miércoles, 26 de noviembre de 2014

71.- Mis profesores de Francés

En el primer año de asistencia, conocí a profesores con los que tendría, aparte de una buena relación como alumno, un trato continuado como llaniscos. Es decir que, sin que la coincidencia en el aula fuese tan grande como con otros, pude, en cambio, continuarla fuera del ámbito de estudio. En estas líneas intento devolverles en reciprocidad el aprecio que me manifestaron.
En el segundo curso tuvimos como profesora de Francés a Beatriz R. Zapico, a quien tuve la suerte de seguir tratando todo el tiempo transcurrido desde entonces, pues le ocurrió lo que a muchos llegados a Llanes que quedan prendidos de la belleza natural, del mar y por qué no, de sus gentes, en cuanto tienen la ocasión de tratarlas. En sus clases comencé a entrar en contacto con los primeros elementos lingüísticos, normas gramaticales, conque comencé a construir sencillos enunciados en aquella lengua extranjera tan de moda entonces. La nueva fonética que incorporaba me era extraña y curiosa, a la vez que me producía cierta gracia.
Tanto a Francia como a Suiza y Bélgica habían emigrado buena cantidad de vecinos que regresaban para pasar entre sus familiares unas cortas vacaciones estivales o invernales. Al explicarnos el modo de vida que allá llevaban, entreveraban de galicismos su charla a falta de vocablos propios que habían olvidado o que jamás habían llegado a conocer. Aquellas primeras emigraciones las encuadro en lo que llamo el exilio voluntario. Salvo unos pocos, la mayoría pertenecía a familias oprimidas que no se habían permitido el lujo de escolarizar debidamente a todos los hijos. Así que, con enorme esfuerzo, asimilaron la nueva lengua, por necesidad de adaptación para no ser diferenciados en el trabajo o en la sociedad, y llegaron a demostrar su inteligencia ocupando puestos de trabajo y consideración social. Un bajo porcentaje de emigrantes regresaron al poco tiempo, abatidos por la dificultad de la lengua y que quizás no tuvieron espera para superar la dura prueba de la lengua.
De aquellas primeras clases con la señorita Beti, como le decíamos con afecto, aprendimos canciones del repertorio popular francés en el que conocimos al principio Frère Jacques, Sur le Pont d’Avignon, Au clair de la lune, Le petit navire, Chevaliers de la Table Ronde y otras que ella nos entonaba previamente y nosotros luego la acompañábamos hasta dejarlas para siempre grabadas en nuestra memoria. Nos prestaba, esa es la palabra más apropiada que encuentro, cantar aunque fuese con lengua de trapo, aquellas canciones que nos aseguraban la ampliación del nuevo vocabulario. Por la radio se empezaban a escuchar los primeros éxitos de Gilbert Bécaud o Salvatore Adamo. Era la lengua moderna por excelencia de moda.
El libro de texto con algunas fotografías y bastantes dibujos y caricaturas nos presentaba la sociedad parisina y los elementos tópicos y típicos de la ciudad de la luz. En sus páginas satinadas conocí la existencia de la Torre Èiffel y L’Arc de Trionphe dans la Place de L’Étoil y de tal forma los idealicé que cuando viajamos en familia a conocerlos, los dos monumentos me chocaron, aunque de forma distinta: una por su altura y sensación de ligereza a pesar de que el libro nos informaba de las toneladas de hierro y la cantidad exacta de tornillos con sus tuercas que habían empleado; el segundo por su pesada figura menos estilizada que la del libro, aparte que las avenidas que coinciden en él forman una estrella, conservan aún el adoquinado primitivo y no son de cemento como me los había imaginado por las ilustraciones del libro para representar l’avenue des Champs-Élysées.
Al matricularme en ventanilla, recuerdo que me preguntaron si daría Francés o Inglés. La verdad sea dicha, entonces no tenía ninguna información en contra o a favor de ninguno de los dos idiomas, salvo el recuerdo de la tan cacareada pérdida de la Armada Invencible y más tarde El Peñón por culpa de los ingleses, datos históricos que perjudicaba a las claras la elección de su lengua. Pero tampoco se salvaba de este impedimento histórico la lengua francesa, con lo de Napoleón, el Dos de Mayo, etcétera. Así pues, me debí quedar pensativo un rato sin dar respuesta a la Secretaria que cubría el expediente de mi matrícula. Por las prisas de la cola que había en ventanilla, me aconsejó casi a la fuerza que me apuntase en las clases de Francés, pues era lo elegido por la mayoría de los alumnos. Además, subrayó, aún no tenemos noticia de la profesora que impartirá Inglés.
Ni rechisté. En los primeros días del mes de octubre, al final de la clase de Matemáticas, abrió la puerta una chica que con acento caribeño dijo:
“Vamo, lo de Inglé”. Poco más de media docena de alumnos la siguieron al aula destinada a su clase en tanto que el resto esperamos la llegada de la señorita Beti. Comenzaría en esos años a oírse hablar de los cuatro jóvenes melenudos de Liverpool que marcarían una nueva era, no solamente en lo musical: John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr.
Otros tres profesores, ocuparon las plazas de Francés durante mi paso por el Instituto.
