La vida en la aldea, estaba muy relacionada con el bosque. Los vientos huracanados y la tala para aprovechamiento del castaño en la construcción, había mermado el número de ejemplares de este árbol autóctono; en realidad, los que quedaban raramente formaban bosque. Tan sólo se conservaban los mayores, porque ya no eran tan aptos para madera y tampoco como combustible, aparte de los frutos para consumo en el invierno. Los castaños que se plantaron a partir de entonces, los llamadas japoneses, son de crecimiento más rápido y de tronco recto sin apenas cañas, que los hace más valiosos para la serrería, pero sus frutos son insípidos y la piel se desprende con dificultad. Coincidió también con el apogeo del eucalipto para las papeleras y las minas, pues su crecimiento rápido y además porque sólo basta con plantarlo una vez y él se va expandiendo, que a la larga es un defecto más que una virtud.
Por los caminos de la aldea, en las pequeñas camperas y en los cuetos, existen aún numerosos nogales por mor de una ley que favorecía la plantación de esta especie frutal. Se les protegía de forma que los animales sueltos no los dañaran hasta su fortalecimiento. Pertenecía de por vida, del árbol, al vecino que lo hubiese plantado así como el terreno bajo su sombra y se le reconocía el derecho a sus herederos. Recuerdo uno cerca de mi casa, conocido como “el nogal del tío Félix” que lo había plantado, quizás en vida de su padre y de esto hará ya más del siglo. Las nueces caídas de forma natural podían ser recogidas por cualquier persona. Sólo su dueño las podía varear. Los rapaces las echábamos abajo a pedrada limpia; los cuervos las llevaban a estrellarlas contra una roca. A estas aves se les debe la mayoría de nogales que nacen actualmente.
Los días de vientos racheados, eran los más apropiados para ir “al buscu”. Recorríamos el pueblo para buscar las nueces caídas de los numerosos nogales plantados de esa forma al lado de los caminos y en términos públicos o incluso los que estaban en abertal. Salíamos de la escuela y en casa tomábamos un saco ya preparado para tal efecto, bocadillo de merienda en ristre, algunas veces con una onza de chocolate, queso o chorizo, las menos, y nos adentrábamos por La Mañanga, o por La Boriza, hasta los mismos límites con el pueblo de Porrúa. No era solamente la nuez, el objetivo de nuestra salida. Algunos castaños más soleados ya dejaban caer algunos frutos maduros. Las higueras plantadas al lado de las cabañas aún conservaban algunos de sus melosos frutos, mientras íbamos llenando la saca de castañas y nueces.
A veces, bajo la oscura fronda del repentino anochecer otoñal, por un inexplicable mecanismo, presentía la cercanía de algún animal que posiblemente tenía tanto miedo de mí como yo de él y se me erizaban los pelos. Golpeaba con la guillada que llevaba conmigo las cañas y escuchaba sus carreras sobre la hojarasca.
Alguna vez, el susto me vino de una voz recia del dueño de la finca en la que me encontraba buscando y cambiaba inmediatamente de lugar. Sabía de oírlo contar en casa una ley tácita, no escrita, por la que, dado el caso de que el propietario del abertal llegase a recoger sus castañas, nunca podría exigirme la devolución de la mercancía, pero tampoco yo debía esmugar los oricios para sacar las castañas. Estos eran recogidos por el dueño para llevarlos a la cuerre, construcción circular con muro sin entrada para evitar la entrada del jabalí. Así protegidas bajo su piel espinosa se conservaban hasta su consumo en pleno invierno.
En aquel tiempo de mi niñez, los recursos familiares no andaban sobrados. Todo lo que se recogía servía para el consumo del año y había suficiente para todos los vecinos. Normalmente nadie se sentía molesto porque se buscase en sus propiedades en abertal, otra cosa bien distinta era si se entraba con descaro en las que había cerradas de muro.
Cuando me parecía que la noche se me echaba encima, aceleraba el paso de regreso. Las luces del anochecer jugaban malas pasadas con los rayos deshilachados a través de los zarzales y gromos de los caminos. Eran tiempos de oscuras historias de guardias y emboscados en las tertulias, de ánimas y demonios en los sermones y de leyendas de sacaúntos y hombres del saco como para tenernos a todos en el mismo saco de la servidumbre.
Las campanas en el campanario de la iglesia, llamando a oración, con sus badajos lanzaban al fresco aire de la boriza, tristes notas que me impelían a caminar aún más deprisa hasta que divisaba los tejados de la Veguca.
Al día siguiente las nueces ahornadas en la chapa de la cocina las llevaba en el bolsillo para el recreo de la mañana. El macio que quedaba en mis manos se resistía a borrarse. Sólo restregándolas en el verdín de las piedras junto a la fuente me lo quitaba, en parte.
Solíamos recoger las nueces caídas del nogal que aún existe junto a la escuela. A los maestros, por aquello de la urbanidad que también calificaban, no les hacía gracia que llevásemos las manos pintadas del verde del maciu, que con el tiempo se volvía del color de la nicotina y ni el chimbo ni la lejía podía con la nogalina. En los maizales de La Viña, buscaba otro remedio. Algunos maíces tenían un hongo parásito, el cornezuelo del centeno, conocido por nosotros como “la mona” , con el que nos restregábamos los dedos y al aclararlo en la fuente se atenuaba el tinte y podíamos evitar un disgusto mayor en el aula.
Aún se conserva, como dije, el nogal de mi infancia en la escuela y que fue también el de mis padres, sólo que ahora, con los años, ganó en belleza con su praxitélica figura que parece no estar sujeta a la ley de Newton, a la furia de Eolo ni a la clepsidra de Cronos.
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