Las cuestas que nacen perpendiculares al Texéu podían ser rozadas por los vecinos de Porrúa, Parres, La Pereda, Pancar, la Portilla, Soberrón y la Galguera, pero según un orden previamente convenido. A Porrúa le correspondía la parte más occidental de la cuesta Mazacarabia, en tanto que a Parres le correspondía la parte oriental, además las de Sopiniella, Sopeña, Traveséu, Pindal y la cara occidental de La Piedra. La Pereda aprovechaba la parte oriental de la Piedra y además la conocida como Cotera Alta o Pereda, Ventosina, Ventosona, Porcuza, y Salgar. Los vecinos de Pancar y La Portilla podían rozar en cualquiera de las cuestas, aunque la mayoría de ellos solían rozar en las existentes entre Piedra y el Picu Castiellu.
El rozo lo dejaban a secar en el mismo marañu hasta que secaban con el sol y el viento. Faltaba la labor más dura, si cabe. Se atropaba la hierba hasta formar la brazada que se ponían ordenadamente sobre dos cuerdas largas colocadas en paralelo, a unas tres cuartas una de otra, en sentido vertical de las cuestas. La primera brazada de rozu iba en la cabecera , en sentido hacia arriba, y las siguientes sobre ella, pero en sentido opuesto, mordiendo sucesivamente las anteriores hasta un total de seis o siete brazadas, según fuese el estado de la basna y la fuerza y ánimo del cargador. Se lanzaban los dos cabos de las cuerdas desde arriba sobre la carga para poder pasarlas por los corvos de los extremos de abajo que quedaban visibles bajo la primera brazada de la carga en la parte llamada cabecera. El corvu es un artilugio de madera sujeto en el inicio de la cuerda y sobre el que se desliza el cabo y con un par de vueltas queda sujeta sin necesidad de nudo alguno, por lo que es más fácil también soltarla, llegado el caso.
La basna era una franja del ancho de las cargas por las que se deslizaban, cuesta abajo hasta llegar al cargadero. La cantidad completa para un carro de vacas estaba marcada en diez cargas y era una medida de capacidad tanto para la venta del rozu como de la hierba seca. Las fincas se valoraban también en carros de hierba que podía llegar a dar, medida también importante para marcar las herencias, las ventas o trueques que solían hacerse. Para tener idea de la relación entre volumen y peso, basta saber que una carga de rozo bien curado y seco podría pesar entre sesenta y setenta kilogramos. No siempre había rozo al lado de la basna. En ese caso había que bajar las cargas a hombros y acercarlas una a una hasta ella para, una vez todas juntas, abasnarlas hasta el pie de la cuesta. Habitualmente se bajaban de dos en dos, pero había cargadores, entre los que cabe recordar a Fernando Romano, hijo del tío Benito y a Marcos Noriega González, hijo de la tía Lisa, mi abuelo, ambos nacidos en 1902, que solían bajarlas de a tres. Para ello colocaban dos cargas en paralelo sujetas por las cabeceras y por los extremos con los restos de las cuerdas. La tercera la echaban de espaldas sobre las anteriores y la sujetaban bien a ellas. La fortaleza de aquellos hombres era singular, aún cuando las condiciones de alimentación no fuesen correctas, según los patrones actuales. De las habas, borona, tocino y queso lograban las calorías y proteínas necesarias para la dura jornada.
Desde los distintos sitios de la Llosa de Viango se traían cargas de hierba por largos sendero hasta el portillo del risque y se iniciaba la bajada por la cuesta el Caballu a hombros, sin abasnarlas y las depositaban delante de la cuadra ya en el pueblo. Por curiosidad, a Fernando Romano le pesaron una carga de hierba que en báscula dio nada más ni menos que 110 kg.
Para levantar la carga se izaba la parte delantera hasta poder quedar sentado bajo ella. La cabeza quedaba encajada en un hueco llamado “cabecera” entre las dos cuerdas. Para hacerlas deslizar por la basna se tiraba de ellas y cuando se pasaban de la velocidad adecuada a la marcha, se levantaban de delante y se frenaban con las caderas mientras se clavaban los talones en la tierra para no ser arrastrado y arrollado por ellas.
