El
trayecto, desde Parres a Llanes, había aumentado
desde
los 3 km. a los 3,7 km a causa del desvío hecho en
la bajada de Las Castañares por el puente
construido entre
los
cuetos de Carcobiu y Resielles,
sobre la nueva carretera bajo
la que se soterró el antiguo Camino Real y a
la que, sin ningún conocimiento de causa, todos dimos
en llamarla autopista,
por
la diferencia con la N.634 que desde La Arquera se desviaba por
Llanes en sentido Oviedo.
El
nuevo trazado abierto a mediados de los 60, entre La Arquera y
Llovio, supondría, en principio, una considerable ventaja para el
transporte con vehículos "longos" y, de alto tonelaje, que
comenzaban a llegar con creciente frecuencia, portando enormes vigas
y piezas especiales de las siderúrgicas de Avilés a Bilbao y
viceversa. Más que un cuello de botella se diría mejor que en
Llanes evitarían el angosto y sinuoso tirabuzón
entre
El Puente y El Casino, con los atascos consiguientes y el
deterioro y retirada de más de una balconada.
Muchos
negocios, abiertos a pie de carretera, derivados de la alimentación,
de la hostelería y de la mecánica del automóvil, fueron los más
perjudicados con la apertura de los nuevos viales. Con la previa
ampliación del tramo Unquera-La Arquera, llevada a cabo a finales de
la anterior década de los 50, sólo le había afectado, en cierto
sentido, al pueblo de Pendueles que quedó apartado de la circulación
de los cada vez mayores camiones y el aumento en general del tráfico
rodado, pero se benefició, por otra parte, de la tranquilidad con el
nuevo trazado. En cambio, el siguiente tramo La Arquera-Llovio
desfavorecería al comercio de Llanes, Posada y Nueva por citar las
villas de mayor población.
En
términos de Parres, los materiales de "La autopista"
sepultaron bajo ella el viejo Camino Real que daba acceso a las
tierras de cultivo de pequeñas vegas como El Matu, Valladal y Llagu
y con él un pequeño humilladero que conocí bajo el amparo de un
centenario roble, justo cuando el camino se encontraba con el que,
desde Pancar, se accedía a las fincas de dichas vegas y a los
molinos de La Vega y Las Mestas y el paso hasta Bolao.
Con
la apertura de la caja a su paso sobre la carretera de Parres, se
transformó para siempre el paisaje circundante. En los años que
duraron los trabajos, nos desplazábamos por ella hasta la Arquera o
hasta Celorio. Cuando parecían terminarse todos los trabajos, una
máquina abrió una profunda zanja paralela al arcén del sur, con el
fin de recoger las escorrentías e impedir el paso de animales y
humanos a la nueva calzada que también fue vallada. Para ir hasta
algunas fincas había que desviarse hasta el puente de Resielles por
fuertes subidas que los animales de tiro trepaban con dificultad
cuando llevaban carga y había que andar otro tanto al otro lado de
la pista, en casi un kilómetro de más. La gente se obstinaba en
rehabilitar los viejos vados rellenando con piedras y tierra, pero
volvían a ser profundizados aún más por la maquinaria de la obra y
sólo cuando les colocaron las vallas metálicas se resignó a perder
los viejos caminos.
Pero
el espíritu de la vieja carretera de
Las Castañares tardaría
en borrarse del todo y los peatones, poco convencidos en hacer el
recorrido suplementario con la fuerte pendiente añadida, continuamos
cruzando las vallas metálicas. Camino
del instituto, pasábamos la bicicleta en vilo sobre la zanja y las
dos vallas metálicas. Los más fuertes y de myor
edad ayudábamos a los más pequeños, algunos
apenas
cumplidos
los
diez años, cuyo
peso era en algunos casos inferior al conjunto de bicicleta y maletu
atado al porta bultos.
No
había demasiada circulación y el cruce lo hacíamos en un tramo
recto de la nueva
carretera, por lo que no recuerdo haber
tenido
algún percance.
En
cambio, al regreso, bien por tener las pendientes más a nuestro
favor, o bien por seguir la charla con los amigos
que iban para Porrúa,
usábamos
el puente
y en
él echábamos
"la arrancadera"
sentados sobre los sillines y apoyados sobre las barandillas, bajo la
metálica mirada del Toru
Resielles,
emblema de un tiempo abocado al progreso con las "Torrot" y
"Mobilette" que algunos ya comenzaban
a usar para
desplazarse.
Echaba
de menos los años anteriores, sin aquel trastorno de la pista, de
atrás en los que, subido en mi "BH" al pie de casa, bajaba
hasta la Piniella, y me plantaba en La Viña sin usar los pedales.
