viernes, 2 de mayo de 2014

39.- Mi familia y otros animales

La Pasiega, fue la primera de las vacas cuyo nombre quedó marcado en mi memoria junto con su estampada piel, de los inicios de mi propia existencia que me alimenté de su leche. Recuerdo su color rojizo entreverado de grandes manchas blancas en perfecto contraste. Usábamos la cuadra que nos dejó nuestra vecina Sole, al pie del Cuetu Mirador y a escasos cincuenta metros de nuestra casa. Me encantaba jugar por las pequeñas camperas que había alrededor del corral y columpiarme de la vieja portilla que cerraba el paso a la ería de Argandeñu. El corral había sido construido para recoger los animales perdidos de sus dueños con el fin de que no entrasen a destrozar los sembrados, La portilla, justamente delimitaba pueblo y ería donde comenzaban pastos y cultivos. Mi padre me llamaba cuando se disponía a ordeñar. Me encantaba el soniquete de la leche golpeando el caldero de cinc y la creciente espuma que generaba con ello. Le daba a mi padre el tanque y me lo llenaba las veces que hiciera falta si yo era capaz de beberlo. A decir de D. Antonio Sobrino era una fuente importante de calcio para el crecimiento. Aún recuerdo su tibio olor y tacto del  metal entre mis manos. A ese ágape matutino y vespertino me hacía competencia otra asidua clientela: una pareja de atigrados gatos cuya madre había desaparecido quizás en las fauces de la taimada raposa que diezmaba impunemente y con suma destreza todos los gallineros del barrio. La Tigresa solía recorrer el cuetu Mirador para abastecer con la caza a sus hijos de saltapraos y topillos y trepaba por la escalera de palos que mi padre apoyaba en la milana del h.enal a dárselos. Huérfanos, habían aprendido a bajar al olor de la leche y padre les lanzaba los primeros chorretones de leche que rociaban sus aún tiernos bigotes. Yo comprendía sus glotonerías y me hacían mucha gracia. Una vez ordeñadas todas las vacas, antes de bajar la leche para la casa, se les llenaba a rebosar una lata de conservas con trozos de pan puestos a remojar que ellos extraían con sus manos después de beberse la leche a fuerza de lametones de su sonrosadas lenguas. Yo aprovechaba este momento para acariciarlos, pues tan asilvestrados vivían entre las vigas del h.enal que había sido imposible acercarse a ellos para tan siquiera verlos. Sólo sabía de su exisencia por los tenues maullidos que daban cuando su madre llegaba a la madriguera a amantarlos, ahíta de la leche de la Pasiega. Al acariciarlos me dedicaban sus bufidos y erizaban el pelaje del arqueado lomo. Temeroso de repetir la experiencia al sentir sus desgarradoras zarpas en mi piel, desistía de tocarlos más.
En cambio, la corderilla atada junto a los tenerosa, agradecía el biberón que yo le daba con una botella llena de leche. Sentía en mi mano el calor de su rosado morro mientras brotaba un hilillo de leche entre la comisura de sus labios. Se arrodillaba para tomar la misma postura que al mamar de su madre de la que había sido separada prematuramente. Yo me acuclillaba también, confiado por la suavidad de su rizado y mullido pelaje, pero, en cuanto la botella quedaba vacía, de estar desprevenido, me pudiese sentar en el suelo con uno de sus baquidos. Hoy nadie se atreve a tomar la leche sin colar ni mucho menos sin hervir. Entonces nadie asociaba las enfermedades con la falta de higiene. Sólo si se percibía por los síntomas que una vaca no estaba sana, por su comportamiento al andar, al pacer o al rumiar, pues se la veía triste y apagada, con el morro reseco y otros síntomas más, su leche se apartaba y se tiraba. La del consumo se recogía de aquella que nos parecía más sabrosa, pues es así que todas no saben igual, unas por el porcentaje variable de grasas y otras por las costumbres del pasto elegido por ellas. Todas las hierbas no proporcionan el mismo sabor a la leche. Los pastos costeros dan leche lógicamte más saladala que los del monte. La época del año, también influye en los sabores. El tipo de abono propicia la dominancia de unas hierbas sobre otras; el diente de león, el botón de oro, la vellorita, los cardos, el oso de los prados, el llantén, el cebollín silvestre entre otras, aportan un aroma característico a las leches, por consiguiente, esta diferencia hace que cada consumidor guste de unas y no de otras. Sin pretenderlo me expreso como si fuera un consumado catador, pero todo es por la práctica, pues fue el alimento que siempre estuvo presente en mi mesa. La forma