Se
acercaban las fechas de los exámenes de la Reválida. Había
repasado prácticamente todos los ejercicios y problemas propuestos
en convocatorias precedentes para el Grupo de Ciencias que venían
recogidos en una publicación, como también los tenían los otros
dos grupos de asignaturas, las de Letras y las de Ciencias Sociales.
Me
presenté al examen con entera tranquilidad y los problemas del
Álgebra no presentaron dificultad alguna. Esta vez el muro
insoslayable estaría en la parte de la Geometría con un famoso
teorema que en el segundo curso no había comprendido, ni pedido al
profesor que nos lo volviera a explicar, por cobardía seguramente.
Si al menos me compensara la media con la prueba de Física y Química
en las que realicé todos los ejercicios en los que Mª Rosa de la
Hera había insistido todo el curso, pero como ya dije, cada
asignatura era independiente del resto, aunque fuesen del mismo
grupo.
Creí
haber dado al traste con la continuidad en mis estudios de bachiller
y de los posteriores. La gatera por la que uno se podía colar para
cambiar de modo de vida se me había cerrado delante de mis narices.
Al otro lado de aquella alta tapia se encontraba un mundo
aparentemente más atractivo.
No
obstante mi amor propio, me olvidé poco a poco del fracaso que
suponía aquel bache en mis estudios y acabé aceptándolo. Analizado
pocos años después, me di cuenta del valor que tuvo para mí las
experiencias positivas que me proporcionaron aquellos fallos
académicos. Me entristecía perder la ocasión que me había
brindado el esfuerzo de mis padres y las expectativas del resto de la
familia que habían depositado en mí. Sé que todos deseaban para mí
lo que a ellos, por circunstancias que les había tocado en suerte
vivir, se les había negado: escapar del trabajo mal considerado y
peor pagado. Qué mejor herencia que los estudios, me decían, para
dejarte y no les faltaría razón alguna.
Por
los pueblos hasta donde mi corto conocimiento alcanzaba, me sonaban
nombres de constructores, algunos de ellos con varios obreros fijos y
otros que de forma individual como albañiles precisaban de un peón.
Lo
hablé en casa. Hicimos un repaso de todos los posibles en la zona y
de cierto prestigio: Celedonio Torre de Llanes; Froilán García y
Pedro Tudela de Cue; Mone Núñez y Juan Sotres de la Jorcada de
Pancar y León Fervienza de San Roque. Había otros más en la
construcción de los nuevos edificios de pisos en Llanes, pero no
eran aún conocidos para nosotros. Como peón particular de albañil
podía preguntarle a Manuel Amieva Romano de Poo, Baranda de Pancar,
Pelayo de Cue. Otra posibilidad era entrar en la Serrería José
Perela, junto a la Estación de Llanes, en la que trabajaban un grupo de vecinos de Parres. Había también disponible otros
oficios, que no los del ladrillo, que no dejaban de ilusionarme, como
los pintores Arriarán de la Portilla; el oficio de carpintería con
Baranda de Cue, Pando de la Galguera o Pedro Sobrino en Pancar,
carpinteros de obra; y como no, el de fontanería y calefacción con
Tanis o Antolín Cuevas, de Llanes que llevaban los trabajos en los
nuevos pisos. La construcción en cualquiera de sus modalidades me
atraía singularmente por encima de otros oficios.
Ya
veremos lo que encontramos, me dijo padre que prometió indagar entre
sus conocidos. Los resultados no se dejaron esperar. Aquel mismo
martes habló con Froilán García de Cue con el que tenía amistad
desde que nos había construido la cuadra cuando yo tenía doce años.
Sabía que estaría a la caída de la tarde en su particular
despacho, una mesa en el Bar de los Arcos, desde el que distribuía
las tareas del día siguiente, entre porrón y porrón. Froilán era
una persona afable, de hablar pausado a la vez que con mucha sorna,
pero nada falso. Eso lo pude comprobar tiempo después, pues mi
padre, seguramente elogiando mi disposición física al trabajo en el
campo logró que me admitiera en la plantilla de obreros diseminados
por varias de sus obras. El jornal que cobraría iba a depender de la
disposición con que me viese en el trabajo a lo largo de aquellos
cuatro días de prueba.
Al
día siguiente, miércoles, justo el día de mi santo, me
tenía que presentar en el chalet, el único de la zona, cerca del
Instituto, pues el resto de edificaciones que hay a su alrededor son de varios pisos y no se habían construido, por aquellos años.
Aquella
noche, creo que me quedé dormido mientras soñaba con ser albañil
como los que conocía y a los que admiraba sinceramente.
Me
levanté temprano y ayudé como siempre a mi padre en la cuadra.
Desayuné y me fui a la obra en bicicleta, más alegre que unas
castañuelas. Colgado del hombro llevaba la bolsa con la comida del
mediodía, una fiambrera con una tortilla de patatas, un chorizo
frito y una botella de las de medio litro, con leche y café y un
chusco de pan que compré yo mismo al panadero de “Las Delicias”
en la Carúa, al pasar por allí. Colgada del alma llevaba la ilusión
de sentirme mayor y útil a mis padres, de encontrar nuevos amigos y
de aprender el oficio de la construcción. Era un recurso de
vida que comenzaba a ofrecer enormes expectativas. Fue el
mejor regalo por el santo que hasta ese momento había recibido y con
toda seguridad el más imperecedero de mi memoria.
