En primer lugar, se araban los campos con las yuntas de bueyes o vacas. Recuerdo ir de candilón guiando las vacas con la guiyada mientras que Ignacio o Santos, que eran dos de los aradores que había en el pueblo, dirigían la secha dándole la cala necesaria. En ocasiones ellos solos dirigían las vacas ya bien adiestradas, desde atrás, a base de voces y la guiyada que llevaban siempre a punto.
Después de arado el terreno se echaba el maíz y las habas a la secha para no hacer riegos y a continuación se pasaba el rastro para desterronar y quitar las malas hierbas y raíces. En algunas casas, pocas, existía ya una elemental mecanización de tracción animal, por supuesto. Aparte de la máquina de arar y el rastro, existía la máquina de hacer riegos y la sembradora. Para el sayu se usaba la de hacer los riegos.
Al cabo de unas semanas, brotaban los maíces. Cuando levantaban poco más de una cuarta, era el momento de darles el primer sayu. Para esta labor era común ver en los peazos a varias mujeres en fila llevando por delante todo el ancho del sembrado. A mí me tocaba, antes de poder con la azada, ralear las filas, arrancando los maíces menos crecidos de los que salían juntos y dejando entre uno y otro aproximadamente un pie de distancia. Los que iba arrancando los amontonaba en la orilla para llevarlos como comida para el ganado.
Pasado un tiempo, se volvía a hacer el resayu para arrimarles más tierra y protegerlos de la sequía del verano. Si el tiempo venía bien, sin demasiado viento, con algo de lluvia y mucho sol, pronto salían las panojas y las espigas. Ya maduras las espigas y cumplida la función de polinización se cortaban a mano triscándolas por el nudo inmediato de encima de la última panoja hasta completar un brazado. Así se soleaba más y maduraba antes, aunque corría el riesgo del ataque de los cuervos y de las pegas. Ya secas las panojas, en septiembre, venía la labor de cortar el maíz con la joceta y apilarlo en gaviellas cuyo número dependía de la extensión del terreno.
Otro día se venía con el carro y se comenzaba a recoger las panojas que se echaban en los cunachos de madera y de éstos a los sacos hasta llenar el carro. Si se disponía de ayuda esta labor era para un día nada más, si no, había que volver cuantas veces fuera necesario hasta llevar todo el maíz a casa. Los tazones ya sin panoja se ataban en marreñas que conformaban entre todas una nueva gavilla que permanecería en la finca para la ceba del invierno. La paya, que así se llamaba, la llevábamos para cebar al ganado por la noche. A la mañana me tocaba recoger los tazones ya pelados por los animales y picarlos en un tayu con el h.achu y lo volvía a la cama de las vacas para formar el cuchu que abonaría la siembra del año siguiente en un continuo ciclo.
En las esbillas, se juntaba la gente, familiares, vecinos o amigos en el estregal de la casa. A los niños nos gustaba tumbarnos en las montañas de purreta o recoger las barbas de varios colores de las panojas para hacernos un mostacho. De las vigas se colgaban los alambres que casi llegaban al suelo. A mí me correspondía apurrir las panojas de dos en dos a mi padre que se subía a una banqueta para cerrarla antes de que tocase con la viga. En un descuido de mi padre, osaba también enrestrar.
Anteriormente se enrestraba con xuncos secos. Se iniciaba con tres juntos atados y se añadían las panojas una a una en cada vuelta. Antes de que se acabase un junco se añadía otro y se seguía la ristra hasta que midiese una o dos escobas, dependiendo del sitio de donde se fuese a colgar. Las xunqueras venían andando desde Pimiango y Unquera con sus cargas de juncos. En el pueblo las dejaban en una casa de confianza y desde ella los iban ofreciendo por las casas. Cada vecino compraba las que sabía necesarias para el número de riestras que consideraba tener.
En el bosque recogíamos las hojas secas de los castaños, aquellas que tenían el color amarillo por ser signo de estar ya suficientemente secas. Las atábamos en manojos que colgábamos de la viga de la cocina para guardarlas para todo el año. Se usaban para colocar sobre ellas la masa de la harina. La harina se piñeraba para quitarle la cascarilla, aunténtico alimento, pero que por desconocimiento siempre se les echaba a las gallinas amasado para que pusieran más. Al menos ellas nos daban los huevos más rojos y sabrosos y en el cambio no se perdía tanto.
