Acabada
la tarea ajustada, tocamos
a repartir entre los cuatro
compañeros unas
cuantas horas
extras
que quedaron reflejadas en la
paga del sábado. Cuando
estábamos a punto de preparar las bicicletas para irnos a casa,
a Ramón del Jornu y
a mí nos llamó Lorenzo
para decirnos que el lunes
teníamos que ir al
Palacio de
Meré a trabajar. Recibida la
noticia, así sin más aviso previo ni explicación, me
sorprendió y preocupó por
lo distante que estaba de mi casa
que supondría levantarme un par
de horas antes, si quería estar
para las ocho de la mañana en
la obra, en bicicleta y a veintisiete
kilómetros aproximadamente de
Parres. Pero
mis pesares se volatilizaron y
tornaron en alegría cuando nos
dijo que nos
llevaría en coche Fernandito, el
hijo del patrón. Deberíamos
esperarle a las ocho al inicio de
la Calle Mayor, justamente
delante de la “Ferretería
Delgado”. Es curioso cómo, de
alguna manera, aquel escape de rutina tan simple despertó en mí la
mayor expectativa aventurera y me llenó de entusiasmo.
El
lunes, antes de que el reloj del Ayuntamiento diese la hora, ya
estaba yo esperando donde habíamos quedado. Ramón salía del Bar
Madrid y se vino al lugar donde habíamos acordado esperar a
Fernando. Justo cuando sonaban las campanadas en el reloj de la
Iglesia Mayor, que siempre iba remoloneando unos minutos por detrás
del consistorial, aparcó junto
a la acera un “Austin mini,
Morris 850”, color granate y de
él se bajó el acompañante del
conductor, un hombre alto, piel
morena y cabeza cubierta
con sombrero
claro como la vestimenta y a
juego con unos zapatos de
rejilla. Al salir del coche nos
saludó y plegó el respaldo de
su
asiento para que pudiéramos acceder a
la banqueta posterior. En comparación con el atuendo que yo llevaba,
camisa de manga corta y pantalón vaquero que por ser lunes aún
conservaba el olor a la plancha y la raya que madre le había marcado
esa misma madrugada, aventuré
que tal personaje debía de ser algo así como el Arquitecto o
Aparejador de todas las obras “Toriello”. Sólo
cuando llegamos a Meré, conocí
que era el oficial ebanista que
llevaba a cabo la restauración de los muebles, escaleras, techos y
aleros de aquella majestuosa mansión, cuando
salió de una de las dependencias del Palacio, transformado en un
currante más, especialista, eso sí.
Para mí fueron
varias experiencias nuevas en un día tales que conocer y tener como
compañero a una persona con la piel de distinta pigmentación, ver
por dentro un palacio, alejarme por primera vez a tal distancia y
además que me llevaran a trabajar en un coche así. Hoy
nada de eso sería motivo de sorpresa para nadie, pero entonces las
circunstancias eran bien distintas.
Aparte del
desescombro de los restos de piedras que había tiradas
por doquier, tuvimos que
desclavar los
barrotillos con que habían cubierto de cal los primitivos y
originales techos; durante unos
años precedentes al que narro, todo
el mundo estaba obsesionado por ocultar la primitiva
madera de castaño y roble con
que habían sido construidas las viviendas de antaño.
Se cambiaron las galerías y
corredores por fachadas de ladrillo cubiertas de azulejos, se cubrió
la piedra con capas de cemento y se sustituyeron las tejas antiguas,
hechas a mano e irregulares por otras totalmente regulares hasta en
el color, lo que en conjunto contribuyó a cambiar el paisaje urbano
de los pueblos. Por fortuna, no todos los constructores siguieron la
línea modernista, en cambio se hicieron talentosas restauraciones
como fue en la
obra
que hacíamos junto
a la capilla La Magdalena y el Palacio de Meré, que ese mismo verano estaba habitado por la hija de don Fernando que esperaba
un niño y su esposo.
Amadeo
resultó ser un buen compañero al
que ayudamos a imitar en los pontones y vigas la acción de la
polilla con
una gubia. Después de limpiar el polvillo de los encalados,
embebíamos las maderas con una brocha y se llegaban confusas a libar
las abejas atraídas por el espeso y pegajoso aroma
del aceite de linaza mezclado con
el de la trementina, al que
me trae el recuerdo cuando visito una sala de exposición.
Con la
misma delicadeza con que afamados artistas hubieran puesto en decorar una capilla, usamos para recuperar aquellos techos, mientras escuchábamos contar a
nuestro oficial la forma de vida
y costumbres de
su isla natal caribeña.
