En
el primer año de asistencia, conocí a profesores con los que
tendría, aparte de una buena relación como alumno, un trato
continuado como llaniscos. Es decir que, sin que la coincidencia en
el aula fuese tan grande como con otros, pude, en cambio, continuarla
fuera del ámbito de estudio. En estas líneas intento devolverles en
reciprocidad el aprecio que me manifestaron.
En
el segundo curso tuvimos como profesora de Francés a Beatriz R.
Zapico, a quien tuve la suerte de seguir tratando todo el tiempo
transcurrido desde entonces, pues le ocurrió lo que a muchos
llegados a Llanes que quedan prendidos de la belleza natural, del mar
y por qué no, de sus gentes, en cuanto tienen la ocasión de
tratarlas. En sus clases comencé a entrar en contacto con los
primeros elementos lingüísticos, normas gramaticales, conque
comencé a construir sencillos enunciados en aquella lengua
extranjera tan de moda entonces. La nueva fonética que incorporaba
me era extraña y curiosa, a la vez que me producía cierta gracia.
Tanto
a Francia como a Suiza y Bélgica habían emigrado buena cantidad de
vecinos que regresaban para pasar entre sus familiares unas cortas
vacaciones estivales o invernales. Al explicarnos el modo de vida que
allá llevaban, entreveraban de galicismos su charla a falta de
vocablos propios que habían olvidado o que jamás habían llegado a
conocer. Aquellas primeras emigraciones las encuadro en lo que llamo
el exilio voluntario. Salvo unos pocos, la mayoría pertenecía a
familias oprimidas que no se habían permitido el lujo de escolarizar
debidamente a todos los hijos. Así que, con enorme esfuerzo,
asimilaron la nueva lengua, por necesidad de adaptación para no ser
diferenciados en el trabajo o en la sociedad, y llegaron a demostrar
su inteligencia ocupando puestos de trabajo y consideración social.
Un bajo porcentaje de emigrantes regresaron al poco tiempo, abatidos
por la dificultad de la lengua y que quizás no tuvieron espera para
superar la dura prueba de la lengua.
De
aquellas primeras clases con la señorita Beti, como le decíamos con
afecto, aprendimos canciones del repertorio popular francés en el
que conocimos al principio Frère Jacques, Sur le Pont d’Avignon,
Au clair de la lune, Le petit navire, Chevaliers de la Table Ronde y
otras que ella nos entonaba previamente y nosotros luego la
acompañábamos hasta dejarlas para siempre grabadas en nuestra
memoria. Nos prestaba, esa es la palabra más apropiada que
encuentro, cantar aunque fuese con lengua de trapo, aquellas
canciones que nos aseguraban la ampliación del nuevo vocabulario.
Por la radio se empezaban a escuchar los primeros éxitos de Gilbert
Bécaud o Salvatore Adamo. Era la lengua moderna por excelencia de
moda.
El
libro de texto con algunas fotografías y bastantes dibujos y
caricaturas nos presentaba la sociedad parisina y los elementos
tópicos y típicos de la ciudad de la luz. En sus páginas satinadas
conocí la existencia de la Torre Èiffel
y L’Arc de Trionphe dans la Place de L’Étoil y de tal forma los
idealicé que cuando viajamos
en familia
a conocerlos, los dos monumentos
me
chocaron, aunque de forma distinta: una
por
su altura y
sensación de ligereza a
pesar de que el
libro nos informaba de
las toneladas de hierro y la cantidad exacta
de tornillos
con
sus tuercas
que habían
empleado;
el segundo por su pesada figura menos estilizada que la del libro,
aparte
que las avenidas que
coinciden
en él forman
una estrella, conservan
aún el adoquinado primitivo y no
son
de
cemento como me los
había
imaginado por
las ilustraciones del libro para representar l’avenue
des Champs-Élysées.
Al
matricularme en ventanilla, recuerdo que me preguntaron si daría
Francés o Inglés. La verdad sea dicha, entonces no tenía ninguna
información en contra o a favor de ninguno de los dos idiomas, salvo
el recuerdo de la tan cacareada
pérdida
de la Armada Invencible y
más tarde El
Peñón por
culpa de los ingleses,
datos
históricos que
perjudicaba a las claras la elección de su
lengua.
Pero tampoco
se salvaba de este impedimento histórico la lengua francesa, con lo
de Napoleón, el Dos de Mayo, etcétera. Así
pues,
me debí quedar pensativo un rato sin dar respuesta a la Secretaria
que cubría el expediente de
mi
matrícula. Por las
prisas de la cola que había en
ventanilla,
me
aconsejó casi a la fuerza que me apuntase en las clases de Francés,
pues
era lo elegido por la mayoría de los alumnos. Además,
subrayó,
aún no tenemos
noticia de la profesora
que
impartirá Inglés.
Ni
rechisté. En los primeros días del mes de octubre, al
final de la clase de Matemáticas,
abrió
la puerta
una
chica que con acento caribeño
dijo:
─
“Vamo,
lo de Inglé”.
Poco más de media docena de alumnos la siguieron al aula destinada a
su clase en
tanto que el resto esperamos la llegada de la señorita Beti.
Comenzaría en esos años a oírse hablar de los cuatro jóvenes
melenudos de Liverpool que marcarían una nueva era, no
solamente en lo musical:
John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr.
Otros
tres profesores, ocuparon las plazas de Francés durante
mi paso por el
Instituto.