Se bajaban en el mismo día o en varios las necesarias para formar un viaje con el carro de caballo o de vacas. Había rozadores que las bajaban una por una hasta el mismo pueblo y apenas sin posar. El cargadero de la cuesta Sopeña estaba cerca de la Fuente La O donde se refrescaban y se quitaban el sudor y los restos de hierbas y espinos clavados en la piel.
Los recuerdo caminar con la pradera al hombro y las cuerdas recogidas, lentamente, pero sin parar, guardando sus fuerzas para el trabajo que les esperaba por los senderos de subida a las cuestas. Los adustos rostros, los nervudos brazos y las callosas manos. Yo acompañaba de pequeño a mi padre o a mi abuelo y en alguna ocasión, de joven, ayudé a padre a rozar y a bajar alguna carga, pero nunca me lo mandaron como una obligación. Ambos quisieron para mí otro trabajo menos esclavo y tuve suerte de que los tiempos cambiasen a mejor. Me los imagino caminar descalzos por las cuestas plagadas de escayos, sólo por no romper las alpargatas el primer día que las estrenaban. Unas botas de cuero, era todo un lujo que podían tener después de haber vendido algún carro de rozu.
Había unas normas que protegían la rozada. Cuando no se podía acabar en el día para completar el carro, se marcaba el sitio con un marañu y se dejaban otros a medias. De esa forma, si alguien llegaba también a rozar, comenzaba a continuación de la marca dejada por el anterior rozador. Nadie osaba trasgredir esa norma acordada en concejo y perdida por algún libro de ordenanzas del municipio. Algunos bajaban el rozo hasta Llanes. Recuerdo a Manuel de la Vega, “Campeta” de la Pereda, pasar por delante del Colegio La Arquera con una carga de helechos y de argaña, sin gromos, que rozaba en el Texéu para los propietarios de los cubiles que ocupaban las dependencias del Palacio de Estrada, junto a la Iglesia.
Juanito Dorado se dedicaba al transporte con caballos de los paquetes que llegaban a la estación para los distintos comercios de la villa. Le encargaba a mi padre cargas de argaña para los caballos a los que les venía bien para equilibrar la dieta aportada por los piensos compuestos.
No puedo asegurar que ya nadie roza en las cuestas, aparte del bajón que sufrió la cabaña ganadera en la zona, la forma de estabular y los medios de que se dispone, hacen prescindible el uso de la cama de rozo para el ganado. El mantenimiento de la cama seca para el ganado era primordial ya no sólo para la limpieza y comodidad de las vacas, sino también para la producción del estiércol. Así se aseguraba el abono con materia natural orgánica a las tierras de labor y a las praderías. Hoy se dice de quien lo practica que tiene un cultivo ecológico y se le da una importancia terrible, porque la tiene. La mayoría usa el abono químico. Entonces, cuando el tiempo de los rozadores, su usa resultaba caro a los ya menguados beneficios de la producción lechera. El campo apenas daba para la subsistencia familiar. Había que hacer algún otro jornal para compensar ese desfase entre los gastos y los beneficios. Si se iba de jornal, no se podía ir a rozar, pero en cambio sí comprar los productos químicos para el abono.
Pero como a nadie en el poder se le ocurrió mirar para el campesino, se dejó manga por hombro la cuestión de los precios del mercado. Subieron los impuestos y el coste de los abonos y de los piensos y se estancó el precio de la carne y de la leche, con lo que poco a poco se asfixió al campo. Para qué plantar si la producción no se vende. Los productos nos vienen de otros países, visiblemente más barato, aunque esos abaratamientos los soporten los mismos campesinos con cargos sobre las maquinarias y el petróleo.
Muchos alimentos indican su procedencia ecológica que los hace más caros. Y a mí me molesta quienes veranean en los pueblos y ponen cara de asco ante una boñiga y sólo aspiran a cerrar su segunda residencia con setos de plástico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario