viernes, 28 de junio de 2024

176.- Guardia de retén en el acuartelamiento Milán

 

    Aún habría de cumplir con otra experiencia más en el cuartel, se trataba del servicio de retén de guardia por la noche, precisamente el día de la fiesta de san Mateo que se celebra el día 21 de septiembre. 

    Al oeste, el acuartelamiento disponía de una extensa finca que tendría, grosso modo, unas dos hectáreas que los soldados de alguna de las compañías se encargaba de mantener limpia y segada. Era la primera vez que estaba en ella. La yerba seca la habían amontonado en varias tolenas a lo largo del prado. 

    Los cohetes y la música de una romería que se celebraba justo al norte del  praderío, atrajo la atención de todo el pelotón que llevaba tras mí, cuando llegó al puesto de guardia donde yo debía instalarme después de distribuir al primer turno de guardia durante las dos primeras horas. El cabo primero saliente me pasó las normas que a él le habían entregado y firmamos el estadillo juntos. Me acompañó hasta los puestos que debía atender: un supuesto en el polvorín de concreto armado soterrado con una garita tal como la del paso a nivel con barrera en las vías férreas, con sus mirillas y asiento de madera; una puerta de salida a la calle norte y en el puesto de guardia que disponía, con unos camastros y unos aseos. 

    Después me dediqué a rellenar el estadillo que habría de entregar al pelotón que viniese al relevo de la mañana. 

    Todo parecía estar en orden. Salí a hacer la ronda y pasé las dos primeras horas de palique con uno de los cabos que ya conocía de sobrado y éramos buenos amigos. Tomamos el menú de la cena que nos habían traído los de provisiones sentados bajo un techo que nos protegía de la espesa niebla que se había ya apoderado del entorno de la finca.

    La niebla disimulaba unas nubes del humo que yo había detectado hacía ya rato, por la alergia que de él sufría desde niño y que me había servido para evitar ser adicto al tabaco. Cuando se levantó la niebla, observé que de una de las tolenas o montones de hierba seca, salían las moscaritas. Tomé el mosquetón cargado y con la bayoneta calada me tumbé en el suelo apuntando a una silueta poco visible por la noche, mientras le pedí la seña y la contraseña que les había entregado. 

    Como no me hizo caso alguno, le mandé el cuerpo a tierra al que tampoco obedeció. Estaba claro que no iba a apretar el gatillo hasta no haber agotado todas las posibilidades. Por suerte, la niebla se disipó y pude ver la cara del muchacho que, como si la cosa no fuera con él, traía el cigarrillo entre los labios y se vino hacia donde yo estaba mientras terminaba de atarse el cinturón. Ni trinchas, ni gorra. Supuse qué había estado haciendo tras las varas de hierba seca que ahora estaba casi consumida por el fuego. 

    Respiré hondo antes de tomar otras medidas más drásticas contra él, por consejo de su cabo de escuadra que me explicó con claridad en un aparte que hicimos. 

    

    Había tenido lugar una modificación de las normas de seguridad dentro de los acuartelamientos de todo la nación. 

    Por primera vez, aparte de las cartucheras, para hacer las guardias cuartelarias en el Mauser había que llevar la bayoneta calada y las dos cartucheras llenas de munición. Las causas que produjeron esta modificación fue el primer atentado terrorista ocurrido contra un destacamento militar por el que fue víctima un capitán. 

    Serendipias de la vida, se trataba del capitán Joaquín Irmaz Martínez de la 4ª Compañía en el acuartelamiento "EBRO" en Talarn de mi primer verano como soldado IPS y que todos conocíamos como apodo "La Lola", con el que hice la jura de bandera.  Le habíamos tomado aprecio por la actuación que tuvo con los dos "secretas" que habían delatado a mi sargento de pelotón de haber mandado una carta dirigida a un soldado que se había declarado como objetor de conciencia y que estaba pasando la mili en un calabozo. A los chivatos los envió a hacer la mili normal a un campamento donde el tiempo, en lugar de ocho meses en total se doblaría. 

    Acabada la guardia, pasamos la guardia al siguiente pelotón y regresamos a la compañía. A la hora de la comida nos fuimos al comedor. Era un poco tarde, pero al explicar que veníamos de hacer la guardia, nos indicaron el lugar donde quedaban mesas libres. Esperé a que se sentaran todos los que pertenecían a mi pelotón y me senté en la primera mesa que encontré con un asiento libre. Otros tres soldados me acompañaban. 

    Al poco, se acerca a mi el teniente, que era el oficial de cocina aquella semana y me regaña por compartir mesa con los soldados: ¡"No sabe usted que la clase de tropa no puede sentarse con los soldados"! 

    En los dos veranos anteriores, jamás había notado tal distinción, pero me contuve por otro hecho que me había ocurrido con el mismo teniente de cocina.

    Había carne en uno de los platos del menú. Me había tomado sin ningún problema la sopa y el cocido, pero el trozo de carne que me cayó en suerte, estaba más duro que la suela de un zapato, aparte que la carne de filete nunca había sido mi deseo culinario y menos cuando estaba con tantos tropiezos. 

    Me dijo, que si despreciaba el menú del ejército y le contesté que no era así, pues el resto estaba todo me mi gusto. 

    Me libré de un castigo y desde entonces me aseguré del menú que servían y del oficial de cocina que había cada semana. 

    

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