lunes, 24 de febrero de 2014

29.- Viaje a Vetusta


Aún recuerdo el día de mi primer viaje en tren a Oviedo. En tanto que mi madre se hacía cargo de atender el ganado, padre y yo madrugamos para bajar al viajeros de las siete.
Mis abuelos paternos, Santos y María, aprovechando el viaje, nos mandaban un recado para unas amistades suyas. La ilusión mía, aparte del viaje en tren, era conocer la ciudad, el parque San Francisco, incluida la osa parda, Petra y su hijo. En el largo y sinuoso trayecto de ciento diez kilómetros, olvidé la consulta que tendría con el traumatólogo del Ambulatorio, en la calle La Lila. Una molestia que sentía en el tendón derecho del pie me impedía correr e incluso caminar.
Algunos viajeros madrugadores ya ocupaban los asientos con ventanillas al andén principal cuando nosotros sacábamos billete. Cuando subimos aún había dos asientos libres junto a la puerta.
El engrasador revisaba a pie de vía los niveles de los bujes de las ruedas de los vagones con su aceitera en la mano y el cotón metido en el bolsillo posterior de su funda azulada de trabajo. Con un gancho comprobaba que en los cajetines del engrase no faltasen las mechas y de paso aprovechó para revisar que los vagones estuviesen bien enganchados y puestas las cadenas de seguridad.
Un mozo de andén empujaba una carretilla de plataforma cargada de paquetes con destino al vagón de alta velocidad en la cola de la unidad. El olor a café de la cantina se colaba por las puertas abiertas del vagón. El jefe de estación salió de la oficina con el gorro bajo el brazo, el silbato y el banderín de salida, acompañando al maquinista Ramón Sánchez de la Vega, vecino nuestro, hasta la máquina donde ya le esperaba el fogonero. Cuando el maquinista subió los dos peldaños, el jefe se caló la gorra, levantó la banderola y dio un pitido largo, protocolo necesario antes de que Ramón iniciase todas las operaciones de arranque. Un corto silbido de la máquina confirmó la salida, justo cuando el minutero del viejo reloj de junto a la entrada marcase las siete y cinco, hora estricta de salida.   Primero sentí el ruido que producen al aflojarse los frenos y los vagones, cual niños jugando,  comenzaron a moverse a trompicones, como si se negaran a emprender la marcha cogidos firmemente de la mano de su madre. Poco a poco veía moverse las casas cada vez a mayor velocidad y sentí el traqueteo en el paso a nivel de San José. Mi padre subió la ventanilla para que no entrase por ella la fina niebla ni la carbonilla que se desprendía de la chimenea y tuve que conformarme con pegar la nariz al cristal. Delante de mí desfilaron el campo de fútbol de Malzapatu, donde había aterrizado una avioneta. De la Panadería Sousa me llegó el olor del pan recién ahornado cuando se abrió la puerta del fondo del vagón para dar paso al revisor. Las últimas casas de la carretera en la Avenida de la Paz antes del paso a nivel en la vieja carretera a Camplengo, las Nieves, Póo, Parres y Porrúa. Pitidos previos anunciaban cada paso a nivel y el saludo de la guardesa de la garita de Póo, junto a las barreras bajadas. Ya en Celorio, subieron varias personas y el revisor amablemente ayudó a una mujer con su cesta de mimbres donde yo adiviné, bajo una cama de helechos verdes y hojas de berzas, por su característico olor, ricos quesos de Porrúa. Siguieron Balmori, Piedra y Posada que ya se preparaba para la feria del ganado en el campo de las Escuelas y en la Plaza los vendedores armaban los tenderetes del mercado de abastos.
Una niña con largas trenzas rubias se subió con su madre que llevaba un bebé en brazos. Ambas ocuparon el asiento diagonal al nuestro. El traqueteo sobre los cortes de raíl y el movimiento de las traviesas sobre el balastro, me proporcionaban una pista de la velocidad que tomábamos y en las curvas, me daba la sensación de que se fuese a salir por el chirrido y el roce de las ruedas. Me daba cuenta de la cercanía de otra estación por el chirrido de los frenos, el largo silbido de la máquina y consiguiente choque de vagones antes de parar. Los nombres de la mayor parte de las estaciones que siguieron a Posada eran desconocidos para mí.
En cada estación, por pequeña que fuera, había el mismo reloj, la misma estructura del edificio, la misma pintura e igual protocolo del jefe en la salida del tren.
La niña volvía para otro lado la cabeza cuando yo la miraba y a hurtadillas comprobé que también ella me miraba. Padre entabló conversación con un señor que se había subido en una de aquellas paradas y después de darle razón del motivo de nuestro viaje pasaron a hablar de las labores del campo.