Para
las ocho de la mañana ya habíamos llegado todos los obreros delante
del edificio en construcción. Ferruchu de Cue, Tomé,
Tolino y Tato de Parres, todos llegados en bicicleta como yo.
De
mano, me sentí perdido como pez fuera del agua, pues no sabía
cómo ayudar ni en qué. Todos los demás tenían asumidos sus
roles: Ferruchu y Tomé se subieron a los andamios de la fachada que cargaban de cemento; Ramón y
Fernando arrancaron la hormigonera y prepararon la masa que llevaron
en pesadas calderetas de hierro, andamio arriba por el que trepaban
como gatos hasta vaciarlas en las maseras de madera de los albañiles.
Yo contribuí a palear la arena hasta la boca de la hormigonera pero
desconocía las proporciones de arena y cemento y tampoco sabía
descifrarlo como ellos por el color y la textura que prácticamente,
al final de todo, era lo que primaba. Una vez subida al andamio,
serían los albañiles los que darían la aprobación o caso
contrario, podía retornar abajo de una patada, masera y pasta, más rápido que había subido, sobre todo, si no estaba bien cribada, nos
gritaban con bastante mala sorna:
_“Pinche, a ver si cribas el agua”.
_“Pinche, a ver si cribas el agua”.
La
verdad que en aquel tiempo, no sé ahora, el oficial era toda una
autoridad dentro de la obra al que los peones no osaban contravenir y pobres del que lo hiciera. Había que saber
dar con el punto de la masa, como hacen los cocineros, para que no
saltase por los aires con todo y caldereta después de echar los
hígados en subirla a hombros por los andamios. No obstante, salvados
los primeros días, en que te dedicaban las más pesadas bromas, si
lograbas encajar en su personalidad, tenías asegurada la felicidad
en el trabajo.
Como era costumbre entre soldados o estudiantes, los albañiles no se andaban a la zaga. Podían hacerte arrastrar con un saco cuyo contenido desconocías totalmente. Sólo sabías que allí iba la máquina de enderechar tablones, de extremada fragilidad que te hacía cuidar de no chocarla con las esquinas. Al final, comprobabas consternado que con tal mimo habías transportado un pesado trozo de hierro que se usaba, colgado de una cuerda, como campana para comienzo y final de la jornada.
Otro día, olvidada la anterior broma de mal gusto, te pedían la escuadra de vueltas o el nivel de rincones que no sospechabas fueran otras de sus acostumbradas bromas a los novatos de turno. Acababa uno por reírse como ellos de sí mismo, pues tenía su gracia. Ya habría ocasión de pasar la broma al primero que llegase.
Como era costumbre entre soldados o estudiantes, los albañiles no se andaban a la zaga. Podían hacerte arrastrar con un saco cuyo contenido desconocías totalmente. Sólo sabías que allí iba la máquina de enderechar tablones, de extremada fragilidad que te hacía cuidar de no chocarla con las esquinas. Al final, comprobabas consternado que con tal mimo habías transportado un pesado trozo de hierro que se usaba, colgado de una cuerda, como campana para comienzo y final de la jornada.
Otro día, olvidada la anterior broma de mal gusto, te pedían la escuadra de vueltas o el nivel de rincones que no sospechabas fueran otras de sus acostumbradas bromas a los novatos de turno. Acababa uno por reírse como ellos de sí mismo, pues tenía su gracia. Ya habría ocasión de pasar la broma al primero que llegase.
Un
poco más tarde, llegó andando Fernando Baranda, de Pancar, el oficial de más rango, la veteranía tenía
su grado, a quien las riñas del jefe nunca llegaban ni hacían
mella. Salió por la estrecha lucera al tejado para continuar colocando la teja, ataviado con unos pantalones de azul Mahón, una camisa a
cuadros arremangada, y blandiendo su inseparable paleta catalana. En
el bolsillo trasero, esgrimía el doble metro de
carpintero en llamativo color limón.
─Pasta,
─ pidió, sin dirigirse a nadie en concreto.
Yo, que me encontraba cribando la pila de arena para las siguientes masas, con el ronroneo de la hormigonera, no escuché la llegada del “Man”, que así llamaban al jefe en las obras, vocablo tomado de la Xíriga, jerigonza de los tamargos llaniscos, montado en su “Lambreta”.
Me indicó que me pusiera al servicio del albañil subido al tejado.
Yo, que me encontraba cribando la pila de arena para las siguientes masas, con el ronroneo de la hormigonera, no escuché la llegada del “Man”, que así llamaban al jefe en las obras, vocablo tomado de la Xíriga, jerigonza de los tamargos llaniscos, montado en su “Lambreta”.
Me indicó que me pusiera al servicio del albañil subido al tejado.
Así
fue el comienzo de una
nueva etapa de mi aprendizaje.
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