domingo, 2 de marzo de 2014

32.- Niños yunteros

Pasado el horario de la escuela, por la tarde ayudaba en casa. Llevaba varios viajes de agua desde la fuente al establo, para que las vacas lo bebiesen a pie de pesebre. Parecerá extraño, pero así evitábamos andar a la carrera tras ellas si coincidían en el bebedero con otras. Por aquel entonces, había familias que tenían verdaderos rebaños de vacas y becerras. Si se encontraban en el camino dos rebaños distintos, acababan por pelearse y herirse entre ellas, además de correr el riesgo de abortar. La ganadería era, para la mayoría, el eje económico con  el que subsistía la familia. Incluso el cultivo giraba  en torno a la ceba del ganado, bien a pesar que el precio de la leche andaba siempre por debajo del coste de producción. Se tenía asumido, pienso yo, que el trabajo que aportaban, todos los integrantes del núcleo familiar, desde hijos, padres hasta abuelos no contaba en el cálculo como gasto de beneficios. Bastaba con que a final de quincena entrase en casa el pago de la leche para hacer frente a las deudas anotadas en el establecimiento del pueblo, en la farmacia, en la ferretería o en la tienda de ropa. No había hábito de consumo, porque nadie nos bombardeaba con imágenes, aunque por la radio nos llegasen noticias de productos que comenzaron a introducirse poco a poco en el colmado del pueblo.
De niños nos conformábamos con los regalos de Reyes, aunque sólo fuesen unas peladillas, pan de higo, pasas y algún juguete de madera como aquel burrito con carro del país que tanto me entusiasmo, una peonza o una bolsa de canicas. Nos traían lo que nos hacía falta:  madreñas, zapatillas o unas katiuscas. Todo a la vez era imposible y se dejaba algo para estrenar por San Antón o Santa Marina que eran las fiestas más celebradas. A mi padre le trajeron unos guantes de cuero que aún me los tropiezo por casa, de lo que miraba por ellos que usaba para el hielo de las mañanas al ir al jornal y el relente de la noche a la vuelta, en su vieja "Orbea". A madre le dejaban lana y dos agujas nuevas que sustituyeron a las que tenía hechas de varillas de paraguas, con las que tejía jerseys y bufandas para los tres. Yo le ayudaba a ovillar las madejas con mis antebrazos cuando no las colgaba del respaldo de una silla.
Al mediodía, pedía permiso al maestro para salir de la escuela unos minutos antes. Ya me tenía madre preparada el carpanchu con la comida de mi padre y mía. Bajaba por el caleyón de la Madalena a enfocar la bajada de las Castañares, me salía de la carretera y tomaba por el camino de Arduengu, en el que no faltaban pozos de agua y llamaza que me obligaban a usar senderos  por los rosados pastos colindantes. Me adentraba en un sendero que llevaba hasta el cuetu La Vista, punto de reunión con mi padre que salía a escontra desde La Talá. Yo le esperaba en lo alto desde donde le veía llegar de lejos. En el cueto teníamos preparado un buen asiento de lascas calizas, abrigado del viento gallego bajo el techo de una covacha. Cuando llovía, nos acurrucábamos como podíamos dentro de ella, pero las gotas del gorro impermeable se mezclaban en el plato con el caldo de las habas. Si soplaba el levante, quedábamos “al abrigal de la turria”, sin protección y se nos curtía la piel de tanto frío. Del cocido de la tartera emergían dos medios chorizos y dos trozos de tocino que repartíamos. Un trozo de queso curado de casa o una botella de leche con café y achicoria, aún templada, completaban las necesidades nutricionales del mediodía.
Después, en tanto que padre se liaba el pitillo, yo bajaba hasta el camino donde estaba aparcada la bicicleta. Pronto aprendí a rodarla, sentado en el portabultos pues de esa forma aprovechaba las profundas rodadas hechos por los carros que hacían imposible una caída. Satisfecho por los progresos, la apoyaba sobre el pedal y me despedía de padre que regresaba a su trabajo y yo deshacía el camino a la carrera para llegar con tiempo suficiente para jugar un rato con mis compañeros antes de la entrada en las clases de la tarde.
Si cabe, aún me gustaban más las tardes en la escuela, por la lectura, la copia de un texto caligráfico al que ilustrábamos con una dibujo alusivo al mismo, inventado o copiado de la enciclopedia "Álvarez". Con frecuencia, los dibujos de creación propia pertenecían a nuestro entorno campesino coloreados con las "Alpino" que tomaban el aspecto de verdaderos “Piñoles” o "Valles” en los que relatábamos la vida de la aldea.

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