Nuevos viajeros fueron completando el vagón y enfrente de mí acabó sentándose un anciano tras hacer ímprobos esfuerzos para mantenerse en equilibrio y no caerse sobre nosotros en cada curva de la vía. Una vez que logró sentarse, sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta, el paquete de “cuarterón” y el librito de “Jean” y, como si se recreara en el arte de los malabares lo lió sin quitar la mirada de la ventanilla. Lo colgó apenas de la comisura de los labios. Tomó el chisquero cuya mecha colgaba del bolsillo interior del chaleco negro a rayas y después de girar la rueda con la palma de la mano, tomó el pitillo y le acercó el ascua avivada con un soplido. Todo ese ritual lo había visto mil veces hacer a mi abuelo intercalado en las pausas de sus amenas charlas, cuando iba a visitarle y se despertaba de sus imprescindibles siestas. De bien crío debí asombrarme de esas dos habilidades, la narrativa y la de liar los cigarrillos, que seguía sin pestañear todo el proceso cuando me dijo en una ocasión que el que estaba haciendo sería para mí, si lo quería, y se dispuso a hacer otro para él. Me imagino la cara de sorpresa e ilusión que yo pondría, pero no se me olvidó el asco que sentí al dar la única calada que me hizo toser y que hizo que faltara bien poco para echar al traste la ropa que la abuela tenía plegada para planchar sobre el arcón del estregal.
En estos u otros pensamientos estaría tanto rato que me olvidé del viaje, de la niña de grandes coletas y de los que compartían sus impertinentes y antisociales humos. Limpié con el torso de la mano el vaho del cristal de la ventanilla y divisé a lo lejos la aguja de la torre de la Catedral destacando airosa por encima del resto de edificaciones. Al poco rato entrábamos lentamente en la estación de los FF. Económicos de Oviedo. Comprendí en el momento de bajarme la diferencia existente entre una capital y una villa por la cantidad de vías y trenes en comparación con las que tenía la de Llanes.
La niña de las rubias trenzas caminaba cogida de la falda de su madre y me dirigió una última mirada, como de despedida, mientras tomaba la calle empedrada paralela a la estación. Padre y yo seguimos de frente todo lo rápido que me permitía mi dolor, pues ya casi era la hora de nuestra consulta en el Ambulatorio de Calle La Lila. Padre conocía sobradamente el trayecto más corto por haber estado en Oviedo más veces. La visita al doctor fue rápida, y no tardó en darnos el diagnóstico: -Está en la edad del crecimiento y necesita tomar más calcio - dijo.
Así que la receta consistió en unos gránulos de calcio con sabor azucarado que tenía a pasto en un platillo sobre la mesita. Además me mandó hacer reposo durante tres meses.
Nada más salir del Ambulatorio nos dirigimos con el recado de los abuelos para Arcadio, el amigo que mi abuelo echó en el hospital cuando le amputaron la pierna. Habían convenido los dos en compartir el calzado cuando comprasen uno nuevo, pues a cada uno le habían privado de una pierna distinta. Mi abuela le mandaba por nosotros la zapatilla izquierda.
Mis recuerdos de esta primera visita a Vetusta se resumen a la torre de la Catedral, la estación de Económicos y el empedrado de la calle Covadonga donde jugué una partida a las canicas con un niño que al llegar lo vimos  sentado en el portal de la casa colindante cuando subíamos para hacer el encargo. Después de los saludos de rigor, me dejaron bajar a la calle. Era una calle ciega, creo recordar, y en la acera de frente a la casa, había una vinatería donde varios parroquianos charlaban en torno a unas tinajas de roble y bebían por sendos porrones.
Como el tren de regreso salía a las cuatro, nos dio tiempo a pasar por el Campo San Francisco donde compartí los barquillos y la torta de miel que había sacado en la ruleta del barquillero con los patos del estanque. Después observamos largo rato los movimientos repetitivos de la osa Petra que recorría con aire de hastío el contorno de su exigua prisión.
Los recuerdos fotográficos que mantengo en mi mente son en color gris y sepia como los daguerrotipos, de una ciudad aún herida por la guerra, de calles empedradas, con los tejados oscuros del hollín que caía de aquel bosque de humeantes chimeneas.

1 comentario:

  1. Relato evocador, muy bien documentado en aquellas palabras técnicas que utilizas sobre el ferrocarril, y la descripción del proceso.
    La anécdota de la zapatilla muy potente.
    Salud.
    ramiro

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