Juan Antonio Pando, oriundo de Llaviana que nos dio clases en el tercer curso de carácter afable de por sí, hasta que alguien se pasaba y entonces se hacía temer, aunque pronto se le pasaba el enfado y olvidaba. En las aclaraciones que nos daba para explicar los vocablos galo, intercalaba términos del asturiano de la cuenca del Nalón y a nosotros nos hacía eso bastante gracia.
La señorita Tránsito Abril fue la siguiente. Tenía el temperamento nervioso, fácilmente alterable al mínimo movimiento que atisbaba tras sus lentes de montura dorada y se volvía con celeridad para comprobar si alguien de nosotros, a sus espaldas, nos pasábamos las respuestas del examen. Esta forma de ser suya no es óbice para decir el buen dominio que tenía en la materia.
Olga Rey Vidal era, en mi tiempo, la profesora más temida y admirada a la vez de todo el claustro del instituto. Quién no recuerda la esbelta figura en perfecto equilibrio sobre zapatos de fino tacón, con total seguridad adquiridos en alguna boutique parisina. Eran los años de las minifaldas y en el Llanes de aquella época resultaba para quienes regían los destinos sobrenaturales, y también los terrenales, poco menos que inmoral lucir el físico que la misma naturaleza había magnificado. Con el mismo criterio mezquino se prohibían los cambios de moda en los bañadores y se mutilaban las escenas perniciosas que a criterio del censor de turno, se proyectaban en el Cinemar. La profesora, fue en el despertar de la adolescencia retardada por una sociedad mojigata, motivo de deseo a la vez que nuestra angustia de estudiantes. Creo que era totalmente consciente de ambas cosas. Que nadie interprete en estos mis recuerdos el menor atisbo de irrespetuosidad hacia su memoria, antes bien, son todo un homenaje como persona y profesora, a la que recordamos con aprecio a pesar de los sudores que nos hacía pasar.
La entrada en el aula, era algo así como la llegada del viento sur que anuncia tormenta, fuera invierno o verano. Nos saludaba en francés, subía el escalón de la tarima donde estaba su mesa y el encerado y caminaba aquellos cuatro o cinco pasos que resonaban en las paredes del recinto. Tomaba asiento tras posar el bolso y el montón de libros entre los que no faltaba un grueso “Larrousse” sobre la mesa, abría la libreta con el listado de alumnos. Había obligación de cubrir “El Parte”, palabra de reminiscencias militares usado también para llamar a los informativos radiofónicos que el bedel dejaba en la mesa al comienzo de la primera clase de la mañana. Nos fue llamando uno a uno para asociar los nombres a las caras y a la posición que arbitrariamente habíamos elegido en los pupitres. Mas luego, puesta de pie, hizo un barrido por la clase hasta dar con algún incauto que trataba de esconderse de su mirada, tras el compañero de delante, lo mandó a la palestra y le pidió que leyese en el libro, el texto de la lección correspondiente. Era un libro de Literatura francesa en el que cada tema tocaba una época distinta con sus literatos más sobresalientes, cuya vida y obras aprendíamos a decir de memoria y a nuestra forma. A fuerza de repetirlo tratando de imitar su pronunciación, fuimos ganando una cierta soltura en las frases que después usábamos en las redacciones y en la palestra. Ella nos corregía en su correcto francés de la Sorbonne, pero su paciencia tenía un límite dependiendo del día y de vaya usted a saber qué cosa y al mínimo error nos mandaba sentarnos: le durábamos menos que un chupa-chus a la entrada de un parvulario y agregaba otro cero a la colección en su libreta de notas. Pronto aprendí que era mucho mejor varios ceros como voluntario que un insuficiente a rastras. Eso sí: había que aguantar estoicos su profunda mirada, sin que el miedo se reflejase en la nuestra.
Así es que echándole valor al asunto, intenté de esa forma ganar su estima y mi tranquilidad para unos cuantos días posteriores en que me quedé a ver los toros desde la barrera. Me esforzaba en aprender de memoria las corrientes literarias y la vida y obra de sus escritores y, aunque la pronunciación no fuese del todo la correcta, servía bastante en el aprendizaje de paradigmas lingüísticos que después usaba en la conversación o en la redacción. Si mis errores superaban el umbral de su aguante, se producía como un estallido de malhumor que ahora interpreto fríamente como forma de mantener el rol de profe dura, pero en el fondo, no lo era tanto. Con mi insistencia en salir a dar la lección por libre, conseguí un poco de tranquilidad en sus clases, puesto que tenía cubierto el cupo de ceros necesarios. Era su forma de calificar así y, al final del curso, no sé si por su benevolencia o por mi capacidad lingüística se convirtieron en un nada despreciable notable.

Recuerdo que en los tres años de mi estancia en Oviedo que duraron mis estudios de magisterio, me la encontraba habitualmente acompañando a su madre. Yo saludé a Olga y ella me reconoció al momento y me preguntó qué estudios hacía y cómo me iba en ellos. En varias ocasiones a la misma hora en que yo regresaba para mi pensión me las tropecé y paramos a hablar. La última, en el paso de peatones que cruza Santa Susana, cerca del Instituto Alfonso II, es el recuerdo imborrable de esta profesora que me perdura.

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