miércoles, 21 de octubre de 2015

110.- El Palacio de Meré

Acabada la tarea ajustada, tocamos a repartir entre los cuatro compañeros unas cuantas horas extras que quedaron reflejadas en la paga del sábado. Cuando estábamos a punto de preparar las bicicletas para irnos a casa, a Ramón del Jornu y a mí nos llamó Lorenzo para decirnos que el lunes teníamos que ir al Palacio de Meré a trabajar. Recibida la noticia, así sin más aviso previo ni explicación, me sorprendió y preocupó por lo distante que estaba de mi casa que supondría levantarme un par de horas antes, si quería estar para las ocho de la mañana en la obra, en bicicleta y a veintisiete kilómetros aproximadamente de Parres. Pero mis pesares se volatilizaron y tornaron en alegría cuando nos dijo que nos llevaría en coche Fernandito, el hijo del patrón. Deberíamos esperarle a las ocho al inicio de la Calle Mayor, justamente delante de la “Ferretería Delgado”. Es curioso cómo, de alguna manera, aquel escape de rutina tan simple despertó en mí la mayor expectativa aventurera y me llenó de entusiasmo.
El lunes, antes de que el reloj del Ayuntamiento diese la hora, ya estaba yo esperando donde habíamos quedado. Ramón salía del Bar Madrid y se vino al lugar donde habíamos acordado esperar a Fernando. Justo cuando sonaban las campanadas en el reloj de la Iglesia Mayor, que siempre iba remoloneando unos minutos por detrás del consistorial, aparcó junto a la acera un “Austin mini, Morris 850”, color granate y de él se bajó el acompañante del conductor, un hombre alto, piel morena y cabeza cubierta con sombrero claro como la vestimenta y a juego con unos zapatos de rejilla. Al salir del coche nos saludó y plegó el respaldo de su asiento para que pudiéramos acceder a la banqueta posterior. En comparación con el atuendo que yo llevaba, camisa de manga corta y pantalón vaquero que por ser lunes aún conservaba el olor a la plancha y la raya que madre le había marcado esa misma madrugada, aventuré que tal personaje debía de ser algo así como el Arquitecto o Aparejador de todas las obras “Toriello”. Sólo cuando llegamos a Meré, conocí que era el oficial ebanista que llevaba a cabo la restauración de los muebles, escaleras, techos y aleros de aquella majestuosa mansión, cuando salió de una de las dependencias del Palacio, transformado en un currante más, especialista, eso sí.


