Recuerdo un dato clave para saber la fecha, eso sí, tirando de calendario perpetuo, y es que el día 29 de junio, me encontraba llendando en la finca de la Cuesta el Barreru, el pequeño hato de ganado que nunca llegó a rebaño, de dos vacas lecheras con sus respectivas becerras , cuando en Pancar estallaban los cohetes para espantar las nubes que amenazaban con echar a perder la fiesta.
Al día siguiente, lunes y, creo recordar también al otro, martes primero de julio, habría de presentarme a los exámenes de Reválida., por lo que, junto con la guillada y el saco para sentarme, llevé los libros de Historia del Arte, Literatura y Filosofía, del llamado Grupo de Letras. De las pertenecientes al Grupo de Ciencias me había ocupado en las semanas precedentes acudiendo a las clases particulares que mi amigo Juanjo Llamazares, daba, esta vez en su nueva residencia de la calle el Llegar, sobre la antigua muralla medieval desde la que veíamos a través del acristalamiento de su galería, los pequeños barcos varados en la dársena del puerto.
En el único muro de la finca, sentado en el tueru de un nogal caído del que luchaban por sobrevivir, brotados de su corteza, media docena de vástagos, repasaba aquellos temas que me parecían estar más hilvanados que cosidos.
Abstraído quizás por lo que anunciaban los cohetes o quién sabe ya si por el contenido de los libros, me olvidé de llendar y cuando caí en la cuenta, tenía sólo a mi lado, la vieja “Marquesa”, en tanto que “Serrana” con su glotonería arrastraba tras sí, a “Estrella” y “Pinta” que ya doblaban ribazo abajo al prau de Modesta la de Santa Marina, junto a Las Castañares, pastando las suculentas hierbas de los prados vecinos. En ese detalle, veo en los animales cierto parecido con nosotros, los humanos que antes damos más valor a lo ajeno que a lo propio.
No recordaba haber faltado ningún año a las fiestas de San Pedro pero no quería jugármela y me quedaba mucho verano y fiestas en las que disfrutar.
Tras los apuros y nervios de los días de exámenes, y prácticamente seguro de que los resultados iban a ser buenos, me presenté, como ya dije, al lunes siguiente, en la obra de La Magdalena.
Estaba a cargo de ella, Lorencín que así le decían los que más lo conocían, dada su pequeña estatura y mucha confianza que daba cuando no rondaba situación de gran ajetreo y compromiso.
Fue, creo, la segunda semana de mi estancia allí cuando me eligió con otros dos más para llevar a cabo una labor “non grata”. Debíamos adentrarnos por un angosto caleyín que había entre la edificación nuestra y la casa vecinal, con la misión de desatascar la tubería que llevaba las heces de todo el barrio hasta la ría.
Huelgo explicar con pelos y señales, los tropiezos y los hedores que de ella brotaron como un surtidor cuando la rompimos, por el desnivel que llevaba el terreno, y que me pareció haber picado la barriga hinchada de un monstruo. Después de haber aligerado el estómago de los pocos restos que quedaban del desayuno, salimos a la calle por tomar aire, lavarnos en la fuente y con la manguera, a la hora del pequeño receso de las diez. Ni qué decir tiene que me ahorré el bocadillo para la merienda, pero no pude por menos, aún sin gustarme entonces, de echar unos traguinos de la bota que mi viejo compañero Ramón Noriega, el del Jornu, llevaba y unos caramelos de ocálitu que Remigio me dio. Ambas cosas me sirvieron para confundir al cerebro y poder soportar así estoicamente la dura tarea mientras duró. Dispusimos, eso sí, de unas katiuscas altas como las de los marineros que me llegaban a la cintura y una chaqueta de aguas. Así vestidos, nos parecíamos, salvando alturas, a aquellos tres nuevos héroes del espacio, Armstrong, Aldrin y Collins que habían salido esa misma semana en el Apolo 11 camino de la luna.
Disfruto contando esto, porque así lo viví y aunque lo aderece a mi manera con datos que entretengan al lector, trato de mostrar, antes bien que mi pretendida heroicidad, el sufrimiento de la gente que trabaja duramente por ganarse el pan, ya sea en el campo, en la mina como en la construcción y muchos otros oficios más.
Aquellos días de trabajo en la obra, fueron a pesar de todo, de gran experiencia para mí. Tampoco era ya un peón novato y nadie intentó mandarme a por la máquina de doblar tablones o a por el nivel de esquinas.
Antes bien, sí que recuerdo una mañana al comenzar el día en que Lorenzo consintió en ajustarnos a la cuadrilla de peones, el relleno con material de deshecho, como cascotes y cribadura de arena, el espacio que queda entre el solado y la planchada del hormigón. Sólo disponíamos de una polea fijada a un tablón que asomaba por una milana y las calderetas y cestos de goma para llevar a cabo la labor. Como es de suponer, el tiempo calculado por el hábil encargado era notablemente inferior al requerido para ejecutarlo, pues por lógica, su objetivo era sacarle rendimiento al personal. Yo, sin dármelas de listo, que quede bien claro, expliqué en unos minutos a mis compañeros la parte de la Física que cursé y en otros anteriores que había estudiado en las clases. El que más y el que menos tenía sus dudas, pero sólo bastó que José Antonio Alea terciase: La juventud manda; los estudios sirven para algo, ¿no?.
Todo consistía en encontrar una segunda polea y anduve rebuscando por toda la obra, pues Remigio que era el que más cuenta llevaba con las cosas, dijo haberla usado en la fachada sur. El encargado se desesperaba, iba y venía y nos preguntaba que cuándo pensábamos comenzar, a lo que le respondí que eso no era ya de su incumbencia pues nos lo había ajustado.
Según mis cálculos habría que reforzar el caballete de la polea, pues tendría que soportar doble peso. Por si alguien dice ser de letras, para disculpar desconocimiento en materia de ciencias, diré que con las dos poleas pretendía crear un sistema de fija y móvil para subir doble carga con el mismo esfuerzo y tirando cómodamente desde abajo, Deseché las calderetas por ser de menor capacidad y busqué todos los cuencos que topé; preparé con dos abarcones de acero un enganche rápido para las asas. Además, ya metidos en harina, me ofrecí a tirar de la cuerda. Remigio García que no perdía el puesto de la hormigonera por estar a ras de suelo y tener tan cerca la fuente y el mostrador del bodegón se ofreció a cargar los cestos con su reluciente pala que nunca soltaba por no quedarse sin ella. J. Antonio se prestó a portear los cestos hasta la habitación donde Ramón se encargaría de rasear el material y pasar el pisón, en tanto que Julián, que estaba cachazas, las descolgaría y todos tan contentos.
Tras las primeras pruebas a media carga, acabé por mandar a Remigio que me llenase los cuezos hasta el borde mismo, de lo que no tardó en quejarse Julián que los tenía que acercar a la plataforma y posteriormente bascular en el carretillo de J. Antonio.
De estas cosas reímos mucho a la hora de la comida Alea, Ramón y alguno más que se sumó a la mesa que habíamos reservado a cambio de tomar unas claras con la comida que en los porta bultos de las bicicletas nos aguardaba, bajo la acacia del Bodegón de Culetu.
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