Estaba casado con una
cubana que era Maestra de Escuela
y nos contaba cómo en las
vacaciones escolares que
tenían, debían trabajar buena parte del tiempo en
la recogida de caña de azúcar. El régimen castrista trataba de recuperar la economía
del
país, por
el ahogamiento al que el cerco
exterior lo sometía.
Los primeros días,
llevábamos la comida de casa. Acudió un poco más tarde, Tomasín
en su reluciente “Vespino” , pues al
no quedar
espacio en el "mini",
le daban un
extra por desplazamiento. Por el trayecto en que abundaban los baches, perdió el tubo de escape y para no llegar tarde, ni se paró a recogerlo.
Amadeo llevaba
un tiempo
trabajando en Meré y tenía
reservada la comida en "La tilar" uno de los bares del pueblo.
Es muy común en los
pueblos plantar tilos junto a las boleras, plazas y paseos,
como pude constatar andando el tiempo. Bajo
sus copas se protegían tanto
del calor diurno como del frescor de la noche los
vecinos en ratos de ocio para
charlar, ver jugar a los bolos, bailar
o celebrar concejos en los que se discutía sobre las
disposiciones de los alcaldes en los que se alcanzaban
acuerdos para la buena marcha de
la parroquia.
Había estado
por primera vez en Meré junto
con unos amigos de Parres, Pancho, Tolino y Tato, dos años
antes por
“La Jira”, fiesta otoñal que se hacía
en un castañéu de
las afueras, junto al río Las
Cabras, según se sube para
Ortiguero.
Cerca estaba la casa materna de don Fernando Vega Escandón, y una cuadra desde la que mi padre había acarreado con la pareja de vacas hierba hasta la cuadra de La Talá donde trabajaba. En tiempo de la recogida de las avellanas tenía que ir a dimir los avellanos y las entregaba en la sierra de Perela que las comercializaba en Alicante para la fabricación del turrón. También tenían un molino de harina de maíz atendido por el molinero a sueldo, en La Huera de Meré, donde la carretera se bifurca hacia el Mazuco y Vibaño que aún sigue en funcionamiento a cargo de los descendientes. No me recuerdo del nombre, por más que lo intenté. Existe un programa que publica un vídeo y estoy seguro de que se trata del mismo ya que el lugar no dispone de otro.
Nuestra escapada resultó ser toda
una aventura, porque ninguno de
nosotros conocíamos la ruta y al llegar a Puente Nuevu, no
sé quién fue de los cuatro que porque iba delante y no vio o no
existían carteles tomó por el desvío
a Riu Caliente y los demás le
seguimos cual manada de caballos desbocados.
Por la carretera, le preguntamos
a un paisano quien
nos indicó un atajo, con
bastante trabajo,
por el que saldríamos con
ventaja a la entrada misma de Meré sin
falta de tener
que dar la vuelta para pasar
por la Güeira. Para más inri,
al regreso, a uno se le salía de continuo la cadena y había que
esperarle al pie de las subidas para empujarle y echarle cuarta. Fue
el lugar más lejano al que me había escapado en mi vida, hasta
entonces. Toda una odisea.
Aquel
mismo día nos dijo Amadeo que en la nómina semanal le incluían
cinco duros diarios por la comida y que a nosotros nos darían lo
mismo, comiésemos allí o no. Razonadamente, pensamos que yendo de
fonda ahorrábamos en casa el tiempo para preparar la comida y el
sueldo seguía igual que siempre, así que le pedimos
que avisara en el bar de nuestra asistencia desde el martes.
Los cuatro sentados
a la mesa, disfrutábamos
con el yantar y la charla de aquel breve tiempo de una hora, de
los cocidos y postres, que
con agradable trato y sonrisa nos servía la más joven de la casa, Humilde.
Creo
que recordaba a Fernandito,
por el instituto en los cursos de
Bachiller Elemental. Sobre la
bandeja posterior del coche
resbalaba de un lado a otro, por tanta curva que había en el
trayecto, un grueso diccionario
de Inglés/Español que yo
rescataba de los golpes. Me
parecía inaceptable que su dueño no le diese aprecio y lo dejase
allí al sol y deterioro continuo por lo que lo tomaba de prestado en los viajes y leía de él. Un
día me lo ofreció en venta y así fue que se lo compré por el
equivalente de dos jornadas de trabajo; algo caro para entonces, en comparación con lo que valen hoy. No
sé cuál fue el destino final de aquel primer diccionario que tuve
de inglés. No obstante, era prácticamente imposible salirse de la
ruta de la lengua extranjera que había “elegido” y que con
sutileza nos habían aconsejado al matricularnos para el comienzo del
bachiller.
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