miércoles, 18 de junio de 2014

45.- El bosque

Para calentarnos en invierno o cocinar todo el año, disponíamos única y exclusivamente del leñero amontonado bajo la higuera, junto a la pequeña portilla de entrada al huerto. Siempre debíamos tener a punto leña seca para prender el fuego. Así es que cualquier ramasco seco que encontrábamos en los bosques, nos seguía arrastrado por los caminos hasta casa.
Una de las primeras tareas que se me encomendó fue la de traer pequeñas cargas de justes y mollejas desde los bosques de Patica y las Llastrucas de regreso de llevar las vacas al pasto y así mantener abastecido el leñero. La leña más consistente, la única que podía mantener la voracidad del fuego, la traíamos de los bosques talados o de restos abatidos por el viento.
Los bosques contribuían a nuestra subsistencia, tanto si eran comunales, como privados y por eso se respetaba su equilibrio con un uso sostenible. En los bosques de eucalipto recogíamos las cañas caídas o cortábamos los serpollos secos y las cádabas quemadas de los gromos. En realidad con esta especie arbórea se tenía asegurado el mantenimiento del hogar. Los bosques autóctonos se prestaban más a ser rozados y recoger a la vez la hojarasca caída en el otoño para cubrir la cama del ganado. Había dos actividades muy relacionadas entre sí que suponían casi un ritual. Por una parte estaba el buscu. Ese contacto con el bosque desde época tan temprana me reporta infinidad de sensaciones tanto olfativas como cromáticas. Los olores de las hojas secas, del musgo, del helecho, del gromo florecido se juntan con los colores amarillos, ocres, rojos y esmeraldas de las hojas. Los sonidos de las pisadas en la hojarasca, el gemido de las cañas de los grandes eucaliptos al rozarse entre sí movidas por el viento y los distintos cantos de las aves, el ladrido de la zorra, el gruñido del jabalí, el roer de las ardillas en lo alto de las cañas o el roce de alguna culebra al esconderse entre las piedras del muro caído aceleraban fuertemente mi pulso.
Alguna tarde del otoño, bien entrado noviembre, acompañaba a mi madre hasta el bosques del Jogu’l Duque, lleno de viejos castañares. Me encantaba encontrar los frutos sueltos, de piel brillante y llenar mi pequeña bolsa colgada a la cintura. Pronto aprendí a distinguir las buenas castañas de las cacabiellas que mi madre retiraba cuando nos sentábamos a merendar y que dejaba en nada mi exigua recolección. Apretaba el pan para que no se saliese el azúcar y el aceite que formaba mi exquisita merienda y escuchaba a mi madre esmugar los oricios. Subíamos por las inclinadas cuestas del bosque hasta pasar a los eriales de Porrúa donde se encontraban las cabañas y las cuadras, en cuyos aledaños siempre había indefectiblemente alguna higuera o nogal que completaban cuando menos mi merienda.
La tarde caía, acelerada por los frondosos y repetidos boscajes que cerraban el cielo, así que cuando salíamos a ver La Quinta y Argandeñu era como si el día hubiese recuperado su luz y yo el ánimo por llegar a casa y quitar las húmedas katiuscas que comían como ratones mis calcetines de lana.
Uno de aquellos domingos, mi padre libraba de su trabajo. Por la tarde nos fuimos hasta el prado de las Llastrucas donde pastaban desde la mañana las vacas y la burra. Después de buscar las castañas en el pradón de Jorimiga, presencié por primera vez la forma de asarlas con los medios que el gran bosque nos proporciona. Mientras mi madre iba mozcando las castañas, padre, ayudado de su navaja, reunió una buena llanta de helechos verdes. Yo le ayudé a recoger cañas secas mientras él se dedicaba a triscar las cádabas con el pie. Aprovechando un recodo entre dos piedras, depositaron las castañas en él y tendieron los helechos verdes encima para así protegerlas del calor excesivo de las llamas. Una vez amontonadas las cañas cortadas y los gromos, prendió la hoguera que mantenía a raya con la guiyada de avellano de la que aprovechaba a la vez para remover las castañas y hacer regular su magüestu.
Yo, mientras se asaban, me había subido a la roca con aspecto de barco que había en el prado y recorría toda la borda vigilando el casco y mandaba largar amarras. Abajo en el prado, la xatina se había acercado al buque atraída quizás por las voces de mando que yo largaba a mis imaginarios marinos.
La tarde llegaba a su fin. Sentados los tres delante de la hoguera despachábamos las calientes castañas. Mi padre las retiraba del fuego con su palo y me las pelaba. Yo las recibía entre mis manos y las soplaba mientras las removía sin parar. Así las degustaba mientras miraba con asombro las ascuas que se animaban y dejaban brotar de ellas unas pequeñas lenguas de fuego al ser removidas por la vara de avellano. Siempre conviene apagar los fuegos, sobre todo si se hacen cerca de un bosque me había comentado padre. El viento puede llevar el fuego y quemar los árboles y a los miles de animalillos que viven en ellos.
El fuego es algo tan necesario y atrayente por el calor que nos proporciona, pero da vida o la quita, según se trate. Siempre hubo quemas en los bosques o en las cuestas, seguramente provocadas por intereses o causas variadas, desde el mórbido placer de destruir, hasta el deseo de limpieza de la maleza con el fin de que naciesen en primavera nuevos pastos.
Cuando ardía el bosque, los primeros en salir a dominarlo eran los vecinos del pueblo afectado. Recuerdo el sobresalto llevado cuando, estando ya en la cama, nos despertaban recios golpes de culata en la puerta. Mi padre se levantaba y se vestía deprisa para bajar a abrir. Yo escuchaba el ruido de la llave al girar en la cerradura y el gemido de los goznes resecos. Mi madre se asomaba a la galería para advertir a mi padre que tuviese mucho cuidado y quedábamos los dos en vilo mientras yo le preguntaba desde mi habitación si padre regresaría pronto. Pequeños fantasmas inventados en los nudos de las maderas de las contraventanas poblaban mi imaginación infantil. A la madrugada, padre había regresado. El fuego se había podido contener haciendo un cortafuego antes de que se pasara del Traveséu a Sopeña, según contó. Las llamas tomaban una altura considerable y alguien del pueblo estuvo a punto de perecer al quedar atrapado entre dos fuegos. Siempre mantuve ese miedo y respeto al fuego quizás por ver arder las cuestas en los días secos de sur y temer por la vida de quienes tenían que apagarlo con tan sólo unos ramascos y palos como herramientas y sin ningún tipo de protección, mientras, en las casas, quedábamos las familias con el alma en un puño.

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