lunes, 5 de enero de 2015

79.- Aprendiz de mason

Se acercaban las fechas de los exámenes de la Reválida. Había repasado prácticamente todos los ejercicios y problemas propuestos en convocatorias precedentes para el Grupo de Ciencias que venían recogidos en una publicación, como también los tenían los otros dos grupos de asignaturas, las de Letras y las de Ciencias Sociales.
Me presenté al examen con entera tranquilidad y los problemas del Álgebra no presentaron dificultad alguna. Esta vez el muro insoslayable estaría en la parte de la Geometría con un famoso teorema que en el segundo curso no había comprendido, ni pedido al profesor que nos lo volviera a explicar, por cobardía seguramente. Si al menos me compensara la media con la prueba de Física y Química en las que realicé todos los ejercicios en los que Mª Rosa de la Hera había insistido todo el curso, pero como ya dije, cada asignatura era independiente del resto, aunque fuesen del mismo grupo.
Creí haber dado al traste con la continuidad en mis estudios de bachiller y de los posteriores. La gatera por la que uno se podía colar para cambiar de modo de vida se me había cerrado delante de mis narices. Al otro lado de aquella alta tapia se encontraba un mundo aparentemente más atractivo.
          No obstante mi amor propio, me olvidé poco a poco del fracaso que suponía aquel bache en mis estudios y acabé aceptándolo. Analizado pocos años después, me di cuenta del valor que tuvo para mí las experiencias positivas que me proporcionaron aquellos fallos académicos. Me entristecía perder la ocasión que me había brindado el esfuerzo de mis padres y las expectativas del resto de la familia que habían depositado en mí. Sé que todos deseaban para mí lo que a ellos, por circunstancias que les había tocado en suerte vivir, se les había negado: escapar del trabajo mal considerado y peor pagado. Qué mejor herencia que los estudios, me decían, para dejarte y no les faltaría razón alguna.
          Por los pueblos hasta donde mi corto conocimiento alcanzaba, me sonaban nombres de constructores, algunos de ellos con varios obreros fijos y otros que de forma individual como albañiles precisaban de un peón.
           Lo hablé en casa. Hicimos un repaso de todos los posibles en la zona y de cierto prestigio: Celedonio Torre de Llanes; Froilán García y Pedro Tudela de Cue; Mone Núñez y Juan Sotres de la Jorcada de Pancar y León Fervienza de San Roque. Había otros más en la construcción de los nuevos edificios de pisos en Llanes, pero no eran aún conocidos para nosotros. Como peón particular de albañil podía preguntarle a Manuel Amieva Romano de Poo, Baranda de Pancar, Pelayo de Cue. Otra posibilidad era entrar en la Serrería José Perela, junto a la Estación de Llanes, en la que trabajaban un grupo de vecinos de Parres. Había también disponible otros oficios, que no los del ladrillo, que no dejaban de ilusionarme, como los pintores Arriarán de la Portilla; el oficio de carpintería con Baranda de Cue, Pando de la Galguera o Pedro Sobrino en Pancar, carpinteros de obra; y como no, el de fontanería y calefacción con Tanis o Antolín Cuevas, de Llanes que llevaban los trabajos en los nuevos pisos. La construcción en cualquiera de sus modalidades me atraía singularmente por encima de otros oficios.
         Ya veremos lo que encontramos, me dijo padre que prometió indagar entre sus conocidos. Los resultados no se dejaron esperar. Aquel mismo martes habló con Froilán García de Cue con el que tenía amistad desde que nos había construido la cuadra cuando yo tenía doce años. Sabía que estaría a la caída de la tarde en su particular despacho, una mesa en el Bar de los Arcos, desde el que distribuía las tareas del día siguiente, entre porrón y porrón. Froilán era una persona afable, de hablar pausado a la vez que con mucha sorna, pero nada falso. Eso lo pude comprobar tiempo después, pues mi padre, seguramente elogiando mi disposición física al trabajo en el campo logró que me admitiera en la plantilla de obreros diseminados por varias de sus obras. El jornal que cobraría iba a depender de la disposición con que me viese en el trabajo a lo largo de aquellos cuatro días de prueba.
         Al día siguiente, miércoles, justo el día de mi santo, me tenía que presentar en el chalet, el único de la zona, cerca del Instituto, pues el resto de edificaciones que hay a su alrededor son de varios pisos y no se habían construido, por aquellos años.
