miércoles, 4 de junio de 2014

44.- Carta al abuelo

Aquel año, mi padre habría de entrar a trabajar en la Fábrica LACTOSA de San Antón. En la  bici “Orbea” roja que había comprado a su hermano Pepe, bajaba todas las tardes después de comer y regresaba a las diez de la noche. El trabajo con jornada intensiva le permitía dejar atendida la alimentación de las cuatro vacas que teníamos.  Sólo algunos domingos debía acudir al turno de la mañana para mantener la caldera a presión para poder arrancar el concentrador. Los dueños eran catalanes como el Encargado al que llamaban por su gentilicio, “El Penedés”.
Los primeros obreros fueron Luis Buergo, vecino de Pancar, hermano de Pepe Buergo que estaba de encargado de la Sadi; Modesto, marinero de Llanes que hacía de fogonero pues lo había sido anteriormente en un barco de vapor y Ángelín Batalla, también de Llanes. De Parres trabajaban en la fábrica Antonio Sobrino Noriega y Santiago González Gutiérrez, mi padre. Cuando fue necesaria más mano de obra, “El Penedés” encargó a mi padre que buscase a alguien y avisó a José, “El Ché”, de Cué. Había otros dos chavales de Llanes trabajando con anterioridad a la entrada de mi padre: Eusebio, hermano de Cote, el municipal, y Gelu, de la familia los “Buzos”.
Posteriormente entrarían de fogoneros Ricardín Gómez Gutiérrez y Francisco Junco "Pancho" de San Roque para turnarse. Tiempo después también entraría a trabajar un chaval, Gregorio Cerezo Vidal, "Goyo", de Parres. Todos ellos bajaban en bicicleta, vehículo por excelencia de la época para la clase trabajadora.
En aquella fábrica se procesaba por secado y evaporación el suero recibido de la SADI, fábrica establecida con anterioridad y contigua que elaboraba mantequilla y unos característicos quesos de bola envueltos en parafina roja, tipo holandés. Los bidones de recogida de la leche, de hierro y por tanto pesados, de 40 litros, circulaban por toda la comarca en camiones o en carros de caballo a los pueblos más cercanos, entre los que figuraba Parres. El primer lechero que recuerdo es Felipe Concha, de Porrúa montado en el carro con su pata de palo rígida, sentado de medio lado para así poder atender a los clientes con su carromato, lloviese o hiciese sol. Primeramente la leche lo recogía Joaquina Romano, pero al dejarlo para ir a trabajar a Llanes, lo empezaron a recoger en la Tienda de Venancio, sus hijas Serafina y Lina Junco que a la vez atendían la pequeña tienda de comestibles, la venta del pan y el bar. Durante un tiempo la leche la bajaba hasta Llanes, Ramón Noriega Varela y al final, cuando Felipe lo dejó por no poder atenderlo, cogió el traspaso José Gutiérrez Noriega  que primeramente también había sido su ayudante. La leche se repartía a su paso por Pancar y en el Cotiellu donde tenía un pequeño despacho a donde acudía la clientela de la villa y la sobrante se entregaba en la SADI.
El día de El Bollu de La Guía, mi abuela Araceli, mi prima Tere y yo fuimos a llevar la comida a mi padre a la fábrica. Un olor a suero lo invadía todo mientras caminábamos por unos pasillos plagados de palanganas de acero y en cuyas paredes se había depositado una gruesa capa de polvo amarillento y una jungla de aceradas tuberías. Apenas recuerdo algo más aparte que la sala de caldera, por el calor que desprendía y el ruido que hacía su ventilador de admisión. Encima de la caldera unos relojes enormes marcaban la temperatura y la presión que debía mantenerse en seis atmósferas, so riesgo de explosión. Para evitarlo, disponía de una válvula de escape por la que echaba un hilo continuo de vapor que se perdía entre las viguetas del alto tejado. A la salida del edificio, cerca del portón de entrada, había un depósito donde vertía y tomaba agua el refrigerador del sistema.
Nos despedimos de mi padre que debía seguir su trabajo y de la mano de mi abuela fuimos a comer a la playa de Puertu Chicu. Allí jugué tímidamente por primera vez con la arena, temeroso de la marea que nos iba empujando poco a poco hacia las escaleras.
No es mi objetivo contar mi vida en estas narraciones, sino tan sólo situar a los lectores en un tiempo, desconocido para unos, en tanto para otros que lo vivieron, les aporte una perspectiva distinta desde la que no hayan podido contemplarlo.
Mi madre enfermaría aquel año de la pleura y por tanto entre curación y recaídas habría de estar siete largos meses en cama. A mí por alejarme de un posible contagio me llevaba mi abuela Araceli con ella y en muchas ocasiones me quedaba a dormir en su casa de Tamés. Madre, que así la llamaba imitando a mi propia madre, por las noches, me leía de su breviario viejas historias sagradas que me hacían sumir rápidamente en un sueño a la luz tenue y amarillenta de una palmatoria que aún conservo y que me lleva, cuando la miro, a aquellos mis tiernos años de infancia.
Alguna vez, me sentaba en el cuarto vacío de mi abuelo, sobre la cama turca, una mesita con el olor a tabaco de cuarterón que aún salía al abrir el cajón. Madre, sacaba de una gaveta la pluma de mango de hueso y un tintero “Pelicano” azul, papel y sobre “Par avión” de la misma textura y consistencia de las hojas del misal.
Solos, los dos, le comentaba mi comienzo de curso y los progresos que mi prima Marta María hacía al caminar y al hablar. Madre me pedía que para acabar le pidiese a Padre que tuviese a bien contestarnos con mayor frecuencia de la que usaba, pues queríamos saber cómo le iba por tierras venezolanas. Aquella carta adornada con paisajes hechos por mí del entorno del barrio y de la casa, rebozada de champlones que enmendaba con polvos talco, era para mí el mayor orgullo. Además era el único vínculo posible entre el abuelo y su familia y el pueblo al que habría de volver sin tardar, pero que a mí me llegó a parecer toda una eternidad.

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