Aquel otoño había venido acompañado de días calurosos como si fuesen abandonados por el verano en su marcha. Los frecuentes e inesperados chubascos y las bocanadas de aire del sur maduraban los frutos ya de por sí adelantados. En las tardes de los sábados sin nada mejor que hacer, tomaba el camino empedrado que discurre desde mi casa hasta los confines del pueblo. Llevaba colgado al hombro un saco de yute con el que taparme en caso de lluvia y en la mano una saca hecha por madre de la cubierta azulada de un viejo colchón de purreta.
Había recorrido varias veces el camino acompañando a mi madre o a mi abuela, por lo que ya no suponía para mí ningún peligro de extravío. En mi memoria era capaz de dibujar cada rincón del camino, cada cuesta y cada entrada a las fincas y aún varias décadas después aún conservo hasta la imagen de sus propietarios haciendo labores de siega, aunque se me hayan, en cambio, borrado sus nombres. Sabía pues, dónde encontrar las castañas más adelantadas o las más tardías y dónde las daban dulces, otras abiertas de su piel y las cacabiellas y, entonces, ni perdía el tiempo buscando bajo ellas.
Calzado de botas chirucas, evitaba los charcos para no mancharlas si quería conservarlas para las demás ocasiones. Era mi mejor calzado, mi único calzado para ir a la escuela por semana o el domingo a misa. Eran más aptas para esconchar castañas o esmugar nueces que las madreñas. El camino se adentraba a trechos en una espesa fronda de avellanos y en otros se abría paso entre prados cercados por muros de piedra. A poca distancia del bosque de La Mata, debía desviarme a la derecha y subir por una pendiente donde enormes castaños sembraban por el suelo sus ariscos frutos. En uno de los troncos que el rayo había herido en el invierno anterior, observé con sorpresa el redondo nido labrado del picanoriu. En muchas ocasiones había escuchado el “toc toc” perdido en el fondo de los bosques de su acerado pico, pero nunca había tenido ocasión de encontrarme alguno.
Dejaba colgado el saco de un gromu, para verlo cuando me marchase e iniciaba la recogida de las castañas. Una vez llena la bolsa la volcaba al saco que corría de lugar para tenerlo más a mano. Doblando una caña de castaño la convertía en rudimentaria tenaza con la que sacaba las que quedaban enredadas al caer entre las bardas.
Aún con suficiente luz, me adentraba hasta el Requexáu donde había una cabaña con su higuera y algunos nogales más. Era territorio desconocido para mí y cualquier ruido en la hojarasca hacía contener el aliento hasta oír con claridad los latidos del corazón. Podría haber sido la caída de una pella de oricios como los pasos de alguien dedicado a la misma tarea o también la llegada del dueño o la presencia del jabalí: en cualquiera de estos dos últimos casos se aconsejaba la retirada. La frondosidad del lugar parecía comerse la tarde. Al salir de aquel estrecho y oscuro valle la tarde volvió a recobrar la luz perdida. El saco continuaba en su sitio oculto bajo unos helechos. Lo recargué para atarlo y llevarlo terciado en mis hombros. Otro día continuaría el camino hasta Jou’l Duque o seguiría primero hasta Jorada, pero para ello habría de salir antes de casa.
Había aprendido bien las normas transferidas oralmente de padres a hijos sobre la recogida de los frutos. En los comunales y lugares abiertos, nadie podía decirte nada porque entre todos se compartían escaseces y abundancia. Tratamiento aparte dábamos a los árboles, generalmente nogales, plantados por algún vecino en terreno un comunal. Árbol y terreno bajo la sombra de sus hojas pertenecía de por vida del árbol a quien lo plantó o a sus herederos. El usufructo hacía ley, podría decirse. Sólo la caída del árbol devolvía el comunal a todos en el caso de que no se plantase uno nuevo en su lugar. Estos árboles debieron de ser plantados bajo la tutela de alguna ley protectora para fomentar la forestación y quizás para enmendar la devastación producida por algún vientón, como se solía llamar a los huracanados. Así, por poner un ejemplo, recuerdo dos nogales en los esconces del camino a Tresierra, pertenecientes al tío Félix Hano de la Pereda. De ellos recogíamos al pasar lo que por el viento, la lluvia o la maduración se caía al suelo, pero nunca se dimían con varas, hecho reservado a su propietario. Día a día, al pasar bajo ellos íbamos recogiendo las caídas. En el caso de que llegase su dueño, cosa improbable, bastaba con dejar de pañarlas a no ser que él nos diese permiso. En ningún caso se le ocurría pedirte las que ya llevabas recogidas.