         Aquella noche, creo que me quedé dormido mientras soñaba con ser albañil como los que conocía y a los que admiraba sinceramente.
         Me levanté temprano y ayudé como siempre a mi padre en la cuadra. Desayuné y me fui a la obra en bicicleta, más alegre que unas castañuelas. Colgado del hombro llevaba la bolsa con la comida del mediodía, una fiambrera con una tortilla de patatas, un chorizo frito y una botella de las de medio litro, con leche y café y un chusco de pan que compré yo mismo al panadero de “Las Delicias” en la Carúa, al pasar por allí.  Colgada del alma llevaba la ilusión de sentirme mayor y útil a mis padres, de encontrar nuevos amigos y de aprender el oficio de la construcción. Era un recurso de vida que comenzaba a ofrecer enormes expectativas. Fue el mejor regalo por el santo que hasta ese momento había recibido y con toda seguridad el más imperecedero de mi memoria.
           Para las ocho de la mañana ya habíamos llegado todos los obreros delante del edificio en construcción. Ferruchu de Cue, Tomé, Tolino y Tato de Parres, todos llegados en bicicleta como yo.
           De mano, me sentí perdido como pez fuera del agua, pues no sabía cómo ayudar ni en qué. Todos los demás tenían asumidos sus roles: Ferruchu y Tomé se subieron a los andamios de la fachada que cargaban de cemento; Ramón y Fernando arrancaron la hormigonera y prepararon la masa que llevaron en pesadas calderetas de hierro, andamio arriba por el que trepaban como gatos hasta vaciarlas en las maseras de madera de los albañiles. Yo contribuí a palear la arena hasta la boca de la hormigonera pero desconocía las proporciones de arena y cemento y tampoco sabía descifrarlo como ellos por el color y la textura que prácticamente, al final de todo, era lo que primaba. Una vez subida al andamio, serían los albañiles los que darían la aprobación o caso contrario, podía retornar abajo de una patada, masera y pasta, más rápido que había subido, sobre todo, si no estaba bien cribada, nos gritaban con bastante mala sorna:
           _“Pinche, a ver si cribas el agua”.
           La verdad que en aquel tiempo, no sé ahora, el oficial era toda una autoridad dentro de la obra al que los peones no osaban contravenir y pobres del que lo hiciera. Había que saber dar con el punto de la masa, como hacen los cocineros, para que no saltase por los aires con todo y caldereta después de echar los hígados en subirla a hombros por los andamios. No obstante, salvados los primeros días, en que te dedicaban las más pesadas bromas, si lograbas encajar en su personalidad, tenías asegurada la felicidad en el trabajo. 
           Como era costumbre entre soldados o estudiantes, los albañiles no se andaban a la zaga. Podían hacerte arrastrar con un saco cuyo contenido desconocías totalmente. Sólo sabías que allí iba la máquina de enderechar tablones, de extremada fragilidad que te hacía cuidar de no chocarla con las esquinas. Al final, comprobabas consternado que con tal mimo habías transportado un pesado trozo de hierro que se usaba, colgado de una cuerda, como campana para comienzo y final de la jornada. 
           Otro día, olvidada la anterior broma de mal gusto, te pedían la escuadra de vueltas o el nivel de rincones que no sospechabas fueran otras de sus acostumbradas bromas a los novatos de turno. Acababa uno por reírse como ellos de sí mismo, pues tenía su gracia. Ya habría ocasión de pasar la broma al primero que llegase.
          Un poco más tarde, llegó andando Fernando Baranda, de Pancar, el oficial de más rango, la veteranía tenía su grado, a quien las riñas del jefe nunca llegaban ni hacían mella. Salió por la estrecha lucera al tejado para continuar colocando la teja, ataviado con unos pantalones de azul Mahón, una camisa a cuadros arremangada, y blandiendo su inseparable paleta catalana. En el bolsillo trasero, esgrimía el doble metro de carpintero en llamativo color limón.
            ─Pasta, ─ pidió, sin dirigirse a nadie en concreto. 
          Yo, que me encontraba cribando la pila de arena para las siguientes masas, con el ronroneo de la hormigonera, no escuché la llegada del “Man”, que así llamaban al jefe en las obras, vocablo tomado de la Xíriga, jerigonza de los tamargos llaniscos, montado en su “Lambreta”. 
           Me indicó que me pusiera al servicio del albañil subido al tejado. 
           Así fue el comienzo de una nueva etapa de mi aprendizaje.

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