jueves, 19 de septiembre de 2024

178.- Todo sobre ruedas

 

A menos  de un mes para terminar el servicio militar obligatorio, me animé a sacar el carnet de conducir, al ver que algunos de mis amigos ya lo tenían, tanto para motocicleta como para coche. Un compañero del cuartel me animó a obtenerlo como él había hecho a través de la Policía Municipal. Tendría que abonar una tasa mínima por el uso del coche, un Citroën 2 CV, tiempo de las clases y cuota por el derecho a examen. Otro, en cambio, me animó a sacarlo como él había hecho a través de la “Academia Asturias”.

Allá fui sin más dilación el sábado por la tarde para hacer la inscripción. Aboné la tasa inicial de matriculación  y me dieron el manual de normas y señales que comencé a estudiar por mi cuenta en los ratos libre del cuartel. Al día siguiente me esperaba el profesor de prácticas apoyado en un Seat 600-D delante de la academia. Me identifiqué y sin perder más tiempo, se subió en el asiento del lado derecho donde, en caso de necesidad, podía controlar con unos pedales el coche. Me puse al volante, ajusté el asiento y los espejos retrovisores. Para el aparcamiento, el monitor me mostró unas pegatinas en la luneta posterior que serían las referenciales para el acercamiento en la marcha atrás del vehículo. Para la aproximación hacia adelante, bastaba con referenciar la posición del limpiaparabrisas.  

Temblaba por la emoción como una “juella”. Me preguntó si conocía el funcionamiento de los dispositivos y le dije que tenía alguna experiencia aparcando varios coches que entorpecían la entrada del material de las obras en las que había trabajado, incluido un camión “Ebro”. 

Estuve unos minutos practicando el uso de los pedales y coordinando el embrague con la palanca de las marchas con las órdenes que él me daba. Arranqué el motor y después de varios sobresaltos, logré mantener el ritmo del motor. Estábamos alado del edificio “La Jirafa” y siguiendo las órdenes del guardia de tráfico, salí a la calle Uría, me coloqué en la vía central, cedí el paso a un autobús y subí por la parte derecha del parque, por Toreno, en dirección a santa Marina de Piedra Muelle, donde había una pista de prácticas. 

Una vez allí el profesor salió del coche y me mandó repetir, durante un tiempo, diversos aparcamientos entre señales marcadas en el suelo o entre postes que él movía, por acortar el espacio entre ellos y así aumentar gradualmente la dificultad.

Regresé conduciendo hasta la entrada del cuartel. Quedó en recogerme al día siguiente a la misma hora de la tarde, en la entrada del cuartel.

Un sábado que no tenía conducción, me pasé por la academia para que me aclararan cuantas dudas me fueran surgiendo en el cuestionario de teórica. El profesor me recomendó que asistiera todos los días, si pretendía aprobar el examen de teórica. 

Creo recordar que solamente pasé por las clases durante la primera semana. El profesor me ayudó a resolver las dudas que me iban surgiendo en cuanto me llevó por la mayoría de calles de Oviedo y en la salida hasta la vieja carretera a Avilés, por la que tendría que hacer el examen con el ingeniero examinador. 

No necesité más que doce clases teóricas. Algunas tardes, el sol se había ocultado y en más de una ocasión nos pilló la lluvia. El profesor me dijo que era policía municipal, pero las doce clases de prácticas sirvieron para entablar una relación de respeto y confianza a la vez. No escatimaba el tiempo y terminábamos las clases tomando un café y unos pinchos en la cafetería que había justo a la izquierda de la Biblioteca Municipal.


Un martes, a las diez, tuve el examen teórico. La tensión emocional era muy fuerte. Había un tiempo limitado y un portafolio de varias hojas llenas de ejercicios. Dos vigilantes recorrían entre las cuatro filas de mesas, mientras un reloj de pared nos tasaba el tiempo. Respiré hondo y comencé a contestar las cuestiones  que me parecieron fáciles. Había un par de ellas que eran fotos poco claras, con situaciones de tráfico con las que nunca me había topado. 

Levanté la mano y me recogieron el portafolio. Tuve que esperar en el asiento. Nadie podía salir para no indicar al siguiente turno las preguntas que habían puesto. Como no había entregado nadie más, vi, por estar en primera línea de pupitres, cómo lo corregía colocando encima de cada cara una plantilla perforada con la solución correcta y trazaba un signo en una casilla que estaba justo al lado de la respuesta. Dos de ellas fueron incorrectas y trazó una equis encima de la casilla. 

“No estuvo nada mal”, – pensé, pues permiten hasta cuatro errores.

Terminado el tiempo salimos por una puerta, mientras el segundo grupo entraba por otra. Quedaba por esperar otra hora antes de iniciar la pista de pruebas.  

Otra hora después nos mandaron montar solos en los coches de la autoescuela correspondiente. Era un rugir de motores y los humos negros enlutaron las nubes que ya de por sí anunciaban tormenta. 

Fuimos en columna de a dos para la rampa en la que había que detenerlo justo pasada una línea blanca y sin tocar la roja que estaba a veinte centímetros de la cumbre. 

Logré pasarla usando tan sólo el pedal de embrague con el pie izquierdo y los de freno y acelerador con el diestro. Del freno de mano, no convenía confiar mucho. De allí bajamos a por otras pruebas, cada una vigilada por un empleado y fue la última, el aparcamiento en la parte izquierda que debía hacerla con tan solo dos movimientos.

Con todo el tiempo de espera con el motor arrancado, cuando el examinador me indicó, al acelerar para salir se atragantó y se paró. Tuve la idea de darle a la llave y arrancó sin ser oído por el examinador que en ese momento estaba controlando a la fila de la derecha y entre tal estruendo de motores de las dos filas que esperaban su turno. El profesor me mandó que saliese a la carretera donde recogimos al examinador de la prueba en carretera. Se había iniciado una fuerte tormenta eléctrica con lluvia a la que las escobillas no daban abasto a retirar de la luneta y apenas sí se veían las líneas sobre la calzada y las calles estaban encharcadas. Al lado iba mi profesor que se bajó para dejar entrar al  examinador que se sentó en el asiento trasero derecho. 

Ya antes de que entrara, se bajó de otro vehículo y al verlo acercarse, el monitor levantó una ceja queriendo darme a entender que era duro y nada transigente. Caminos en la puerta de la derecha y dos alumnos más nuestra academia. Le di mis datos y me pidió que siguiera la carretera de Lugones por el tramo que ya conocía de las prácticas. Había comenzado a llover fuerte y la lluvia cortaba la luz de los semáforos. Nos desviamos por el ramal a la izquierda, “carretera de Avilés” unos kilómetros, a la vuelta, al pie del parque de los exámenes me pidió que parase allí mismo. Estábamos en una bajada, delante de una señal de peligro y un charco del agua producida por el fuerte chaparrón caído justamente al pie de la portezuela posterior derecha por donde se habría de bajar. Me preguntó con mal humor por qué no había parado antes y le contesté muy seguro de mí: 

– Para que usted no se moje en el charco ni quitar visión a los demás conductores de la señal que tenemos delante. No dijo ni mu. Me mandó intercambiar el asiento con una alumna sentada detrás mío. 

Miré al copiloto que me hizo un gesto con el pulgar hacia arriba que yo interpreté como positivo. 

Al lunes siguiente pasé por las oficinas del parque a recoger mi flamante permiso. 


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