de ordeño y, sobre todo, la falta de un mínimo cuidado de higiene del establo es lo que puede convertir este rico alimento en algo desagradable. No se hacía ningún control de los animales. Los veterinarios venían por encargo cuando se les llamaba, para casos perdidos casi siempre, porque no había dinero disponible para pagar sus minutas, aún a sabiendas que de no venir, los gastos serían aún superiores si se perdía la cría o la madre. En los pueblos había siempre algún vecino que entendía y se aplicaban remedios caseros. Recuerdo que Gregorio el del Palacio y posteriormente su mujer, Logia, acudían cuando se enteraban de que una vaca tenía dificultades para parir o para levantarse, sin importar la hora en que se les llamase. Conocían los remedios para casi todos los casos. Recuerdo la gratitud de mis padres hacia Logia que en una ocasión en que yo padecía de difteria vino a la carrera desde su casa para volverme con un par de sopapos a la vida mientras calmaba los lloros de mi madre que creía ya verme perdido. Está claro que este caso lo recuerdo porque me lo contaron. Yo la miraba con mezcla de respeto y cariño. Alguna vez me daba una manzana de las que tan bien conservaba en el invierno cuando iba a jugar con su hijo Javier al campillín. Otros tortazos que me dio la vida, en cambio, menos merecidos los fui echando al olvido.
La Turca, venida de la cuadra de Manuel Mijares, la Estrella de la cuadra de Calvu de Toni y Germán, la Marquesa de la feria de Posada o la Serrana de la cuadra de Fernando Vega de la Talá fueron las vacas que recayeron en nuestro poder a lo largo de los años y que contribuyeron a que sobreviviéramos mal que bien en aquellos duros tiempos cuando mi padre quedaba sin ganar un jornal. Ya se sabe que el cariño de los campesinos hacia los animales no es ni mucho menos desinteresado. A pesar de los servicios prestados no se conserva un animal por mucho tiempo si no produce una cuota deseable de leche. El trabajo destinado a la ganadería nunca fue rentable para el campesino, pero era lo único que se tenía. Jamás pagó las horas de trabajo dedicadas, pero aquel sobre con el dinero de la venta de leche, a la quincena o al mes, era lo necesario para pagar el resto de provisiones de la casa. En ocasiones, aunque hubiese poca o nula productividad, se conservaban por el trabajo prestados, en el caso de caballos o asnos.
La Marquesa fue sin ninguna duda la vaca que más tiempo tuvimos en nuestra casa. Un viernes cualquiera de mi infancia, fui con mi padre andando hasta Posada para ver una vaca que Juan el tratante nos había ofrecido en una de sus visitas a nuestra cuadra. Recuerdo que estuve con mi padre por el mercado. Los vendedores solían ponerse con sus vacas en los alrededores del mercado, y las ataban de sus ramales a los barrotes de cualquier ventana. Acudían los tratantes con sus batas azules y con sus guiyadas golpeaban a los animales que exploraban por ver la reacción que tenían y la viveza de sus movimientos. Palpaban las ubres y las panzas para comprobar el estado del embarazo o miraban la boca para calcular la edad en el caso de animales más viejos, así como la testuz y la conformación de los cuernos si se buscaba un animal de tiro. Las vacas recién paridas marchaban, tras el apretón de manos de comprador y vendedor, seguidas de su jato en el mejor de los casos, a los camiones de carga para ser llevadas a la vaquería del tratante. Otras, dejaban que los terneros se acercaran a mamar o acudía un ordeñador con el caldero para vaciarlas y comprobar la cantidad de leche que eran capaces de dar. Entre tanto, tratante y vendedor, se tomaban la robla en el bar cercano. Después de acabado el mercado fuimos hasta la cuadra del tratante a buscar a la Marquesa y sin más, salimos con ella en dirección a casa. Era tan noble que nos siguió los nueve kilómetros largos que separan a Parres de Posada, atajando por los caminos, con la guiyada entre los cuernos como si marchase con el yugo del que acostumbrada a llevar.

1 comentario:

  1. Nunca te asotaras sin saber una cosa mas.Ahora me entero que el sabor de la leche,varia segun los tipos de pasto de las vacas. Tambien veo que teniais vacas venidas todas "de la aristocracia" jja de la epoca,no se las comprabais a cualquiera. Como siempre me chiflan tus escritos,todos los dias busco a ver si encuentro algo o en el wasap o aqui,pero algo encuentro.Muchas gracias por hacernos la vida agradable.-

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