martes, 6 de mayo de 2014

40.- Una apuesta de mucho peso

La nieve había dejado paso a una primavera soleada. Mi infancia transcurría tranquila en casa y por sus aledaños jugando con los demás niños o acompañando a mi madre en los trabajos del campo. Padre trabajaba a la madera acarreando con dos vacas, las rollas para hacer recarga de los camiones en la carretera. Era todo un espectáculo verlo cargar sin ninguna ayuda aquellos enormes troncos. Los maderistas que los tronzaban los dejaban en sitios altos a modo de cargaderos, al lado del camino. Colocaba el carro al lado de ellos, sacaba las vacas de la vara y lo volcaba contra el ribazo; pasaba entonces una cadena por debajo del tronco y la ataba al tirón del yugo. Con una mano en él y la otra en la guiyada, dirigía la maniobra de la dócil pareja acostumbrada a medir sus movimientos y la hacía tirar lentamente del tronco para llevarlo rodando hasta el cajón. Sólo restaba con un tirón lento y suave que el carro recuperase la posición normal y que la rueda bajase al camino, suavemente para evitar que se fuese al lado contrario. Acabada esta operación tan delicada como peligrosa, volvía a meter las vacas al carro y con una palanca terciaba el peso de la carga. Rellenaba con troncos que hacía rodar sobre dos puntales, los huecos para aprovechar el viaje.
No quiero pasar por alto la ocasión de contar una anécdota que mi padre narra con todo gusto de detalles, a pesar de sus noventa y cinco años, con la que quiero rememorar los trabajos de aquellos carreteros que yo aún llegué a conocer: Manuel Fernández de Coxiguero, Pedro Blanco de la Pereda, Juanito Junco Sánchez y mi abuelo materno, Marcos Noriega González de Tamés,  Ignacio Sobrino y Ricardín Gómez Gutiérrez de Pedrujerrín, Fernando Fernández Gutiérrez nacido en el Colláu de Parres y vecino de la Pereda, Fernando Gutiérrez González y su hijo Teodoro Gutiérrez Rodríguez, "Bolio", de Calvu, Santiago González Gutiérrez, "Taro", mi padre, de la Caleyona y tantos otros que se dedicaron a este oficio y que harían extensa la lista.
El carretero era imprescindible para abonar las fincas, arar los campos, sacar madera, llevar materiales de construcción, recebar carreteras. Poco a poco quedaron relegados y sustituidos por el camión. El oficio de carretero tenía su parte de especialización que era necesario dominar muy bien. Debía saber tratar a los animales, pues las vacas pueden ser muy dóciles o muy nerviosas según se las trate bien o mal. Ocurrió así este suceso en el que  mi padre tomó parte:
"Fernando Gutiérrez González, "el Grillu", maderista, tío y a la vez primo carnal mío, me dice un día que necesita un carretero para ir a la madera en los bosques que tenía en trato para la tala y venta posterior a las serrerías. Yo acepté gustoso porque andaba a la siega y ganaba bastante menos de lo que él me ofreció. Un maderista solía ganar unas diecisiete pesetas al día y a mí, como carretero, me daría algo más. Así es que, al día siguiente me presenté en el trabajo sin esperar más.
Pasaron varios meses de agotadoras jornadas en los bosques. Un día mi tío me preguntó por el estado de la pareja de vacas, La Majita y La Cachorra, si tenían suficiente fuerza, dado el intenso trabajo que venían realizando a diario. Le respondí que respondían muy bien, porque estaban muy bien alimentadas. Me explicó que Pepe el Marqués le había apostado mil pesetas a que nuestra pareja de vacas era incapaz de subir por Trescoba un peso total de tres toneladas y media. Quería conocer mi opinión antes de entrar en apuesta.
Le animé a llevarla a cabo puesto que nuestra pareja arrastraba enormes rollas por la Riega de La Piedra y después bajaba diariamente dos viajes de unas tres toneladas aproximadamente hasta el depósito de madera que teníamos al lado de la carretera. Por tanto, con más facilidad podría llevar 3.500 kilos, si las dejábamos descansar todo el día previo a la apuesta. Me dijo que el sábado siguiente se haría la prueba.
