jueves, 1 de mayo de 2014

38.- San Felipe en Soberrón


    Poco a poco se me fue abriendo el mundo ante mis ojos. Como es difícil aplicar el orden cronológico en que se fueron produciendo los acontecimientos y nuevas experiencias, seguiré el orden en que se me vengan a la memoria.
    Una de las salidas que mejor se grabaron en mí fue aquella primera por el camino de la Palaciana a salir en Bolao, creo que por los elementos paisajísticos tan singulares que tiene: El riu Vallanu, el de la cueva de las Herrerías y el Pozu la mina.
    Me había llevado mi padre un domingo por la mañana con él a cebar y soltar a beber al río, las dos parejas de tiro que usaba la empresa maderera para sacarla de los bosques talados. Mi padre trabajaba de carretero con la pareja de tudancas y el otro carretero, Segis, con la pareja de bueyes roxos, que por su gran alzada, en comparación con la de vacas de Tudanca, a mí me daban más miedo.
    Al finalizar las jornadas de trabajo, los domingos y festivos, los dejaban guardados en una cuadra perteneciente a Salva, tía materna de Valentín de la Llavandera que había ejercido de maestra en la Escuela de la Pereda. Cerca de la cuadra está la casa que hace esconce con la carretera en la que vivían Aurora y Arturo con sus hijos. Para que los bueyes no me llevaran por delante al volver del río con el ansia que traían por comer el pienso que mi padre les echaba, me izó en volandas hasta la peseblera y se fue a escontra de los bueyes. Al verlos yo perfilados con la escasa luz que entraba por la puerta del establo, me encogí y confieso que hasta lloré de miedo. Me calmaron las palabras de ánimo de mi padre y el cálido aliento de una de las enormes bestias que lamió mi pierna con su lijosa lengua.
    Otro domingo, por la tarde, me había llevado mi padre, montado de media cachera sobre la barra de la bicicleta hasta la bolera de “Las Mimosas”. Eran pareja al tiro Eduardo González González, “Pachu”, (primo carnal de mi padre, por el primer González y de mi abuela, por el segundo) y Ramón Vidal Sotres, “Pilón”. 
    Estos dos jugadores eran, y siguen siendo para quienes los conocimos, grandes ases del bolo palma y cuya fama traspasó los límites del concejo, sin los medios de comunicación de que hoy disponemos.
    Yo me quedé afuera de la bolera, al otro lado de la carretera, al cuidado de la bicicleta y jugando con mi amigo Ramón Gutiérrez García, “Tolino”. Recuerdo que Toño Cea Guitérrez, el hijo mayor de Hortensia y Antonio, nos llevó a que conociéramos el altar que había dispuesto en una cueva que existe en una finca de su propiedad, aprovechado el efecto de una columnata de estalactita y estalagmita.