Con
cuatro
pedaladas
que
daba para
tomar en la bajada de Las Castañares la inercia suficiente,
atravesaba
La
Arena y Llagu. Con
un
poco de esfuerzo más
superaba la
Concha
de Jaces
y llegaba
hasta la cantera de Collamera. A
continuación, la
bajada de Calderón que impulsaba para
pasar
por delante de El Retiro hasta
el Paso
a nivel si
la barrera
estaba
en alto,
me permitía llegar hasta el barrio donde vivía mi pariente
y compañera
Merche de
la Fuente Noriega,
hija
de Pepe
de la Fuente y Gloria Noriega
Romano,
la
casa de Pedro
Sobrino, La zapatería de Ramón y
Rosalía,
la
de Andrés
Núñez y Lolina de la Vega, la
pequeña plazoleta donde vivía la
familia que atendía “El Pasu”:
Eva,
Angelina, Lito, Mª José Díaz Romano. En la misma esquina la
familia de Ricardo Sánchez Noriega, “Rico”, y a la derecha, la
bolera de la vieja Escuela de Pancar, con los críos jugando antes de
entrar a su
aula.
Venía después una pequeña bajada en
curva y
la casa de Eca y José Enrique Sotres Hano, a la derecha; enfrente,
la
casa
de
Pedro Cerezo González,
primo de mi padre, y
la de mi amiga y también compañera, Conchi Quintana. Otra vez a la
derecha, la de Tono Martín, la de Bielu y Maribel, la de Clara,
Ramón y Marisa. Después al final del llano, el taller de Pedrito
Sobrino, “Cagata”
y la casa de Pancho Martín, el
guitarrista;
abajo, en un pequeño taller, Los
herreros de Pancar,
padre
e hijos,
José Antonio, Chus y Manolín, ayudando y aprendiendo el oficio que
les uniría en empresa familiar
años después
y
la vieja serrería y molino.
Subía junto a la casa de Ramón Noriega, el del “Jornu”,
mi
compañero inseparable por las obras y
su
mujer Teresa,
oriunda
de Buelna. Un repecho hasta
donde estaba el bar y tienda de “Las Delicias”. Un pequeño
rellano,
la casa de Santos "El Chaparru" y entraba en el barrio de
La Carúa, la fuente, la huerta de "El Gallo", algo de
bajada hasta la capilla de la Salud y en la subida bordeada de
plátano,
echaba los últimos resuellos hasta encumbrar los Altares y
deslizarme con la brisa del Carrocedo, por delante de la Cocina
Económica, bordear en toda la pendiente la bajada de Cagalín hasta
llegar a la casa de Celedonio Torres. Terminado el asfalto, quedaba
la calle que iba del Cotiellu, donde se daban cita los lecheros y
abastecían a este sector de la villa a los vecinos que acudían con
sus recipientes, la olorosa “Panadería
Muñiz”, el Almacén
de Antonio Alonso, la huerta y
cuadra de la familia Vega
Escandón, la Estación, “La
Gloria” de Alfredo, Josefina y Pepín,
“Bedón” y el paseo
Posada
Herrera.
Recuperaba el aliento si veía caminar con parsimonia a los chicos de
la villa, o las filas de alumnas del Colegio Divina Pastora hacia
el Instituto.
Las
gentes con las que me tropezaba en el recorrido, eran mi reloj de
arena, cuando me fallaba el de pulsera. Es increíble la cantidad de
personas que pasan por nuestra vida y cómo quedan grabadas con sus
particulares gestos, su voz, su forma de vestir, andar y sus tareas
más comunes, su sonrisa, enfado y muchos más detalles.
Tenía
yo bien aprendido el trayecto diario al instituto. Cierro los ojos y
lo veo igual. A pesar de los desvíos nuevos y las rotondas, sigue
existiendo en la memoria, el espíritu de los viejos caminos que
hollamos con nuestros pies calzados en botas y zapatos de piel y
goma, y los que antes nuestros mayores sufrían con las suelas de
esparto y la loneta de lino de sus alpargatas. Hoy, desaparecido el
viejo puente se yergue uno nuevo más flexible y razonable que
recobra el trayecto primitivo en el paso por Las Castañares con el
que se gana mayor inercia, pero ya no hay edad para andar en tales
pruebas de esas, ni el mayor tránsito de vehículos las permitirían.
Tampoco me atrevo a repetir lo que para mí había sido toda una
hazaña que comento.
Había
aprendido a montar sobre el manillar y guiar la bicicleta pedaleando
hacia atrás, de mi amigo y compañero de instituto, Ángel Borbolla,
vecino de San Roque, que fue al primero que vi hacer tal equilibrio,
en el campo de la Encarnación y aledaños del centro. Poco a poco,
fui agrandando el trayecto así cabalgando sobre el manillar e
incluso sujeto al sillín. Sólo necesitaba que alguien me avisase
con tiempo si veía venir un vehículo y entonces me apartaba y
paraba. Así llegué a hacer trayectos cada vez más largos entre los
Altares y las Castañares, siempre seguido por mis habituales
compañeros, Luis Antonio, Carlitos, Ana, Marta, Marisol, Loli... en
el trayecto de regreso de las clases.
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