Un curso más en las aulas del instituto, el último para completar el Bachiller Sperior, condición exigida para acceder según el Plan de 1967 a las Escuelas de Magisterio, que era la meta que me había propuesto ya hacía un año, en la que me ratifiqué por los ánimos que al respecto me dio mi amigo Armando Romano Gutiérrez. Ese curso, 1968/69, él iniciaba el primer curso de Magisterio en la Escuela Normal de Oviedo y, en los períodos de vacaciones que coincidíamos por Llanes, me hablaba largo y tendido tanto de las asignaturas como del ambiente de estudios en la capital. En septiembre, más o menos con el inicio del sexto curso, cumplí los veinte años. Me sentía mayor con respecto al resto de compañeros, aunque no era el único, pues muchos que habían pasado por las mismas circunstancias que las mías habían iniciado estudios, ya cumplidos los dieciséis, en tanto que la mayor parte del alumnado entraba con once como se podía observar en las infantiles filas de los primeros cursos. Por otra parte, en el curso de preparación universitaria conocido entonces como Preu, había quien me superaba en edad, con lo que yo solo me consolaba, pues la entrada en la mayoría de edad se hacía cumplidos los veintiuno. Para las cuestiones laborales bastaba con cumplir catorce y en posesión del certificado de estudios primarios, se podía acceder a un puesto de trabajo tanto en la mina como en cualquier oficina privada o pública. Justo cuando se acababan los ochos años de escolarización, la casi totalidad de mis compañeros de escuela se había enrolados en la marina mercante unos, otros de albañiles, de camareros, de mecánicos, de carpinteros, algunos también en la emigración a Europa que así se decía por parecernos lejana y que no nos incluía, por cuestiones del aislamiento tras la guerra y el régimen que nos atenazó y que en ese momento sus aceradas garras empezaban a flaquearle.
Dirigía el claustro de profesores del Instituto, D. Rodrigo Grossi que además impartía las clases de Literatura en alguno de las aulas de sexto, que no la mía. En aquel curso tres nuevas figuras se añadieron al elenco de mis profesores, de los que como del resto aproveché las particularidades que me parecieron positivas, obviando las negativas en el supuesto que las hubiese que ya no recuerdo, porque solemos guardar en paño fino las experiencias buenas en tanto que se oscurece y borra por completo de nuestra memoria las malas. Eran estos profesores apreciados por mí tanto por el trato que nos daban como por el carisma de docentes que demostraron en su asignatura, Teófilo Rodríguez Neira, para la Filosofía; Andrés Álvarez Posada para la Física y Venancio en Literatura del cual no soy a recordar los apellidos. Del primero aprendí no tanto los conceptos filosóficos y de la Historia del conocimiento, como de la forma de enseñar. Hubiera tenido dificultad para escucharle desde el fondo de la clase donde me correspondió sentarme ese curso, si no fuera por el silencio que se producía en el aula desde que entraba cargado con su maletín de piel y varios libros en la otra mano, y el tono bajo de voz, a veces imperceptible, que usaba. Ya el primer día, la ilusión con que nos explicó la etimología del título del libro que teníamos delante, comenzó a labrar en una zona aún sin cultivar de nuestro cerebro ocupado esencialmente por dogmas de fe y gobierno, descubriendo en cada uno de nosotros al pequeño filósofo que llevábamos dentro. Estas clases originaron no pocas discusiones dialécticas entre los compañeros que nos juntábamos para estudiar durante los recreos y en las horas libres por ausencia de algún profesor, yendo y viniendo todo lo largo del paseo San Pedro. D. Teófilo en ocasiones caminaba entre las filas de nuestros pupitres, explicando la lección como lo habían hecho los peripatéticos del viejo Liceo de Atenas, o nos leía en los párrafos más significativos de su lectura, con los que acrecentaba nuestro gusto por la materia. Siempre lo recordé leyendo y sus gestos los haría míos por parecerme positivos tanto para la marcha de la clase como para la formación de mis propios alumnos en la lectura y en la dialéctica. Con todo este nuevo contenido filosófico, en las clases de D. Manuel Llanes Amor, echábamos un pulso entre la razón y la fe. Los resultados, por supuesto, no siempre quedaban claros, tal era la inercia con que la religión caminaba por delante y enseñaba que el indispensable requisito para acceder a la primera comunión era el estar en posesión del uso de razón, don que recibíamos con tan sólo cumplir los siete años, pero a pesar de ello, se nos quería guiar hacia el conocimiento exclusivamente por los senderos de la fe, gracia divina, a la que todo el mundo tenía acceso con tal de ser creyente. Evidentemente