Poco
a poco se me
fue abriendo
el mundo ante mis ojos. Como
es difícil aplicar el orden cronológico en que se fueron
produciendo los acontecimientos y nuevas experiencias, seguiré el
orden en que se me vengan a la memoria.
Una
de las salidas que mejor se grabaron en mí fue aquella primera por
el camino de la Palaciana a salir en Bolao, creo que por los elementos
paisajísticos tan singulares que tiene: El riu Vallanu, el de la cueva de las Herrerías y el Pozu la mina.
Me había llevado mi padre un
domingo por la mañana con él a cebar y soltar a beber al río, las
dos parejas de tiro que usaba la empresa maderera para sacarla de
los bosques talados.
Mi padre trabajaba
de carretero con la pareja de tudancas
y
el
otro carretero, Segis, con la pareja de bueyes roxos, que por su
gran alzada, en comparación con la de vacas de Tudanca, a mí me daban más miedo.
Al finalizar las jornadas de trabajo, los domingos y festivos, los dejaban guardados en una cuadra perteneciente a Salva, tía
materna de Valentín de la Llavandera que
había ejercido de maestra en la Escuela de la Pereda. Cerca de la cuadra está la
casa que hace esconce con la carretera en la que vivían Aurora y Arturo con sus hijos. Para
que los bueyes no me llevaran por delante al volver del río con el ansia que
traían por comer el pienso que mi padre les echaba, me izó en volandas hasta la peseblera y se fue a escontra de los bueyes. Al
verlos yo perfilados con la escasa luz que entraba por la puerta del establo, me encogí y confieso que hasta lloré de miedo. Me calmaron las palabras de ánimo de mi padre y el cálido aliento de una de las enormes bestias que lamió mi pierna con su lijosa lengua.
Otro
domingo, por la tarde, me
había llevado mi padre, montado de
media cachera sobre la
barra de la bicicleta hasta la bolera de
“Las
Mimosas”. Eran pareja al tiro Eduardo
González González,
“Pachu”, (primo carnal de mi padre, por el primer González y de mi abuela, por el segundo) y Ramón
Vidal Sotres,
“Pilón”.
Estos dos jugadores eran, y siguen siendo para
quienes los conocimos, grandes ases del bolo palma y cuya
fama traspasó los límites del concejo, sin
los medios de comunicación de que hoy disponemos.
Yo
me quedé afuera de la bolera, al otro lado de la carretera, al cuidado de la bicicleta y jugando con
mi amigo Ramón
Gutiérrez García,
“Tolino”.
Recuerdo que Toño
Cea Guitérrez,
el hijo mayor de Hortensia y Antonio, nos llevó a que conociéramos el altar que había dispuesto en una cueva que existe en una finca de su propiedad, aprovechado el efecto de una columnata de estalactita y
estalagmita.
Pasados unos años, llegué con mucha expectativa y precauciones, por la peligrosidad que de ella me advertían, con toda razón, hasta el Pozu de la mina Bolao. Se habían reanudado los trabajos de explotación del pozo a cielo abierto. Las pequeñas
lagunas azuladas del fondo reflejaban los
alisos de la orilla norte. Las vagonetas
permanecían
en
su
estrecha vía sobre una pared que, de norte a sur, corta en dos el pozo. Al
norte,
estaban
las casetas de los obreros hechas con ladrillo, en las que se podían ver las antiguas literas con colchones de borra. Al oeste, junto al camino, depositaban la tierra rojiza entre la que se hallaba la mena de pirita que con sus destellos dorados me parecían pepitas de oro.
A
la pirita se la conoce como “el
oro
de los necios”
y
huelgo decir por qué.
Guardé un trozo en mi mano y cerré el puño, como
quien guarda un gran tesoro.
Al abrirla, una vez alejado de la mina, noté en ella el olor acre del azufre. El sonido de la bomba que achicaba continuamente de
agua el pozo, atronaba
y añadía
al ambiente
más
misterio si cabe mientras una gruesa manguera vertía en un canal el chorro de agua barrosa que anegaba el
camino. Con
la guerra
se
habían
parado los trabajos y al reanudarlos fue necesario achicar el agua
que
aportaban múltiples
venas
y manantiales.
En ella había
trabajado de joven mi abuelo Santos
González Cue. Con una vaca de tiro movía las vagonetas por las estrechas vías. Un
primo de mi abuelo, Perico
“El
Coxu”
perdió
una pierna tras un accidente con una de aquellas vagonetas
que
ahora serán un amasijo de hierros oxidados en el fondo de pozo.
Ya
abandonada la
extracción por
la poca rentabilidad que tenía, quedó
mineral
abandonado en
las inmediaciones y que por oxidación
su color fue virando del
rojo al ocre. Y
las vías y carrochas, bajo el agua.