Las castañas eran el alimento más común entonces y constituían la reserva de alimento para el invierno, la estación más dura del año. Había toda una cultura entorno a este rico fruto. Las comíamos crudas, mientras las recogíamos, eligiendo siempre las más amarillas por resultar las más dulces. Nos aconsejaban no beber agua ni comer demasiadas si no queríamos que nos doliese la barriga. Después de secas al sol unos días, se les pelaba la primera capa para cocerlas en una tartera con agua y un poco de sal. Bien cocidas, tiernas, se les retiraba el agua y así calientes, en medio de la mesa, cada cual a su ritmo las pelaba de los restos del pulguín o segunda piel que es muy amarga, para acompañar a cortos sorbos de leche fría. En algunas partes las asadas de esta forma se las llama pulguines en referencia clara a esta segunda piel.
Menos trabajo que las cocidas daban las corbatas, a las que se quitaba, a punta de cuchillo, solamente una tira de la primera capa. Daban más trabajo, en cambio, al comerlas porque sudaban y la piel no despegaba bien. Para mí gusto, bien merecía ayudar a pelarlas del todo. Posiblemente con prisa y en el caso de familias numerosas, ― estoy hablando de entre ocho y catorce componentes ― es posible que se hubiese descubierto esta forma para no pelar tanta castaña, aunque también es cierto que con tal prole, se solían repartir muy bien todas las tareas y entre ellas, a alguien le tocaba la de pelar castañas o patatas, antes de llevar a cabo otras más duras.
Las asadas en la chapa o en el horno se llevan la palma, a mi gusto, en el sabor. Para asarlas les mozcábamos un trozo para que no reventaran en las narices de nadie. Se removían para darles la vuelta de vez en cuando con el hierro de la cocina. Al poco, un exquisito aroma dulzón invadía la casa. Solían ser el segundo plato de la cena, después de las patatas guisadas con pimentón y hoja de laurel que muchas noches tomábamos para irnos con los pies calientes a la cama.
Anteriormente, al no haber cocinas con chapa ni horno, se hacían tamboritadas en un tambor hecho con chapa agujereada y con asa para removerlas de vez en cuando colgadas de la cadena bajo la campana del llar. En este caso no era preciso mozcarlas. Cuando comenzaban a reventar era señal de que ya estaban asadas la gran mayoría.
Las que se quedaban demasiado secas con el tiempo, las mayucas, se comían crudas y de duras que resultaban había que rucarlas. Cocidas en leche con miel o azúcar estaban bien tiernas. Había quien las usaba también como base para una sopa.
El problema de conservación se resolvía evitando la humedad y los roedores. En casa, una vez secas se guardaban en el arcón o en el mismo desván, junto a las nueces, las alubias y las patatas. Los numerosos gatos que muraban por el barrio hacían su parte. No había gatos señoritos como ahora.
En los bosques se pueden ver pequeñas construcciones circulares de piedra, cuerras o cuerres, donde se guardaban las castañas con o sin oriciu y de esa forma se evitaba que los jabalíes o los tasugos las comiesen. A nadie se le ocurría allanar este primitivo recinto. A medida que se consumían en casa se volvía a la cuerre a por ellas. También se hacían cuerres cerca de la cabaña para tenerlas vigiladas y más a mano. Lo importante era alargar su consumo lo más posible hasta poder disponer del uso del maíz que era otra de las fuentes alimenticias que cubrían nuestras necesidades y del que daré cuenta de mis recuerdos en el próximo número.
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