Juan
Antonio Pando, oriundo de Llaviana que nos dio clases en el tercer
curso de
carácter afable de por sí, hasta que alguien se pasaba y entonces
se hacía temer, aunque pronto se le pasaba el enfado y olvidaba.
En las aclaraciones que nos daba para explicar los
vocablos
galo,
intercalaba términos del asturiano de la cuenca del Nalón y a
nosotros nos hacía eso bastante gracia.
La
señorita Tránsito Abril fue la
siguiente.
Tenía el temperamento nervioso, fácilmente alterable al mínimo
movimiento que atisbaba tras sus lentes de montura dorada y se volvía
con celeridad para comprobar si alguien de nosotros, a sus espaldas,
nos pasábamos las respuestas del examen. Esta
forma de ser suya no es óbice para decir el buen dominio que tenía
en la materia.
Olga
Rey Vidal era,
en mi tiempo, la
profesora más temida y admirada a
la vez de
todo
el claustro del
instituto. Quién no recuerda la esbelta figura en perfecto
equilibrio sobre zapatos de fino tacón, con total
seguridad
adquiridos en alguna boutique parisina. Eran los años de las
minifaldas y en el Llanes de aquella época resultaba para quienes
regían los destinos sobrenaturales, y también los terrenales, poco
menos que inmoral lucir el físico que la misma naturaleza había
magnificado. Con el mismo criterio mezquino se prohibían los cambios
de moda en los bañadores y se mutilaban las escenas perniciosas que
a criterio del censor de turno, se proyectaban en el Cinemar. La
profesora, fue en el
despertar
de
la adolescencia retardada por una
sociedad mojigata,
motivo de deseo a la vez que nuestra angustia de
estudiantes. Creo
que era
totalmente
consciente
de ambas cosas. Que nadie interprete en estos mis recuerdos el menor
atisbo de irrespetuosidad hacia su memoria, antes bien, son todo un
homenaje como persona y profesora, a la que recordamos con aprecio a
pesar de los sudores que nos hacía pasar.
La
entrada en el aula, era algo así como la llegada del viento sur que
anuncia tormenta, fuera invierno o verano. Nos saludaba en francés,
subía el escalón de la tarima donde estaba su mesa y el encerado y
caminaba aquellos cuatro o cinco pasos que resonaban en las paredes
del recinto. Tomaba
asiento tras
posar el
bolso y el montón de libros entre
los que no faltaba un grueso
“Larrousse” sobre la mesa, abría la libreta con el listado
de alumnos. Había
obligación de cubrir
“El Parte”,
palabra
de reminiscencias militares usado también para llamar a los
informativos radiofónicos que el bedel dejaba en la mesa al comienzo de la primera
clase de la mañana.
Nos
fue llamando uno a uno para asociar los nombres a las caras y a la
posición que arbitrariamente habíamos elegido en los pupitres. Mas
luego, puesta
de pie, hizo
un barrido por la
clase hasta
dar con algún incauto que trataba
de esconderse
de su mirada, tras
el compañero de delante, lo
mandó a la
palestra y le pidió
que leyese en el libro,
el texto de la lección correspondiente. Era
un libro de Literatura francesa en el que cada tema tocaba una época
distinta con sus literatos más sobresalientes, cuya vida y obras
aprendíamos a decir de memoria y a nuestra forma. A fuerza de
repetirlo tratando de imitar su pronunciación, fuimos ganando una
cierta soltura en las frases que después usábamos en las
redacciones y en la palestra. Ella
nos
corregía en su correcto francés de la Sorbonne, pero
su paciencia tenía un límite dependiendo del día y de vaya usted
a saber qué cosa y al mínimo error nos mandaba sentarnos: le
durábamos menos que un chupa-chus
a la entrada de un parvulario y agregaba otro cero a la colección
en
su libreta de notas.
Pronto aprendí
que era mucho mejor varios
ceros como voluntario que un insuficiente a rastras. Eso sí:
había que aguantar estoicos su profunda mirada, sin que el miedo se
reflejase en la nuestra.
Así
es que echándole valor al asunto, intenté de esa forma ganar su
estima y
mi
tranquilidad para unos cuantos días posteriores en que me quedé
a ver
los toros desde la barrera. Me esforzaba en aprender de memoria las
corrientes literarias y la vida y obra de sus escritores y, aunque la
pronunciación no fuese del todo la correcta, servía bastante en el
aprendizaje de paradigmas lingüísticos que después usaba en la
conversación o en la redacción. Si mis errores superaban el umbral
de su aguante, se producía como un estallido de malhumor que ahora
interpreto fríamente como forma de mantener el rol de profe dura,
pero en el fondo, no lo era tanto. Con mi insistencia en salir a dar
la lección por libre, conseguí un poco de tranquilidad en sus
clases, puesto que tenía cubierto el cupo de ceros necesarios. Era
su forma de calificar así y, al final del curso, no sé si por su
benevolencia o por mi capacidad lingüística se convirtieron en un
nada despreciable notable.
Recuerdo
que en los tres años de mi
estancia
en Oviedo que
duraron mis estudios de magisterio,
me la encontraba habitualmente acompañando a su madre. Yo saludé
a
Olga y
ella me
reconoció al momento y me preguntó qué estudios hacía y cómo me
iba en ellos. En varias ocasiones a la misma hora en que yo
regresaba para mi pensión me las tropecé y paramos a hablar. La
última, en el paso de peatones que cruza Santa Susana, cerca del
Instituto Alfonso II, es el recuerdo imborrable de esta profesora que
me perdura.
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