    Pasados unos años, llegué con mucha expectativa y precauciones, por la peligrosidad que de ella me advertían, con toda razón, hasta el Pozu de la mina Bolao. Se habían reanudado los trabajos de explotación del pozo a cielo abierto. Las pequeñas lagunas azuladas del fondo reflejaban los alisos de la orilla norte. Las vagonetas permanecían en su estrecha vía sobre una pared que, de norte a sur, corta en dos el pozo. Al norte, estaban las casetas de los obreros hechas con ladrillo, en las que se podían ver las antiguas literas con colchones de borra. Al oeste, junto al camino, depositaban la tierra rojiza entre la que se hallaba la mena de pirita que con sus destellos dorados me parecían pepitas de oro. 
    A la pirita se la conoce como “el oro de los neciosy huelgo decir por qué. Guardé un trozo en mi mano y cerré el puño, como quien guarda un gran tesoro. Al abrirla, una vez alejado de la mina, noté en ella el olor acre del azufre. El sonido de la bomba que achicaba continuamente de agua el pozo, atronaba y añadía al ambiente más misterio si cabe mientras una gruesa manguera vertía en un canal el chorro de agua barrosa que anegaba el camino. Con la guerra se habían parado los trabajos y al reanudarlos fue necesario achicar el agua que aportaban múltiples venas y manantiales.
    En ella había trabajado de joven mi abuelo Santos González Cue.  Con una vaca de tiro movía las vagonetas por las estrechas vías. Un primo de mi abuelo, Perico “El Coxu” perdió una pierna tras un accidente con una de aquellas vagonetas que ahora serán un amasijo de hierros oxidados en el fondo de pozo.
    Ya abandonada la extracción por la poca rentabilidad que tenía, quedó mineral abandonado en las inmediaciones y que por oxidación su color fue virando del rojo al ocre. Y las vías y carrochas, bajo el agua. Las malezas acabaron por cubrir las orillas del Pozu la Mina a la vista de quienes por allí pasaban como queriendo ocultar el perpetuo caminar del tiempo. Pasados los años, unas veces en compañía de los amigos y otras como guía me llamaron la atención, en la fuente que mana cerca de la cueva de la H.errería, unos bloques de material de alta densidad como el manganeso, y con el aspecto de haber sido fundidos en algún horno cercano. Es sin duda, la referencia a esta actividad de la que proviene el nombre del sitio. Curiosamente, encontré parecido material formando parte de los muros de algunas fincas en Soberrón, bajo el Picu Castiellu, por lo que cabe tratarse de de antquísimas explotaciones del mineral que abrió una ruta parsimoniosa desde el neolítico hacia la cultura de los metales, cobre, bronce y hierro, con la que se favoreció los asentamientos estables y con ello al progreso en agricultura, transporte y comunicaciones. Por el camino que rodea el pozo, siempre en sentido Este, se llega al enclave de la capilla de San Felipe, pues desde entonces acá, recibió grandes atenciones para las mejoras de paso.
El camino más habitual de aquel tiempo era el que salía desde el molino las Mestas o por la Palaciana para tomar el andén derecho desde el cruce con la carretera hasta cerca del puente Las Arnias donde nos salíamos. Por el camino llegábamos hasta el lavadero, bebedero y fuente. Allí tomábamos por un sendero de atajo que salía a unos cuetos por encima de la capilla de San Felipe. 
Con mi abuela Araceli, tía Jandru y mi prima Tere fui la primera vez que recuerdo. Había costumbre de estrenar alpargatas de loneta blanca, por ser mayo, aunque como sigue ocurriendo ahora, es un mes que está muy lejos de ser verano. Al volver, si quedaba algo sano de ellas, tras las mojaduras en los pozos, en el prado embarrado o en la pesca de berros en el bebedero, se lavaban con cepillo y “Chimbo”, se ponían al calor de la chapa de la cocina y tratadas con una capa de “Blanco de España”, se guardaban para la próxima romería: la Hoguera de San Pedro en Pancar. 