Las malezas acabaron por cubrir las orillas del Pozu
la Mina
a la vista de quienes por allí pasaban
como
queriendo ocultar el perpetuo caminar del tiempo. Pasados
los años, unas veces en compañía de los amigos y otras como guía
me llamaron la atención, en la fuente que mana cerca de la cueva de
la H.errería, unos bloques de material de alta densidad como el
manganeso, y con el aspecto de haber sido fundidos en algún horno
cercano. Es sin duda, la referencia a esta actividad de la que
proviene el nombre del sitio. Curiosamente, encontré parecido
material formando
parte de los muros de algunas fincas en Soberrón, bajo el Picu
Castiellu, por lo que cabe tratarse de de antquísimas explotaciones del mineral que abrió una ruta parsimoniosa desde el neolítico hacia la cultura
de los metales, cobre, bronce y hierro, con la que se favoreció los asentamientos estables y con ello al progreso en agricultura, transporte y
comunicaciones. Por el camino que rodea el pozo, siempre en sentido Este, se llega al enclave de la capilla de San Felipe, pues desde entonces acá, recibió grandes atenciones para las mejoras de paso.
El camino más habitual de aquel tiempo era el que salía desde el molino las Mestas o por la Palaciana para tomar el andén derecho desde el cruce con la carretera hasta cerca del puente Las
Arnias donde nos salíamos. Por el camino llegábamos hasta el lavadero, bebedero y fuente. Allí tomábamos por un
sendero de atajo que salía a unos cuetos por encima de la capilla de San Felipe.
Con
mi abuela Araceli, tía Jandru y mi prima Tere fui la primera vez que recuerdo. Había costumbre de estrenar
alpargatas de loneta blanca, por ser mayo, aunque como sigue ocurriendo ahora, es un mes que está muy
lejos de ser verano. Al volver, si quedaba algo
sano de ellas, tras las mojaduras en los pozos, en el prado embarrado o en la pesca de berros en el bebedero, se lavaban con cepillo y “Chimbo”, se ponían al calor de la chapa de la cocina y
tratadas con una capa de “Blanco
de España”, se
guardaban para la próxima romería: la Hoguera de San Pedro en Pancar.
Al
lado de la capilla está
la
bolera, en
la que se echaban importantes partidas de bolos y
junto a ella, el puesto
de
la sidra. Los
cohetes de
la
procesión ahuyentaban
las impertinentes nubes que cubrían el
Picu
Soberrón.
Acabados los actos litúrgicos, tenía lugar la comida detrás
de la capilla, en
el cuetu, donde la
gente menuda jugábamos a pescar
o
al escondite. Por familias o grupos de amigos, se sentaban en torno a un
mantel
extendido sobre la hierba. Caliente
el lugar ya con el sol por montera, vino a romper nuestro sopor, “Lisardo”
que
empujaba aquel carrito blanco con ruedas de radios de madera y llantas de hierro, adornado de colores a punta
de pincel.
Salimos
corriendo todos a su escontra
para saborear el primer helado de temporada y ayudamos a tirar de aquel carro por el pedregoso camino con el ánimo
de ganarnos una galleta o un cucurucho tostado extra. Nos izábamos
ansiosos para olisquear dentro de los
depósitos circulares la crema en el momento en que él abría las
tapas que simulaban un gigantesco helado, quizás por comprobar
si tendría para todos.
Matilde
y
Lolina ponían también, desde la mañana, sus
respectivos
tenderetes
cargados de juguetes, globos, y
avellanas
de las que cargaban
aquel cubilete
que nos vaciaban en el bolsillo abierto en un gesto
muy estudiado, con nuestro pulgar para que
no nos cayese ni una al suelo. También, cacahuetes
tostados, rosquillas adornadas de una nieve de azúcar de sabor anisado,
chocolatinas, enormes cachabas rayadas de caramelo que
devorábamos en un santiamén, manzanas acarameladas,
orejones de melocotón, pasas y otras frutas confitadas. Y
aquellos
pitos
que, una
vez disueltos a lametones, dejaban libre, una bolita
de anís, grato recuerdo de aquel primer día de mayo. Sarina, hacía un recorrido exhaustivo por las
mesas de los clientes del puesto de sidra, la pandina de la bolera donde se sentaban los espectadores y por entre los manteles extendidos en el cueto, ofreciendo exclusivamente su “rica
avellana”, de su lustrosa cesta de mimbres al brazo y con su faltriquera bajo el mandil donde metía la peseta y los dos reales que cobraba por cada cubilete.
Los
“Panchinos”, a media tarde, probaban sus instrumentos en la cabecera de la bolera: Panchín tocaba
el acordeón de forma maravillosa, siempre con una abierta sonrisa. La afición
le vino cuando, en la guerra, encontró un acordeón abandonado.
