Había en el pueblo un bar de gran solera, “El Rosal”, nombre que mantiene el sitio, aún cuando el establecimiento hace ya años que cerró sus puertas. Formaba parte de la casa de Ramón Bustillo, primer dueño al que yo no llegué a conocer. El establecimiento, tal como yo lo recuerdo de más niño, lo atendía su hija Serafina Bustillo Varela, casada con Wences Noriega González, tío abuelo mío. Tiempo después, quedó en la casa y bar Serafina y su hijo Diego quien lo seguiría regentando tras la muerte de su madre. Cines, Siti, Ramón y Fini, los demás hermanos de Diego, salieron del pueblo con la emigración los dos últimos y a otros lugares de Asturias los dos primeros.
Los vecinos de Parres se repartían entre el “Chispún” y el “Rosal”, quienes para las compras, quienes para la tertulia diaria en la que se compartía alguna media botella de vino.
Aún se puede apreciar el rincón dentro del pequeño huerto que separa la entrada al edificio con la carretera, en el que había una pesada mesa de forja al amparo de una enredadera de pasionaria, embebido del olor dulzón de un heliotropo. Nada más traspasar el dintel, estaba a la izquierda la escalera a la zona privada de la vivienda. El bar ocupaba el resto de la planta baja del edificio, en el estregal, a cuyos lados tenía a lo sumo unas cinco mesas que dejaban paso hasta la barra.
El conjunto lo recuerdo como un ambiente cálido, con su olor característico, el de todos los bares, a vinagre y a tabaco, pobremente iluminado por una ventana además del cuarterón de la puerta de entrada, cuando el tiempo lo permitía. Al otro lado del mostrador, estaba el fogón de la cocina en un cuarto pequeño desde el que emanaban al mediodía y la noche los olores del guiso o de la sartén en la que se freían unos torreznos, daque chorizo o borono para tentar al más santo varón aún en época de cuaresma.
Sobre las mesas, ya digo, las medias de vino y los pequeños vasos a su alrededor, también algún porrón y el paquete mugriento de cartas que daban mano y pie a interminables partidas bajo una bombilla que apenas iluminaba las caras y ocultaba las señas prohibidas del tute y el subastao así como también las permitidas en la brisca. Al otro lado, lugar privilegiado junto a la pequeña ventana desde la que se veía el paso de los vehículos por la carretera, estaba por estar junto al ventano, la mesa de los lectores. Camilo Fernández Mendoza anotaba a pluma en un cuaderno las ideas que se le venían a la cabeza para preparar la crónica en el semanario “El Oriente de Asturias” del cual era corresponsal. En tanto, Ricardín Gómez Gutiérrez, el alcalde, leía del periódico una noticia a todos los allí presentes. Antonio Sobrino Noriega acabado de rellenar la última casilla del crucigrama, del que era asiduo, plegó el papel antes de dejarlo en
la estantería y comentó la noticia leída por Ricardo, abriendo así entre los tres un foro de discusión a la que por inercia se fueron incorporando el resto de tertulianos con la boca caliente con el vino peleón.
En tanto, yo esperaba gustoso a que Serafina me llenase la media botella de vino que fue a cargar de la damajuana en una esquina del local. Hubiese preferido continuar escuchándolos por más tiempo y seguir el hilo de aquel improvisado debate, pero debía llegar pronto a casa que me esperaban para comer.
Salí fuera con el encargo. Aparcados junto a la pandina estaban dos caballos sujetos a sus respectivos carros y espantaban como podían las moscas que chupaban el sudor de su piel, mientras esperaban a que sus dueños, aliviasen la sed a la sombra dentro del bar.
El tiempo que todo lo borra, acabará borrando los nombres y los recuerdos. Sólo las labradas piedras de la noble construcción permanecerán testimoniales durante muchos más años.¡Ah, si las piedras hablaran! Cuántas tertulias, anécdotas e historias no quedarían retenidas entre sus juntas. Cuántas citas cumplidas, cuántas otras fallidas de las acordadas en la pandina, junto al Rosal. Enfrente está la Vega los Romeros, donde se dan cita, año tras año, desde tiempo inmemorial, los romeros en la salida de ramos hacia el campo de Santa Marina.
Los vecinos de Parres se repartían entre el “Chispún” y el “Rosal”, quienes para las compras, quienes para la tertulia diaria en la que se compartía alguna media botella de vino.
Aún se puede apreciar el rincón dentro del pequeño huerto que separa la entrada al edificio con la carretera, en el que había una pesada mesa de forja al amparo de una enredadera de pasionaria, embebido del olor dulzón de un heliotropo. Nada más traspasar el dintel, estaba a la izquierda la escalera a la zona privada de la vivienda. El bar ocupaba el resto de la planta baja del edificio, en el estregal, a cuyos lados tenía a lo sumo unas cinco mesas que dejaban paso hasta la barra.
El conjunto lo recuerdo como un ambiente cálido, con su olor característico, el de todos los bares, a vinagre y a tabaco, pobremente iluminado por una ventana además del cuarterón de la puerta de entrada, cuando el tiempo lo permitía. Al otro lado del mostrador, estaba el fogón de la cocina en un cuarto pequeño desde el que emanaban al mediodía y la noche los olores del guiso o de la sartén en la que se freían unos torreznos, daque chorizo o borono para tentar al más santo varón aún en época de cuaresma.
Sobre las mesas, ya digo, las medias de vino y los pequeños vasos a su alrededor, también algún porrón y el paquete mugriento de cartas que daban mano y pie a interminables partidas bajo una bombilla que apenas iluminaba las caras y ocultaba las señas prohibidas del tute y el subastao así como también las permitidas en la brisca. Al otro lado, lugar privilegiado junto a la pequeña ventana desde la que se veía el paso de los vehículos por la carretera, estaba por estar junto al ventano, la mesa de los lectores. Camilo Fernández Mendoza anotaba a pluma en un cuaderno las ideas que se le venían a la cabeza para preparar la crónica en el semanario “El Oriente de Asturias” del cual era corresponsal. En tanto, Ricardín Gómez Gutiérrez, el alcalde, leía del periódico una noticia a todos los allí presentes. Antonio Sobrino Noriega acabado de rellenar la última casilla del crucigrama, del que era asiduo, plegó el papel antes de dejarlo en
la estantería y comentó la noticia leída por Ricardo, abriendo así entre los tres un foro de discusión a la que por inercia se fueron incorporando el resto de tertulianos con la boca caliente con el vino peleón.
En tanto, yo esperaba gustoso a que Serafina me llenase la media botella de vino que fue a cargar de la damajuana en una esquina del local. Hubiese preferido continuar escuchándolos por más tiempo y seguir el hilo de aquel improvisado debate, pero debía llegar pronto a casa que me esperaban para comer.
Salí fuera con el encargo. Aparcados junto a la pandina estaban dos caballos sujetos a sus respectivos carros y espantaban como podían las moscas que chupaban el sudor de su piel, mientras esperaban a que sus dueños, aliviasen la sed a la sombra dentro del bar.
El tiempo que todo lo borra, acabará borrando los nombres y los recuerdos. Sólo las labradas piedras de la noble construcción permanecerán testimoniales durante muchos más años.¡Ah, si las piedras hablaran! Cuántas tertulias, anécdotas e historias no quedarían retenidas entre sus juntas. Cuántas citas cumplidas, cuántas otras fallidas de las acordadas en la pandina, junto al Rosal. Enfrente está la Vega los Romeros, donde se dan cita, año tras año, desde tiempo inmemorial, los romeros en la salida de ramos hacia el campo de Santa Marina.
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