sábado, 13 de enero de 2024

173.- Relevo de guardia en el Centro Reclutamiento de Pumarín.

 

Esta actividad sería la segunda de las sucesivas prácticas militares en el tercer período de las milicias universitarias y que daré cuenta al lector en sucesivos capítulos.

Tras dotar al pelotón en la armería de los respectivos mosquetones y rellenarnos las cartucheras de munición, el teniente nos formó y me mandó salir en formación que debí mantener durante todo el trayecto por las calles. La normativa permitía que usáramos la derecha de la vía pata dejar libre la acera con lo que el pelotón en su conjunto se convertía en un vehículo más. Desde el lado izquierdo del pelotón con el brazo izquierdo hacía las señales a los vehículos de adelantar o esperar.

Conocía el destino por haber estado allí cuando fui reclutado en el primer destino a Lérida. Llegado al pabellón donde pasaríamos las siguientes veinticuatro horas, se hizo el relevo y el cabo primera saliente me indicó los puntos clave de seguridad a los que enviar la vigilancia: dos soldados en la garita como las que tenía el ferrocarril con una barrera para vehículos y un paso peatonal; un tercer soldado donde el “mastín blanco” que guardaba el deteriorado muro de ladrillo por el que se podría acceder al recinto y un cuarto soldado en otro puesto más alejado donde había un “búnquer” o fortín del acuartelamiento y oficinas militares de Pumarín.

Me indicó que debería tener bien vigilada la entrada y salida de vehículos privados y evitar cualquier roce con los que pertenecían al destacamento militar.

Las normas restantes de cómo llevar a cabo el reparto de las guardias las traía bien aprendidas. Para dormir y aseos teníamos una edificación con literas, pero al jefe del pelotón le reservaban un cuarto más privado con una mesa donde poder guardar la documentación que debía entregar en el cuartel al día siguiente. Después de acompañar a un cabo y dos soldado a la entrada, situé otros dos de la misma escuadra para vigilar el polvorín y el punto donde estaba el perro. Este infeliz, a pesar de su tamaño y roncos ladridos, debía de estar tan acostumbrado a ver la tropa que cuando se le llevaba los restos que había en la cocina, movía en agradecimiento su moteada cola o nos embadurnaba de baba.

Me dediqué a cubrir el estadillo de guardias teniendo en cuenta los horarios y relevos de comida, cena y descansos. Eran tan solo dos cabos y ocho soldados, pero ofrecía su dificultad. Después de acabar, tomé un libro que había comprado en la librería “Cervantes” y me enfrasqué en su lectura de tal forma que el tiempo no me pasara lento.

Veía salir del acuartelamiento parejo al nuestro, soldados y mandos de una sección de “Regulares” entre los que estaba un amigo y pariente mío. Vestían un equipo que se diferenciaba por el color del caqui nuestro y calaban la gorra con cierta chulería, muy parecida a los legionarios, al menos en la dureza en la instrucción, como tendremos ocasión de comentar y comparar en dos momentos del presente blog.

Lo que me pareció raro fue que saliesen, aunque de domingo, ataviados con un mono azul marino como si fueran obreros de la construcción, fontaneros o ferroviarios.

Cuando se acercaba el momento del primer relevo, en el recinto donde yo esperaba encontrarles no había un alma y caminé hasta la garita. Imaginé que allí estarían echando el tiempo o se hubiesen escaqueado hasta el centro del barrio Pumarín para tomarse algo o jugar a las máquinas tragaperras en alguno de los establecimientos. Me preguntaba si el atavío de currante era el que usaban los veteranos adscritos a los distintos talleres, pero tampoco me convencía ya que estaban libres de las guardias.

Para lo que había aprendido en las clases teóricas, mi obligación era sancionarles o pasar la responsabilidad a los dos cabos como me había dicho el capitán. El cabo de guardia me confirmó mi suposición. Me aseguró que ya estarían de vuelta para el relevo y que al ser domingo los oficiales del cuartelillo también estaban libres. Sí era de más cuidado la visita de la Policía Militar de retén por toda la ciudad, especialmente en cines, bares y otros lugares de jolgorio.

Así en duermevela, pasé toda la noche, ojo avizor para evitar que se repitiese la faena en los siguientes turnos de guardia y pasé vigilancia por los tres puntos. Al mastín le regalé la mitad del bocadillo de carne que nos habían traído de la cocina del cuartel, pues yo había comprado otros dos de chorizo y jamón en un bar que había cercano al sanatorio de la Cadellada. Recuerdo que fuera tenía una terraza y practiqué por primera vez en el juego de la rana que en algún establecimiento de Llanes ya había visto. Quizás en la zona de atrás de la caferería “Pinín” donde también había futbolín y se recargaban las botellas de soda para la barra del bar, o junto a la bolera del bar Jesús “Palacios”.

Llegada la mañana, pasé revista por si me faltaba alguno y llevé a cabo el primer relevo. La plaza delante del edificio de Mayorías del cuartelillo estaba a rebosar de coches oficiales. En una de las oficinas estaba destinado el hijo de José Remis Ovalle, natural de Margolles y avecindado en Tornín.

Serían aproximadamente las diez de la mañana, cuando veo al volante de un gran Seat a una famosa vecina de Porrúa. Me preocupé por la fama que tenía la conductora de haber sacado el carnet de conducir después de numerosas pruebas. Era una mujer fuerte y grande dedicada a la ganadería y en el Seat 600 que Luisito Noriega, nieto de D. Bernardino de Parres, usaba para la Autoescuela tuvo que cederle todo el espacio delantero para la alumna y él manejaba el control sentado atrás. No sé ya el número de clases que dio ni del número de exámenes que llevó a cabo. Pero su primer auto tenía atrás un espacio denominado "ranchera" tan amplio en el que bajaba desde la Tornería los jatos hasta el pueblo o cargaba pacas de hierba desde el Almacén de Pepe junto a la Torre defensiva de Llanes. 

Traía a un tío suyo a cobrar la paga mensual que como mutilado de guerra recibía. Lo vi cuando se bajó del coche que cojeaba apoyado en un bastón y vestía un traje militar con galones en la chaqueta y gorra.

La saludé y me contestó mostrando también sorpresa de encontrarnos allí.

– Parresanu, qué sorpresa. Esti últimu vienres encontréme a los tos pas en Posada que llevaben un xatín a la feria.  Me contaron que tabas jaciendo la mili en Oviedo, pero non esperaba verte per aquí.

Me despedí de mi paisana y saludé militarmente a su tío por como iba uniformado como era mi obligación, lo mismo que saludaría a otra persona que fuese de paisano.

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