales, sino por tener que recorrer el mismo camino cuatro veces. Los mismos charcos, las mismas hierbas que cernían su grana madura sobre las perneras mojadas de mi pantalón de tergal.

En una de esas mañanas lluviosas, a la hora del recreo, alguien nos dijo que debíamos subir al aula del segundo piso donde el profesor de Música, nos haría unas pruebas de voz para entrar a formar parte del coro del Instituto. A mí me pareció estupendo esto y me presenté a la prueba de voz con muy buena gana. Nunca había tenido una clase de música, ni llegué a tenerla durante los años de todo el bachillerato. Así que puedo decir que el buen o mal oído musical que tenía entonces se lo debía a mis cualidades innatas y a la afición a diversos y elementales instrumentos musicales que no pasaron de ser para mí meros juguetes.

Me viene a la memoria la primera gaita “de mentira” que tuve con tres años y que no dejaba de ser un pito de feria con adornos en el mudo roncón y con el fuelle lleno de viruta. Me la había comprado tío Saturno, en un puesto de Santa Marina, cuando vino de México aquel verano de 1952. Acabó comida por la polilla colgada como adorno en la sala. Echaba el roncón al hombro y tamborileaba con los dedos en el puntero imitando el estilo del único gaitero que conocía. Severiano Cabrera Mendoza era vecino de mis abuelos. Los domingos que me llevaban a estar con ellos, me sorprendían los dulces sones de su gaita grillera. Los ronquidos del pajón me sacaban de mis juegos de niño en el muráu de Tamés. Tras la ventana de su cuarto dejaba pasar la quijotesca silueta de Severiano, ajustando el roncón y pasar los dedos por los agujeros del puntero para ver la afinación que tenía. Si no la encontraba de acuerdo, extraía el puntero de su asiento y lo soplaba humedeciendo la pajuela entre los labios para que no estuviera reseca y sonase adecuadamente. Volvía a meter el puntero en el asiento y ya conforme con los resultados en los acordes, nos daba el concierto dominical a todo el vecindario. Su repertorio me parecía entonces amplio. Comenzaba, por supuesto, con el "Asturias, patria querida" seguida por una ristra de tonadas como "A la mar fui a por naranjas", "Tendí el pañuelo en el prado", "Viva Parres" y "Los campanilleros" que era en la que más abundaba por ser su preferida. Me viene a la memoria su figura estilizada, alta, con un bigote que mesaba, arreglaba y atusaba entre canción y canción, que le daban ese toque quijotesco. Yo lo imitaba, en lo referente al instrumento que no al bigote, pero me di perfecta cuenta de que mi chifla-gaita no tenía despiece y que su fuelle no llevaba aire alguno. Así y todo me quedé con el gesto de lanzar el roncón al hombro y estirar el puntero. Colocaba bajo el brazo el tenso fuelle que al apretarlo dejaba oírse el crujir del serrín que lo rellenaba, mientras lograba emitir un débil tiruriru. Aquella primera gaita fue desplazada dos navidades más tarde por un hermoso saxofón de madera barnizado de negro y que, al menos, aunque mal afinada, tenía la escala completa de notas, regalo para Reyes de mis tíos y padrinos Hilda y Ramón. Después llegó el bandoneón, de caja hexagonal pintada de rojo y verde con teclado de latón al que hice gemir entre mis manos intentando sacar las melodías que escuchaba por la radio. Tuve también tambor, pandereta, sonajas, carraca, tarrañuelas y, entre medio, toda suerte de chiflas caseras, hechas de alloru, pláganu, hojas de maíz, argaña o cáscara de nuez. Al final, me llegó la armónica y cerraría con ella el capítulo de Reyes justo a los ocho años, pero mereció la pena. No se trataba de un instrumento juguete, era un verdadero instrumento musical.

Pero volviendo de la divagación en la que me sumí, por el gusto de recordar mis antecedentes musicales, continúo con la prueba de voz que nos hizo el señor Noceda.

Había varios alumnos delante de mí en el momento en que llegué a su aula, así que escuchando lo que les mandaba cantar, me fui aprendiendo sobre la marcha la escala musical y su entonación. Era fácil cantar la escala, aunque nadie antes me la había enseñado y mucho menos solfearla.

Como vi que mandaba a los que habían pasado la prueba que salieran al recreo y les recordaba que todos los martes y viernes debían reunirse con él en la misma aula, después de la salida del colegio al mediodía para ensayar las canciones durante media hora, me di cuenta a tiempo de que yo no podía acudir debido al largo desplazamiento hasta el pueblo para comer en casa o bajar con ella a compartirla con mi padre en la Talá donde trabajaba.

Cuando me llegó el turno, por no atreverme a decirle lo que ocurría, no tuve mejor idea que cantar la escala todo lo peor que pude con el fin de no resultar seleccionado. Ante las risas de algunos de los que allí estaban, el profesor me dio otra oportunidad que yo aproveché para hacerlo aún peor por el rictus que observé en su cara, soportando con estoica paciencia mis desafinos.

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