estas premisas no nos encajaban con los recursos lógicos aprendidos en las clases de Filosofía y suscitaban frecuentes discusiones en las clases del bueno y paciente D. Manuel, quien defendía su tesis con las argumentaciones que le era permitido dar como sacerdote. Aparte de este momento en clase de dura tensión dialéctica, nuestro cura fue una persona cercana a las gentes de la parroquia a la que servía con su ministerio y en sus homilías no escamoteaba tratar también de los temas mundanos, reflexiva y razonadamente. Pienso si se sentía más confiado en su púlpito donde intentaba conciliar las creencias religiosas con las luchas obreras de las Cuencas donde había ejercido en los primeros años de su sacerdocio que en cátedra del instituto, donde estaba más expuesto a la vigilancia del sistema. Yo que lo conocía primero como feligrés, también como alumno y al final de su tiempo como amigo, puedo decir que era una persona consecuente, íntegra y digna de recordar, como aquí hago. Don Teófilo y D. Manuel, pues, eran dos polos opuestos que, lejos de anularse como dos cargas eléctricas, el arco voltaico entre ellos originado, sirvió para encauzar nuestra forma de ver el mundo al que había que salir una vez abandonado el cascarón. D. Venancio, profesor de Literatura, nos daría todavía otro enfoque, el de la poesía, con lo que tendríamos ya una visión tridimensional del mundo. Un nuevo ojo para andar por la vida, el camino de la belleza; no de la belleza escénica ni escultórica sino la que poseen las cosas más pequeñas e insignificantes, enaltecidas en los textos de don Antonio Machado, Miguel Hernández y Federico García Lorca a los que encaminé mis lecturas, tras el comentario en clase de uno de los poemas más trágicos del granadino que es “El llanto por la muerte de Sánchez Mejías”.<<Alma ausente>>:No te conoce el toro ni la higuera, ni caballos ni hormigas de tu casa. No te conoce el niño ni la tarde porque te has muerto para siempre. (…) Así fue como alunicé en la parte oculta de la luna, la cara más oscura de nuestra reciente historia de la que, en los libros de texto únicamente se reseñaba a bombo y platillo las gloriosas hazañas bélicas de quien nos gobernaba ad libitum, suyo, con mano férrea y por la gracia de su propio dios. Aparte de las dimensiones cognitiva, religiosa y estética, la cuarta, la del medio físico que nos materializa, nos la mostró D. Andrés con sus amenas clases de Física, que solía adornar magistralmente con el rico anecdotario que tenía dispuesto y que no era sino producto de su vasta experiencia como docente. Hace un tiempo ya cuando sintonizaba en el dial de la radio, el programa “La buena tarde” de la RPA, me llevé la gran sorpresa de escuchar al filósofo en una corta colaboración de quince minutos, los martes. De inmediato, bajo esta misma publicación en mi blog, hice este comentario al que añadí: “Su voz sigue tan suave y tierna, como de algodón e irradia la misma tranquilidad que entonces, la de mi apreciado profesor de Filosofía, D. Teófilo Rodríguez Neira. Al martes siguiente, cuál sería mi sorpresa cuando la presentadora pregunta por los recuerdos que tiene de su paso por el instituto de Llanes y él responde con la lectura del comentario final que sobre él había yo incluido la semana anterior.
Dirigía el claustro de profesores del Instituto, D. Rodrigo Grossi que además impartía las clases de Literatura en alguno de las aulas de sexto, que no la mía. En aquel curso tres nuevas figuras se añadieron al elenco de mis profesores, de los que como del resto aproveché las particularidades que me parecieron positivas, obviando las negativas en el supuesto que las hubiese que ya no recuerdo, porque solemos guardar en paño fino las experiencias buenas en tanto que se oscurece y borra por completo de nuestra memoria las malas. Eran estos profesores apreciados por mí tanto por el trato que nos daban como por el carisma de docentes que demostraron en su asignatura, Teófilo Rodríguez Neira, para la Filosofía; Andrés Álvarez Posada para la Física y Venancio en Literatura del cual no soy a recordar los apellidos. Del primero aprendí no tanto los conceptos filosóficos y de la Historia del conocimiento, como de la forma de enseñar. Hubiera tenido dificultad para escucharle desde el fondo de la clase donde me correspondió sentarme ese curso, si no fuera por el silencio que se producía en el aula desde que entraba cargado con su maletín de piel y varios libros en la otra mano, y el tono bajo de voz, a veces imperceptible, que usaba. Ya el primer día, la ilusión con que nos explicó la etimología del título del libro que teníamos delante, comenzó a labrar en una zona aún sin cultivar de nuestro cerebro ocupado esencialmente por dogmas de fe