jueves, 5 de diciembre de 2024

181.- Gestión escolar

 

Toma en propiedad de mi 1er destino escolar.

Cuando llegó mi turno de elegir el centro escolar aparecía una plaza en Colombres, ayuntamiento de Ribadeva y otra en Panes, de la Peñamellera Baja, con casa habitación, por lo cual me decanté por esta última.

Había una fecha tope para hacer la presentación. En la Compañía esa semana estaba de oficial de guardia al teniente Faes Pomarada y le pedí permiso para ausentarme del cuartel, pero no sabía exactamente cuánto tiempo me llevaría la gestión académica. Me dijo que debería estar en el cuartel antes de las diez hora en la que dan comienzo los ejercicios de instrucción.

No obstante, si no te diese tiempo, tú me llamas para que yo le dé cuenta al Capitán Clemente. Creo que no habrá ningún problema.

– Mi teniente, haré todo lo posible por llegar a tiempo.

A la hora de la instrucción del lunes, estaba en mi puesto al frente el pelotón de la sección primera del Teniente Faes.

Después de una hora, el Teniente Faes nos dio media hora de descanso bajo la sombra de unos álamos; uno de los soldados se quedó vigilando para avisarnos cuando llegada el capitán Clemente.

De pronto, el recluta vigía dijo en alto: “Que viene el Capitán” y todos nos pusimos en nuestros sitios, pero el capitán Clemente, que había oído el aviso del novato, dijo en un tono de pena:

– Soy vuestro capitán, no vuestro enemigo.

Nunca, en los cuatro meses de estancia en el cuartel, le había escuchado decir una palabra más alta que otra.

No sé si a todos, pero a mí me hizo cavilar sobre esta situación. ¿No hubiera sido más digno volver a la formación, mandar “firme” y comunicarle que se había dado un descanso a los soldados después de una hora a pleno sol?

Quedan aún situaciones por contar en el ámbito militar y voy con ello.

Dormíamos en la misma estancia, todos los cabos primera. No recuerdo sus nombres, tan sólo que uno era hijo del Brigada encargado del abastecimiento del cuartel; otro era camionero en Ribadesella y mi amigo de Talarn que había estudiado en la Normal, antes del “Plan del 67” a quien siempre nombré como “Uvieu”, por haberme olvidado de su nombre y apellidos.

Tenía unas fotos de grupo firmadas por ellos, pero por circunstancias varias no logré volver a encontrar.

Existía en el cuartel una especie de escuela para la enseñanza de estudios primarios soldados que no la habían tenido por diversas causas; entonces nadie estaba obligado al aprendizaje ni tan siquiera de la lectura y escritura, cuanto menos del cálculo. En la escuela de mi aldea, algunos de mi edad no acudían a las clases a diario, pues solían mandarles en su casa a cuidar los rebaños de ovejas o de vacas. Así había sido para la época posterior al finalizarse la guerra civil, en mi caso, en el período entre 1954 y 1962, en que hice la Enseñanza Primaria. en la escuela. y en los años posteriores como los míos. En casa de mis abuelos paternos, aunque fueron nueve, y otras más casas, por supuesto, los mandaron a la escuela y muchos al colegio de La Arquera para que pudiesen acceder a otro trabajo mejor. Otros entraban a trabajar en las tejeras aún siendo niños.

Bastante reciente, me enteré por un amigo cómo a él le habían contratado para la construcción de una presa y puente cerca de su pueblo natal, con siete años para dar agua a los obreros y atizar el fuego del llar donde se cocía el pote. El sueldo era de tres pesetas a la semana, con jornadas de diez horas y dormían en camastros de paja.


El Capitán Clemente cuando fui a recoger la libreta del servicio militar que en el argot cuartelario se decía “La Blanca” por ser de ese color sus tapas, y que por cierto, la nuestra era verde, me propuso lo que sigue:

“Si tú quieres, Noriega, puedes quedarte hasta el verano siguiente como profesor en el “PPE”, libre de guardias, maniobras y con una subida considerable de la paga mensual. En los tres meses del siguiente verano, puedes acudir al acuartelamiento para oficiales, ya con los galones de Sargento al mando de una sección y al término del cual, te dan la estrella de Alférez de Complemento y seguir los escalafones como oficial, con suerte, en este mismo cuartel.”

Muchas gracias, mi capitán, pero me acaban de dar una plaza fija en propiedad como profesor de EGB y esa fue siempre mi ilusión, ya desde la escuela. Las milicias supusieron para mí que no me llamasen los doce meses para el servicio obligatorio y tener que dejar a medias la terminación de los estudios en la Escuela Normal de Oviedo.

Como ya narré en anteriores capítulos, tuve la ocasión de ver a mi capitán en dos ocasiones.

La primera que fue en Perlora, donde HUNOSA tenía unas instalaciones familiares para sus empleados con hotel incluido y cerca de la playa. Allí llevaron a varios colegios públicos elegidos, supongo yo, por algún método de sorteo, puesto que de haber estado muchos, no hubiera habido espacio suficiente.

El caso es que había venido el “rey emérito” y recuerdo que había una exposición de ganado selecto y algunos de mis colegas se acercaron a estrecharle la mano a la tribuna que le habían puesto. Una de ellas, nos confesó que no se había lavado la mano derecha, por supuesto, por aquel privilegio tan especial (y “estúpido” le dije yo) cuando nos lo contó al día siguiente en la sala de reuniones.

Yo estaba a cargo de mis alumnos de octavo curso de EGB de quien era tutor, cuando vi llegar un mercedes negro con una banderita en el centro del capó y una gran antena de radiotelefonía. Dentro del vehículo estaban tres militares con sus trajes ceremoniales. Un sargento piloto, un cabo de transmisiones con el pesado equipo de radio detrás junto al capitán Clemente que hablaba por telefonía inalámbrica con los demás coches de protección. Se bajó justo por la puerta izquierda junto a la acera en que yo estaba con mis alumnos:

A sus órdenes, mi capitán – le dije mientras tocaba la visera de mi gorra de sol y él me devolvió otro cortés saludo militar:

– ¡Qué casualidad, mi sargento! ¿Cómo por aquí?

– Vine con mis alumnos y algunos colegas del colegio de Panes.

La segunda vez y última que saludé a mi capitán fue en el paseo delante del parque San Francisco. Iba caminando con mi primogénito a quien le había comprado un helado y con su abuela materna que lo llevaba de la mano, cuando lo vi adelantarnos. Iba vestido de paisano, pero lo reconocí por la forma especial de caminar que tenía, tanto en el paso como en el braceo acompasado. Me acerqué a su altura sin soltar mi helado y le dije.

– Buenos días, mi capitán. Se paró, me reconoció y me contestó:

Buenos días, ascendí a comandante, pero agradezco que me recuerdes como capitán. ¿Es tu hijo?. Sí, le dije. Nos dimos la mano y nos despedimos.

Creo recordar que era cántabro. En la cartilla militar que aún conservo, no figura nada más que un sello oficial del cuartel y la fecha final de mi licencia militar.


La licencia militar era provisional, pues debía pasar por el cuartelillo de la Guardia Civil, todos los años hasta que sobrepasara mi edad de volver a ser llamado ante cualquier conflicto bélico. El caso es que al segundo año de estar en Panes, 1974, me llaman del cuartelillo para pasar la revista y al ver que me faltaba la revisión del año anterior, me multan por omisión y tuve que pagar unos “Timbres del Estado”.

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