El día señalado salí bien de mañana para Santa Marina donde teníamos ya amontonados los tablones de roble y negrillo, aserrados a esquina viva. Se trataba de madera de alta densidad por lo que hace menos volumen de carga para la caja del carro. Las vacas subieron la carga sin gran esfuerzo por el empinado trayecto de Trescoba, a pesar de que, por aquel entonces el piso de la calzada no era como el de ahora. Nuestro carro usaba llantas anchas lo que facilitaba el tiro por carretera tan pedregosa y de tan abundante bache.
Cuando coroné la subida, me esperaba el Marqués rodeado de un expectante público de la Pereda, Parres, Porrúa y Pancar que había acudido al evento. Paré el carro en lo alto del Pico La Concha. Al ver la facilidad con que subió la pareja, y el poco volumen que representaban los largos maderos, me dijo que la carga no era, ni por asomo, de tres toneladas y media. Yo le contesté, muy seguro de mí, que incluso podía pasar varios cientos del peso acordado. En realidad yo hablaba confiado de que el Nino de Pancar, que lo había aserrado y pesado en su serrería de Pancar, no se hubiese equivocado. Le habíamos advertido que era preferible que se pasase en trescientos kilos a que le faltase tan siquiera uno si queríamos ganar la apuesta.
Eché la galga para bajar la cuesta del Cotaxu y continué en dirección a Llanes. Parte de la comitiva siguió detrás del carro, otros se subieron en el coche con el Marqués y me adelantaron en el Carril. A la salida de Parres, junto al chopo de la Viña, me esperaba el Marqués al lado de su coche aparcado. Me hizo señal de que parase y así lo hice. Me entregó un par de mantas nuevas para cubrir las vacas. Hecho lo cual, arrancó en su coche y yo proseguí el camino ya solo. Cuando llegué a la serrería del Jornu en Pancar, me esperaban de nuevo junto a la serrería del Nino. Creo que desconfiaban que fuese a recargar la madera que él pretendía faltarle a lo apostado, antes de llegar a la báscula. Les saludé, pero no paré y seguí destino Llanes. Subí el alto de los Altares y eché de nuevo las galgas  para la bajada. Al entrar por el Cotiellu, se me acercó un chaval a decirme que por orden del señor Alcalde, habíamos sido multados con mil pesetas por llevar exceso de peso. No hice ningún caso de tan inesperada noticia, pero no me hizo ninguna gracia que se nos fuese en ello lo comido por lo servido. Continué hasta la estación y bajé por la calle principal a pasar por delante del Ayuntamiento. Nadie salió a mi paso. Crucé el Puente donde los parroquianos de los bares del muelle, me ovacionaron y con la misma llegué a la Rula donde me habrían de pesar la carga. Una vez descontado la tara del peso de las vacas y del carro que previamente ya conocían los apostantes, quedó el peso neto de la madera en 3.760 kilos. Así me lo certificaron con la nota que me entregó el pesante encargado de la báscula.
Habíamos ganado la apuesta con amplitud. Llevé el carro hasta la estación. Saqué las vacas y las até una a cada rueda y les puse los cestos con el pienso. Eché las mantas nuevas por encima de sus lomos sudorosos y me dirigí al bar "Casa Ángel" donde estaba concertada la cita. Allí esperaban los maderistas: López de Vidiago; Pedro Quintana, de Pancar; Manuel González Berbes, "Carriles", de Parres; Ricardo Gutiérrez, hijo del tío Tomás de la Pereda; Perela, de la Serrería, Manuel González Romano, de Vallanu, primo mío y Fernando Gutiérrez González, "Grillu", mi tío/primo, apostante de una parte y dueño de la pareja, de Parres. La otra parte de la apuesta la formaban Pepe el Marqués de Argüelles, D. Ángel, director del Banco Español de Crédito, que era el depositario de las mil pesetas de la apuesta y otras personalidades de la Villa.
La comida fue abundante, rico vino, buen café y oloroso habano para todos los concurrentes. La minuta fue abonada a cargo de las arcas del Marqués. De la multa nadie habló nada ni oí que se llevase a efecto. Pienso que se trataría de una broma que nos quiso gastar el Marqués, dada la coincidencia entre las dos cantidades o quizás, pensando mal, fue condonada por su influencia".

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