Al lado de la capilla está la bolera, en la que se echaban importantes partidas de bolos y junto a ella, el puesto de la sidra. Los cohetes de la procesión ahuyentaban las impertinentes nubes que cubrían el Picu Soberrón. Acabados los actos litúrgicos, tenía lugar la comida detrás de la capilla, en el cuetu, donde la gente menuda jugábamos a pescar o al escondite. Por familias o grupos de amigos, se sentaban en torno a un mantel extendido sobre la hierba. Caliente el lugar ya con el sol por montera, vino a romper nuestro sopor, “Lisardo” que empujaba aquel carrito blanco con ruedas de radios de madera y llantas de hierro, adornado de colores a punta de pincel.
Salimos corriendo todos a su escontra para saborear el primer helado de temporada y ayudamos a tirar de aquel carro por el pedregoso camino con el ánimo de ganarnos una galleta o un cucurucho tostado extra. Nos izábamos ansiosos para olisquear dentro de los depósitos circulares la crema en el momento en que él abría las tapas que simulaban un gigantesco helado, quizás por comprobar si tendría para todos.
Matilde y Lolina ponían también, desde la mañana, sus respectivos tenderetes cargados de juguetes, globos, y avellanas de las que cargaban aquel cubilete que nos vaciaban en el bolsillo abierto en un gesto muy estudiado, con nuestro pulgar para que no nos cayese ni una al suelo. También, cacahuetes tostados, rosquillas adornadas de una nieve de azúcar de sabor anisado, chocolatinas, enormes cachabas rayadas de caramelo que devorábamos en un santiamén, manzanas acarameladas, orejones de melocotón, pasas y otras frutas confitadas. Y aquellos pitos que, una vez disueltos a lametones, dejaban libre, una bolita de anís, grato recuerdo de aquel primer día de mayo. Sarina, hacía un recorrido exhaustivo por las mesas de los clientes del puesto de sidra, la pandina de la bolera donde se sentaban los espectadores y por entre los manteles extendidos en el cueto, ofreciendo exclusivamente su “rica avellana”, de su lustrosa cesta de mimbres al brazo y con su faltriquera bajo el mandil donde metía la peseta y los dos reales que cobraba por cada cubilete.
Los “Panchinos”, a media tarde, probaban sus instrumentos en la cabecera de la bolera: Panchín tocaba el acordeón de forma maravillosa, siempre con una abierta sonrisa. La afición le vino cuando, en la guerra, encontró un acordeón abandonado. Formó la banda con un hermano de cuyo nombre no tengo recuerdo, a la batería, y que años después sería sustituido por Cosmín; con un cuñado suyo, Paco, además de ser un hábil orfebre, pues se dedicaba a convertir por encargo las monedas de plata y cobre en alianzas y anillos  y reparaba paraguas, tocaba con verdadera maestría el saxo moviéndose como podía con su pata de palo. Paquín, un hijo suyo había completado el grupo con la trompeta. Jordán, hijo del poeta llanisco Pin de Pría, era un maestro con el violín y mientras lo templaba antes de comenzar el grupo con el consabido pasodoble, nos deleitaba en una esquina del quiosco con piezas clásicas. Su instrumento tiene una historia que merece ser contada en otro momento. Aquellos sones perdidos entre los picos retornaban a capricho del viento y llenaban el valle bajo el Castiellu de nostálgica música, acompañada por los estallidos de cohetes, restallones, petardos y globos.
El tejado de la capilla completaba su atuendo de piedras distribuidas por el albañil para luchar contra el viento, con otro bien nutrido aporte de morrillos lanzados por la juventud, en la creencia de que al tirar una piedra al tejado de San Felipe se convertía en sortilegio para echarse novia o novio, en el transcurso del año.
El regreso se hacía al atardecer por el mismo sendero de la llegada, tanteando las piedras y los pozos hasta salir a la subida de la Velilla en la Arquera, donde tenía lugar la verbena, según me contaba mi padre, a la que acudió la única vez que le dieron permiso en el cuartel de Alicante, ya terminada la guerra, antes de pasar por casa.
Volvíamos por la vía hasta Bolao y el Molín de las Mestas a salir a Vallanu. 
Una anécdota contada por mi madre es que regresaban por la vía un grupo de rapazas y chavales y llovía tanto que la verbena se había aguado. Pasado el puente de las Arnias, oyeron los pitidos de la máquina del último tren que venía con bastante retraso, por lo que se tuvieron que echar literalmente al prado lindero hasta que pasase para retomar el andén.
Eran tiempos de mucha necesidad después de la guerra, el pan escaseaba y se racionaba su consumo. A la gente de los pueblos se les suponía con suficientes recursos, porque cultivaban maíz para la borona y las leyes del racionamiento sólo les permitía comprar pan cada dos o tres días. Algunos que se lo podían permitir, se las ingeniaban para traer el pan desde Unquera, Torrelavega o Santander donde lo conseguían sin tasa y a menor coste que en Llanes para luego revenderlo. El que lo estraperlaba, antes de llegar al túnel de las Mestas, lanzaba los sacos con el pan, aprovechando la curva para no ser visto por el maquinista y el fogonero o algún guardia o vigilante que por las ventanillas solían inspeccionar. 
Alguien se encargaba de recogerlo y llevarlo de noche sin ser visto ni levantar sospechas y el que lo lanzó por la puerta debió ver las siluetas de los jóvenes tendidos en el prado y pensó que estaban esperando la mercancía. 
Nano y Quico Quintana hijos de Lena, Araceli Sobrino Arenas del Jogu, Tere Sánchez de la Vega, la de David, Teresita Inguanzo de don Diego, Titi Sobrino Gutiérrez y mi madre Finu Noriega Sobrinovieron caer en el prado donde estaban tumbados, un abultado saco de yute. 
    Es fácil comprender la sorpresa que se llevaron al abrirlo y encontrar las hermosas pantortas que había dentro. Se lo repartieron como mejor supieron de forma equitativa y caminando despacio, fueron golosineando las migas por las costuras, por preservar intacta la apariencia externa y repartirlo cada cual en su mesa. Al menos, en casa pasarían por alto la mojadura que llevaban y el estado de sus recién estrenadas alpargatas con suela de esparto.
Por el camino, junto al molín de las Mestas vieron a dos siluetas caminar bajo un paraguas, que con seguridad se preguntaban por qué no habían lanzado “el recado” aquella noche, el paquete como era costumbre. 
El arroyo que nace en la fuente de Las Herrerías aquí se encuentra con el Río Vallanu, pero con la lluvia, aquella noche sus aguas discurrían por el camino junto a la bolera del molín Las Mestas. Araceli resbaló y cayó al agua, pero no soltó la pantorta que llegó a la mesa intacta para repartirla con toda la extensa familia del H.ogu.

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