Formó
la banda
con un hermano de cuyo
nombre
no tengo recuerdo, a la batería, y que años después sería sustituido por Cosmín;
con
un cuñado suyo, Paco, además de ser un hábil orfebre, pues se dedicaba
a convertir por
encargo las
monedas de plata y
cobre
en
alianzas y anillos y reparaba paraguas, tocaba
con verdadera maestría el saxo moviéndose como podía con su pata de palo. Paquín, un hijo suyo había completado el grupo con la trompeta. Jordán,
hijo del poeta llanisco Pin de Pría,
era
un maestro con el violín y mientras lo templaba antes de comenzar el
grupo con el consabido pasodoble, nos deleitaba en una esquina del
quiosco con piezas clásicas. Su instrumento tiene una historia que merece ser contada en otro momento. Aquellos sones perdidos entre los picos
retornaban a capricho del viento y llenaban el valle bajo el
Castiellu
de
nostálgica música, acompañada
por
los estallidos de cohetes, restallones,
petardos y
globos.
El
tejado de la capilla completaba su atuendo de piedras distribuidas
por el albañil para luchar contra el viento, con otro bien nutrido
aporte de morrillos lanzados por la juventud, en la creencia de que
al tirar una piedra al tejado de San Felipe se convertía en
sortilegio para echarse
novia o novio, en el transcurso
del año.
El
regreso se hacía al atardecer por el mismo sendero de la llegada,
tanteando las piedras y los pozos hasta salir a la subida de la Velilla en la
Arquera, donde tenía lugar la verbena, según me contaba mi padre, a la que acudió la única vez que le dieron permiso en el cuartel de Alicante, ya terminada la guerra,
antes de pasar por casa.
Volvíamos por la vía hasta Bolao y el Molín de las Mestas a salir
a Vallanu.
Una anécdota contada por mi madre es que regresaban por la vía un grupo
de rapazas y chavales y llovía tanto que la verbena se había aguado. Pasado el puente de las Arnias, oyeron los
pitidos de la máquina del último tren que venía con bastante retraso, por lo que se tuvieron que echar literalmente al prado lindero hasta que pasase para retomar el andén.
Eran
tiempos de mucha necesidad después
de la guerra, el
pan escaseaba y se
racionaba su consumo. A la gente de los pueblos se les suponía
con
suficientes recursos, porque
cultivaban maíz
para la borona y
las
leyes del racionamiento sólo les permitía comprar
pan
cada dos o tres días. Algunos
que se lo podían permitir,
se las ingeniaban para traer el pan desde Unquera, Torrelavega o
Santander donde lo
conseguían
sin tasa y a menor coste que
en Llanes para luego revenderlo. El
que lo estraperlaba,
antes de llegar al túnel de
las
Mestas, lanzaba los
sacos con el pan, aprovechando la curva para no ser visto por el
maquinista y el fogonero o algún guardia o vigilante que por las ventanillas solían inspeccionar.
Alguien se encargaba de recogerlo y llevarlo de noche sin ser
visto ni levantar sospechas y el que lo lanzó por la puerta debió ver las siluetas de los jóvenes tendidos en el prado y pensó que estaban esperando la mercancía.
Nano
y
Quico
Quintana hijos
de Lena,
Araceli
Sobrino
Arenas
del
Jogu,
Tere
Sánchez
de la Vega,
la de David,
Teresita
Inguanzo de don Diego,
Titi
Sobrino
Gutiérrez
y mi madre Finu Noriega Sobrino, vieron
caer en el prado donde estaban tumbados, un abultado saco de yute.
Es fácil comprender la sorpresa que se llevaron al abrirlo y encontrar las hermosas
pantortas que
había dentro. Se lo repartieron como mejor supieron de forma equitativa y caminando despacio, fueron golosineando las migas por las costuras, por preservar intacta la apariencia externa y
repartirlo
cada cual en su mesa.
Al menos, en casa pasarían
por alto la mojadura
que llevaban y el estado de sus recién estrenadas alpargatas con suela de esparto.
Por
el camino, junto al molín
de las Mestas vieron a dos siluetas caminar bajo un paraguas, que con seguridad se preguntaban por qué no habían lanzado “el recado” aquella noche, el paquete como era costumbre.
El arroyo que nace en la fuente de Las Herrerías aquí se encuentra con el Río Vallanu, pero con la lluvia, aquella noche sus aguas discurrían por el camino junto a la bolera del molín Las Mestas. Araceli resbaló y cayó al agua, pero no soltó la pantorta que llegó a la mesa intacta para repartirla con toda la extensa familia del H.ogu.
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