En un barreño de madera se amasaba la harina suficiente con una pizca de sal y agua templada, la suficiente para que no se aguase demasiado. Así hecha una bola se dejaba tapada en la endesca por un paño de cocina para que yeldase y poder utilizarla por la noche.
En la sartén con aceite si lo había y si no con el unto del cerdo se freían los tortos. Para hacerlos bastaba tomar un poco de la masa y hacerla una bola entre las manos para aplanarla luego sobre el rodillo. Se azucaraban por las dos caras y se comían con la leche fresca con su superficie de nata. Con miel, con mermelada o con queso fresco representa todo un plato exquisito. "A la ranchera" se llaman si sobre ellos se fríen, en la última cara, un huevo. Otra veces por gusto o por ahorrar el aceite, se colocaba la masa sobre las hojas de castañar y se tapaba con otras antes de llevarla a la chapa de la cocina ya caldeada. Así se asaba por un lado y con el cuchillo se levantaba para darle la vuelta. Al fin con la hoja del cuchillo se le raspaban los restos de las hojas ya quemadas y así caliente aún acompañaba, a falta de pan, al plato de patatas cocidas, a las alubias, al queso fresco o leche. También se usaban las hojas de las berzas y entonces la casa se llenaba de un agradable olor. Esta forma se llamaba talo, palabra de origen vasco y que da el nombre también a una chapa que antes de existir las cocinas de chapa se colgaba sobre el llar para asar los tortos o las mismas castañas.
Excepcionalmente para festejar algo, se hacía la borona en una batea especial que se metía al horno o entre las cenizas del llar, una vez apagadas las llamas y así cocía toda la noche. Si dentro se le podía meter chorizo en trozos o tocino entreverado de jamón, se les decía borona preñada. Con los restos de la borona al cabo de los días, se hacía una especie de sopa caliente con leche que llamábamos mazcazón. Las pulientas o polendas se hacían cociendo la harina en agua y se revolvían con un palo para que no grumasen. Una vez cocidas se echaban calientes en el plato y sobre ellas, se abría un hueco para la miel o el azúcar. Se comían con la cuchara por la orilla llevándola a recoger un poco de la miel.
En el matacío del gochu, por San Martín, se usaba la harina del maíz en la elaboración de los boronos. Entonces se amasaba con la sangre del cerdo y una parte de cebolla y otra de tocino todo finamente troceado. Los boronos se comían especialmente en el día de la matanza, por todos los invitados a la cena que se llamaba "morcilla", que eran los vecinos, familiares y más allegados. Se tomaban recién sacados de la olla donde cocían en agua y se acompañaban de leche muy fría. Se guardaban para el año cubiertos del unto que los protegía de quedarse canos. Si eso ocurría, incluso se recuperaban volviéndolos a hervir, pero ya no era bueno su sabor, aunque muchos tampoco le podían hacer reparos. Otra forma de comerlos era fritos en rodajas. Hoy se expenden en los bares como acompañantes de los vinos en el tiempo frío y se consideran como verdadero manjar y un detalle para el local. Al menos así no se pierde la costumbre del todo. Todo un manjar heredado de los nativos del continente americano de donde llegó este rico producto. Curiosamente los mismos que lo usaron en tiempos de tanta necesidad, lo consideran ahora como alimento inferior al uso de las harinas del trigo que dan el plan blanco, pero desprovisto de lo mejor del cereal. Pasados los años y con ellos los gustos cambiados, se dejó de usar el maíz. La juventud prefiere comerlo tostado o en palomitas, costumbre que nos llegó de fuera y desconoce el uso del maíz tal como lo conocimos los mayores. Los molinos a los que yo iba están destruidos unos o restaurados como casas de aldea otros, pero por suerte se vende la harina en las tiendas de comestibles y puedo aún darme el gusto de recordar por el paladar los tiempos lejanos de mi niñez. En algunas panaderías aún fabrican las boronas y los panes mixtos de harinas que los hacen extremadamente ricos y nutritivos.
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