Para mí fueron varias experiencias nuevas en un día tales que conocer y tener como compañero a una persona con la piel de distinta pigmentación, ver por dentro un palacio, alejarme por primera vez a tal distancia y además que me llevaran a trabajar en un coche así. Hoy nada de eso sería motivo de sorpresa para nadie, pero entonces las circunstancias eran bien distintas.
Aparte del desescombro de los restos de piedras que había tiradas por doquier, tuvimos que desclavar los barrotillos con que habían cubierto de cal los primitivos y originales techos; durante unos años precedentes al que narro, todo el mundo estaba obsesionado por ocultar la primitiva madera de castaño y roble con que habían sido construidas las viviendas de antaño. Se cambiaron las galerías y corredores por fachadas de ladrillo cubiertas de azulejos, se cubrió la piedra con capas de cemento y se sustituyeron las tejas antiguas, hechas a mano e irregulares por otras totalmente regulares hasta en el color, lo que en conjunto contribuyó a cambiar el paisaje urbano de los pueblos. Por fortuna, no todos los constructores siguieron la línea modernista, en cambio se hicieron talentosas restauraciones como fue en la obra que hacíamos junto a la capilla La Magdalena y el Palacio de Meré, que ese mismo verano estaba habitado por la hija de don Fernando que esperaba un niño y su esposo.
Amadeo resultó ser un buen compañero al que ayudamos a imitar en los pontones y vigas la acción de la polilla con una gubia. Después de limpiar el polvillo de los encalados, embebíamos las maderas con una brocha y se llegaban confusas a libar las abejas atraídas por el espeso y pegajoso aroma del aceite de linaza mezclado con el de la trementina, al que me trae el recuerdo cuando visito una sala de exposición. 
Con la misma delicadeza con que afamados artistas hubieran puesto en decorar una capilla, usamos para recuperar aquellos techos, mientras escuchábamos contar a nuestro oficial la forma de vida y costumbres de su isla natal caribeña. 
Estaba casado con una cubana que era Maestra de Escuela y nos contaba cómo en las vacaciones escolares que tenían, debían trabajar buena parte del tiempo en la recogida de caña de azúcar. El régimen castrista trataba de recuperar la economía del país, por el ahogamiento al que el cerco exterior lo sometía.
Los primeros días, llevábamos la comida de casa. Acudió un poco más tarde, Tomasín en su reluciente “Vespino” , pues al no quedar espacio en el "mini", le daban un extra por desplazamiento. Por el trayecto en que abundaban los baches, perdió el tubo de escape y para no llegar tarde, ni se paró a recogerlo. 
Amadeo llevaba un tiempo trabajando en Meré y tenía reservada la comida en "La tilar" uno de los bares del pueblo
Es muy común en los pueblos plantar tilos junto a las boleras, plazas y paseos, como pude constatar andando el tiempo. Bajo sus copas se protegían tanto del calor diurno como del frescor de la noche los vecinos en ratos de ocio para charlar, ver jugar a los bolos, bailar o celebrar concejos en los que se discutía sobre las disposiciones de los alcaldes en los que se alcanzaban acuerdos para la buena marcha de la parroquia.
Había estado por primera vez en Meré junto con unos amigos de Parres, Pancho, Tolino y Tato, dos años antes por “La Jira”, fiesta otoñal que se hacía en un castañéu de las afueras, junto al río Las Cabras, según se sube para Ortiguero. 
Cerca estaba la casa materna de don Fernando Vega Escandón, y una cuadra desde la que mi padre había acarreado con la pareja de vacas hierba hasta la cuadra de La Talá donde trabajaba. En tiempo de la recogida de las avellanas tenía que ir a dimir los avellanos y las entregaba en la sierra de Perela que las comercializaba en Alicante para la fabricación del turrón. También tenían un molino de harina de maíz atendido por el molinero a sueldo, en La Huera de Meré, donde la carretera se bifurca hacia el Mazuco y Vibaño que aún sigue en funcionamiento a cargo de los descendientes. No me recuerdo del nombre, por más que lo intenté. Existe un programa que publica un vídeo y estoy seguro de que se trata del mismo ya que el lugar no dispone de otro.

Nuestra escapada resultó ser toda una aventura, porque ninguno de nosotros conocíamos la ruta y al llegar a Puente Nuevu, no sé quién fue de los cuatro que porque iba delante y no vio o no existían carteles tomó por el desvío a Riu Caliente y los demás le seguimos cual manada de caballos desbocados. Por la carretera, le preguntamos a un paisano quien nos indicó un atajo, con bastante trabajo, por el que saldríamos con ventaja a la entrada misma de Meré sin falta de tener que dar la vuelta para pasar por la Güeira. Para más inri, al regreso, a uno se le salía de continuo la cadena y había que esperarle al pie de las subidas para empujarle y echarle cuarta. Fue el lugar más lejano al que me había escapado en mi vida, hasta entonces. Toda una odisea.
Aquel mismo día nos dijo Amadeo que en la nómina semanal le incluían cinco duros diarios por la comida y que a nosotros nos darían lo mismo, comiésemos allí o no. Razonadamente, pensamos que yendo de fonda ahorrábamos en casa el tiempo para preparar la comida y el sueldo seguía igual que siempre, así que le pedimos que avisara en el bar de nuestra asistencia desde el martes.
Los cuatro sentados a la mesa, disfrutábamos con el yantar y la charla de aquel breve tiempo de una hora, de los cocidos y postres, que con agradable trato y sonrisa nos servía la más joven de la casa, Humilde.

Creo que recordaba a Fernandito, por el instituto en los cursos de Bachiller Elemental. Sobre la bandeja posterior del coche resbalaba de un lado a otro, por tanta curva que había en el trayecto, un grueso diccionario de Inglés/Español que yo rescataba de los golpes. Me parecía inaceptable que su dueño no le diese aprecio y lo dejase allí al sol y deterioro continuo por lo que lo tomaba de prestado en los viajes y leía de él. Un día me lo ofreció en venta y así fue que se lo compré por el equivalente de dos jornadas de trabajo; algo caro para entonces, en comparación con lo que valen hoy. No sé cuál fue el destino final de aquel primer diccionario que tuve de inglés. No obstante, era prácticamente imposible salirse de la ruta de la lengua extranjera que había “elegido” y que con sutileza nos habían aconsejado al matricularnos para el comienzo del bachiller. 

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