Las castañas calmaron el hambre de la posguerra en todas las familias del campo y también de la ciudad.
Mis abuelos las guardaban extendidas en la salona, de gruesos tablones de castaño, a la que se accedía desde el penúltimo peldaño de la escalera que desembocaba en el pasillo entre las dos únicas habitaciones. Separada apenas con un medio tabique del pajar de la cuadra colindante del que llegaba predominante el olor a heno guardaba para mí otras sensaciones olfativas que yo adjudicaba al viejo baúl y al armario ropero de luna piada que guardaba viejas gabardinas y chaquetas de lana, siendo no obstante un recinto bien ventilado por un ventanal sin cristales al sur, un ventano al norte y el tejado por el que se deslizaba el aire entre las tejas y las ripias. De los pontones colgaban las ristras del maíz, ajos y cebollas. Extendidas sobre viejas colchas se secaban las castañas, las nueces y las avellanas. Sobre una tarima improvisada con tablas se extendían las habas blancas y de color antes de guardarlas en sacas. En la parte más oscura, tapadas con sacos, se guardaban las patatas . Una numerosa familia de gatos nacidos por el henal se encargaban de mantener la sala libre de indeseables inquilinos.
Las castañas se asaban en el horno de la cocina de leña o bien en la chapa cimera, junto al talo de maíz sobre hojas de castaño o de berza. Era la cena habitual que acompañaba al tazón de leche fresca. Otras veces se cocían en agua con una pizca de sal, peladas enteramente o a medio pelar, a las que llamábamos corbatas. Si sobraban, se hacían sopas con leche y azúcar del desayuno.
Pero las más sabrosas eran las magostadas, por la aventura que conllevaba hacerlas. Los domingos por la tarde nos juntábamos toda lo chavalería en la bolera, junto a la escuela para decidir el lugar del magüestu. Llegados al lugar elegido, nos organizábamos en grupos para recoger las castañas, para preparar la cama de helechos y recoger la leña de la fogata. Se mozcaban las castañas para que no saltasen al calentar y se iban extendiendo sobre una cama de helechos frescos y se tapaban con más helechos. Así asaban en dulce antes de que se quedaran como carbonilla, incomibles.
La tarea más delicada era controlar el fuego de forma que no fuese demasiado intenso ni que faltase calor constante al magostal. Nos servíamos de las árgomas secas de los gromos, tojo, tan abundante en la zona y de helechos secos principalmente. Elegíamos una campera libre donde las llamas no pusieran en peligro el bosque y rodeábamos la fogata con piedras. Mientras los improvisados cocineros, removían las castañas con varas de avellano, los demás jugábamos a pescar, es decir, a correr a pillar hasta que las primeras explosiones de las castañas testigo que se echaban sin moscar, nos avisaban de que estaban bien magostadas.
Se retiraba el fuego y se tapaban con la misma ceniza y algunos helechos por encima para que cocieran en dulce. Pasado un tiempo prudencial, se abría el montón y con una vara se arrastraban de entre las cenizas y se extendían por el verde, de donde cada uno las iba tomando a medida que se comían.
En mi etapa de maestro, prácticamente al cien por cien en el ámbito rural, me pareció importante trasmitirlo a mis alumnos, como un legado del pasado que encontró eco entre compañeros y padres. Aprovechábamos la actividad para inculcarles el respeto al medio ambiente, al bosque y a las tradiciones, siempre acompañada de juegos y estudio de la flora y fauna del bosque, con el que deben sentirse integrados. Así fue como se transmitieron las costumbres positivas para la humanidad.
Repartidas las castañas sobrantes entre todos, sólo quedaron entre las cenizas las que decíamos “cagalitos de la zorra”, las carbonizada y las cacabiellas.
Hacíamos el camino de regreso charlando amigablemente, entizonados hasta las orejas y suficientemente cansados, pero contentos por aquel agradable domingo que acabábamos de pasar.
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