Isabel las tenía expuestas en sus cajas de madera, junto a los sacos de azúcar, arroz, y demás mercancías. Aún recuerdo el olor acre de la sal y el vinagre cuando me las envolvía en un papel de estraza en la tienda de "El Chispún". Aquellas sardinas parecían mirarme desde la profundidad del océano con sus cuencas vacías. Por una peseta y media servía seis para llevar a casa. Fritas en unto o aceite tenía para la merienda de varios tardes. El bacalao salado lo tenía colgado de una viga, a un lado de la báscula. José lo cortaba en pequeñas tiras que servía sin pedirlo a los parroquianos que habían acudido a tomar las once. Era una forma de hacer boca para pasar la pinta de vino y animar el ambiente. No se apreciaba el valor que ese exquisito pez tiene en su carne, como no se apreciaban los rigores de la mar y el peligro continuo a que estaban sometidos los pescadores.
Los martes después de acabarse el mercado en la plaza, subían las pescaderas con sus trigueras cargadas de sardinas, xardos y bocartes y lo pregonaban por las callejas del pueblo. Carmen, la más joven y Salud, mucho mayor, gritaban las frrescuras de su mercancía y el precio: ¡Sardinas! ¡Que colean!
Los primeros en acudir, sin duda, eran mis gatos. Se les veía saltar enloquecidos desde el bocal del henal de la cuadra donde dormitaban al sol del mediodía, quizás soñando con mares de abundantes peces. Maullando bajaban a la Bolerina y salían a esperarlas junto a la Rectoral, cuando escuchaban sus voces y el ruido del plato de la romana al chocar con el pilón. Esperaban con los demás congéneres del barrio a que Carmen y Salud limpiasen las primeras sardinas y las tirasen junto a los muros, de donde lo rescataban con sus garras de entre las ortigas.
Llevaban las pescaderas su mercancía en la cabeza y así volvían con parte de ella a Llanes si no habían podido colocarla del todo. No eran tiempos de abundancia para nadie. Así que en la mejor de las casas, vendían una docena, a real la sardina y el dinero caía tintineante en el bolsillo que llevaban oculto bajo el mandilón. Volvían a cargar sobre el rueño en la cabeza la pesada caja para continuar voceando el pescado por los siguientes barrios: ¡Sardinas frescas! Y llegaba el turno para otros tantos gatos que les salían al paso, alegres de poder cambiar su monótono menú vegetariano.
Lentamente llegó también la modernización para aquellas pobres mujeres. La rueda, invento milenario, llegaría para aliviar sus cervicales. Empezaron a traer su mercancía en un carrito que empujaban con mayor variedad de pescado, por los irregulares caminos de las aldeas. Retirada por los años Salud, me encontraba por la cuesta de las Castañares a Carmen, sofocada por el peso, pero con la gracia de siempre, ya lloviese, ya hiciese sol, ya soplase el viento en contra o calase hasta los huesos la espesa y fría nieblina. Paraba a tomar resuello bajo la Castañarona, antes de proseguir.
Ya mayor dejó de venir, pero se la veía con su caja de pescado y su romana en el puente, sobre la plataforma del viejo cine Benavente. Con la llegada de otros medios de transporte como el motocarro y la camioneta, el reparto y la venta ambulante tenía demasiados competidores y sus piernas y sus brazos ya no estaban para empujar pesados carros.
Quedó su sonrisa y su fuerte voz prendida de la brisa del Carrocedo y bajo los arcos de piedra de la Plaza de Llanes donde se percibe aún el rico olor de unas sardinas fritas servidas junto con una sidra en la mesa de unos clientes, ajenos a esta historia.
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