y gobierno, descubriendo en cada uno de nosotros al pequeño filósofo que llevábamos dentro. Estas clases originaron no pocas discusiones dialécticas entre los compañeros que nos juntábamos para estudiar durante los recreos y en las horas libres por ausencia de algún profesor, yendo y viniendo todo lo largo del paseo San Pedro. D. Teófilo en ocasiones caminaba entre las filas de nuestros pupitres, explicando la lección como lo habían hecho los peripatéticos del viejo Liceo de Atenas, o nos leía en los párrafos más significativos de su lectura, con los que acrecentaba nuestro gusto por la materia. Siempre lo recordé leyendo y sus gestos los haría míos por parecerme positivos tanto para la marcha de la clase como para la formación de mis propios alumnos en la lectura y en la dialéctica. Con todo este nuevo contenido filosófico, en las clases de D. Manuel Llanes Amor, echábamos un pulso entre la razón y la fe. Los resultados, por supuesto, no siempre quedaban claros, tal era la inercia con que la religión caminaba por delante y enseñaba que el indispensable requisito para acceder a la primera comunión era el estar en posesión del uso de razón, don que recibíamos con tan sólo cumplir los siete años, pero a pesar de ello, se nos quería guiar hacia el conocimiento exclusivamente por los senderos de la fe, gracia divina, a la que todo el mundo tenía acceso con tal de ser creyente. Evidentemente estas premisas no nos encajaban con los recursos lógicos aprendidos en las clases de Filosofía y suscitaban frecuentes discusiones en las clases del bueno y paciente D. Manuel, quien defendía su tesis con las argumentaciones que le era permitido dar como sacerdote. Aparte de este momento en clase de dura tensión dialéctica, nuestro cura fue una persona cercana a las gentes de la parroquia a la que servía con su ministerio y en sus homilías no escamoteaba tratar también de los temas mundanos, reflexiva y razonadamente. Pienso si se sentía más confiado en su púlpito donde intentaba conciliar las creencias religiosas con las luchas obreras de las Cuencas donde había ejercido en los primeros años de su sacerdocio que en cátedra del instituto, donde estaba más expuesto a la vigilancia del sistema. Yo que lo conocía primero como feligrés, también como alumno y al final de su tiempo como amigo, puedo decir que era una persona consecuente, íntegra y digna de recordar, como aquí hago. Don Teófilo y D. Manuel, pues, eran dos polos opuestos que, lejos de anularse como dos cargas eléctricas, el arco voltaico entre ellos originado, sirvió para encauzar nuestra forma de ver el mundo al que había que salir una vez abandonado el cascarón. D. Venancio, profesor de Literatura, nos daría todavía otro enfoque, el de la poesía, con lo que tendríamos ya una visión tridimensional del mundo. Un nuevo ojo para andar por la vida, el camino de la belleza; no de la belleza escénica ni escultórica sino la que poseen las cosas más pequeñas e insignificantes, enaltecidas en los textos de don Antonio Machado, Miguel Hernández y Federico García Lorca a los que encaminé mis lecturas, tras el comentario en clase de uno de los poemas más trágicos del granadino que es “El llanto por la muerte de Sánchez Mejías”.<<Alma ausente>>:No te conoce el toro ni la higuera, ni caballos ni hormigas de tu casa. No te conoce el niño ni la tarde porque te has muerto para siempre. (…) Así fue como alunicé en la parte oculta de la luna, la cara más oscura de nuestra reciente historia de la que, en los libros de texto únicamente se reseñaba a bombo y platillo las gloriosas hazañas bélicas de quien nos gobernaba ad libitum, suyo, con mano férrea y por la gracia de su propio dios. Aparte de las dimensiones cognitiva, religiosa y estética, la cuarta, la del medio físico que nos materializa, nos la mostró D. Andrés con sus amenas clases de Física, que solía adornar magistralmente con el rico anecdotario que tenía dispuesto y que no era sino producto de su vasta experiencia como docente. Hace un tiempo ya cuando sintonizaba en el dial de la radio, el programa “La buena tarde” de la RPA, me llevé la gran sorpresa de escuchar al filósofo en una corta colaboración de quince minutos, los martes. De inmediato, bajo esta misma publicación en mi blog, hice este comentario al que añadí: “Su voz sigue tan suave y tierna, como de algodón e irradia la misma tranquilidad que entonces, la de mi apreciado profesor de Filosofía, D. Teófilo Rodríguez Neira. Al martes siguiente, cuál sería mi sorpresa cuando la presentadora pregunta por los recuerdos que tiene de su paso por el instituto de Llanes y él responde con la lectura del comentario final que sobre él había yo incluido la semana anterior.
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