lunes, 12 de octubre de 2015

108.- Los chicos del Preu

Era el último curso de mi paso por las aulas del Instituto de Llanes. Ya fuese por las vacaciones de Navidad, por las de Semana Santa o en ambas, regresaban de Oviedo y de cualquier otro punto de la geografía nacional, los estudiantes de las distintas carreras universitarias. Entre tantos otros destaco en el recuerdo a Manuel Menéndez Buergo, Manuel Miguel Amieva de Llanes, Ángel Gutiérrez Avín de H.ontoria y Armando Romano Gutiérrez, de Porrúa, entre los que habían optado por los estudios de Magisterio, pues sería larga la lista de los que habían salido el curso pasado tras acabar el sexto o el Preu.
Sonaba bien aquella expresión sacada del single de Karina y de la película de Pedro Lazaga del mismo título, “Los chicos del Preu” y qué endiosados los teníamos desde los cursos precedentes. Tenía la sensación de que aquellos compañeros habían pasado a ser de otra galaxia, dentro del organigrama del Instituto y hasta me parecía que tenían ciertas prerrogativas con respecto al resto de mortales que circulábamos por los pasillos del centro. Los recuerdo como grupo único y de matrícula bastante reducida, en comparación quiero decir, con el resto de cursos que andaban como mínimo por la duplicación de aulas, en cada género, pues no debían de pasar de la quincena. Tiene su explicación, ya que, a medida que se iba escalando en los cursos, las posibilidades de fracaso aumentaba, pero también influía la edad de quienes habíamos accedido aquellos años al instituto, que en alto porcentaje, cuando se abrió sus puertas nos pilló, como es mi caso, con cinco años de retraso en comparación con los más jóvenes que habían accedido con tan sólo diez. Por lo tanto, aquel año en concreto vi que en Preu había un amplio abanico de edades que iban desde los 16 hasta los 21. Por otra parte, muchos compañeros quedarían atrás por motivos diversos que no sólo de fracaso, sencillamente, por simple dificultad económica familiar. Algunos, los más afortunados, encontrarían trabajo en la administración pública, banca y empresa particular en tanto que otros acudirían a centros como Laboral de Gijón a prepararse en un oficio que les ayudara a ejercer una profesión o a estudiar carreras técnicas en las escuelas de Aparejadores y de Magisterio, para las que tan sólo exigían el título de bachiller superior. El acceso a la Universidad, era más restringido, pero para no caer en los tópicos, he de decir que hubo quien, teniendo posibles, elegiría estudios de menor duración por otras cuestiones varias, y viceversa, quien careciendo de ellos, lo intentó a costa de muchos sacrificios.
El hecho de haber comenzado tarde los bachilleres, me hizo siempre sentir “mayor”. Hoy me río de aquella tontería mía.
Acuden a mí tantos recuerdos que parecían dormidos, que no creo poder encorsetarlos en estas líneas, pero voy a dar cuenta de algunos, porque me tengo creído ya que sirven como recuerdo a otros coetáneos míos que disfrutan con ellos por ser compartidos.
No quiero dejar para otro momento, el decir, que aquella especie de admiración por los compañeros y compañeras que iban por delante, me sirvió para mucho, pues siempre procuré, usar de la sana envidia, para mejorar en lo propio, sin poner zancadillas y no doliéndome prendas en reconocerla y descubrirme ante quienes me la producen. Es el caso que quiero aquí contar de mi amigo Armando, al que siempre tuve la admiración por las duras circunstancias que se habían dado en su vida por la pérdida prematura de su padre, en un momento tan decisivo de su vida.
Había regresado de vacaciones, no importa si por diciembre o marzo de sus estudios de primero en la Escuela Normal de Magisterio. Él fue, sin duda quien más me animó a llevar adelante aquella querencia mía con la enseñanza, ganada ciertamente por el conjunto de docentes con que tuve la suerte de topar. Me explicó que el “Plan de 1967” que estaba vigente, contemplaba la posibilidad del acceso directo a la propiedad de plaza, como se decía entonces, como Profesor de EGB, siempre que se diesen estas circunstancias indispensables: primera, que la media de todas las calificaciones de los tres cursos superase la fijada en cada caso por la administración para provisión de plazas, en un porcentaje determinado y la segunda, la más difícil de alcanzar, que no se suspendiese ninguna asignatura de la treintena que había a lo largo de la carrera, aparte de los dos cursos de Práctica en el Colegio de la Gesta, del examen final de Reválida, de la prueba ante un tribunal de evaluación y del curso de Prácticas en una escuela de la capital. No parecía sencillo, pero nada lo es en la vida, y es mucho menos sencillo cuando no se intenta.
Se hacía el “paso del ecuador” en el curso sexto y para ello, debíamos hacer cosas para rebajar el coste del viaje.
Recuerdo que habían alquilado el pase, ni más ni menos que de “La diligencia” de John Ford, todo un clásico ya de aquélla, con treinta años desde su rodaje, en la que John Wayney y Claire Trevor comparten los papeles principales con el del borrachín Doc Boone, interpretado muy bien por Thomas Mitchell, con aquel gracioso doblaje de voz chirriosa que nos despertaba del sopor del calor de la tarde, atrapado tras los cortinajes granates del salón.
Apostaría algo a que en la sala de máquinas estaba, entre otros, mis amigos Juanjo Llamazares, Julián Cembreros, Tomás Buergo, Jorge Juan, Gonzalo Villarías. José Antonio González Bode, Pedro Sordo y tantas caras sin nombre y tantos nombres ya sin cara... El resto nos ocupábamos de las entradas, y del acomodo del público que abarrotó la sala.
Otras actividades que me parecieron novedosas para la época, fueron, sin duda, el pase de Modelos de las chicas de mi curso, Nieves Fidalgo Pacios, Calela, Morales, Peláez, entre otras, luciendo en la pasarela las mejores prendas de las tiendas de moda de Llanes, en el salón del Hotel D. Paco.
Un sábado por la tarde, en el Casino, se hizo un baile, una especie de guateque de la época, para el que me vestí mi mejor camisa adornada con una larga corbata granate, mi mejor pantalón de tergal y unos relucientes zapatos que hube de comprar para el evento en “Zapatería Gómez”, regentada por Vicente, padre de mis amigos, los hermanos Gómez de Argandoña.
En la puerta principal, nos turnábamos para vigilar la entrada y vender las papeletas para un sorteo cualquiera.


Hizo de madrina del curso, pues era costumbre entonces tenerla, María del Mar, vecina de Vidiago, de la casa de Gozalo, que nos dio como regalo, mil duros. No sería capaz de traducirlo mejor al valor de hoy, por el desajuste que tenemos con todo, si digo que al final de todo el trabajo desplegado, aún habríamos de abonar ochocientas pesetas cada uno para el soñado paso del ecuador.
Huelga decir que yo, como muchos más, nos tuvimos que quedar en torno al paralelo 42º N y rabiar con las fotos que alguien expuso en el tablón de la entrada a su regreso.


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