domingo, 13 de septiembre de 2015

105.- El espíritu de los viejos caminos

El trayecto, desde Parres a Llanes, había aumentado desde los 3 km. a los 3,7 km a causa del desvío hecho en la bajada de Las Castañares por el puente construido entre los cuetos de Carcobiu y Resielles, sobre la nueva carretera bajo la que se soterró el antiguo Camino Real y a la que, sin ningún conocimiento de causa, todos dimos en llamarla autopista, por la diferencia con la N.634 que desde La Arquera se desviaba por Llanes en sentido Oviedo.
El nuevo trazado abierto a mediados de los 60, entre La Arquera y Llovio, supondría, en principio, una considerable ventaja para el transporte con vehículos "longos" y, de alto tonelaje, que comenzaban a llegar con creciente frecuencia, portando enormes vigas y piezas especiales de las siderúrgicas de Avilés a Bilbao y viceversa. Más que un cuello de botella se diría mejor que en Llanes evitarían el angosto y sinuoso tirabuzón entre El Puente y El Casino, con los atascos consiguientes y el deterioro y retirada de más de una balconada.
Muchos negocios, abiertos a pie de carretera, derivados de la alimentación, de la hostelería y de la mecánica del automóvil, fueron los más perjudicados con la apertura de los nuevos viales. Con la previa ampliación del tramo Unquera-La Arquera, llevada a cabo a finales de la anterior década de los 50, sólo le había afectado, en cierto sentido, al pueblo de Pendueles que quedó apartado de la circulación de los cada vez mayores camiones y el aumento en general del tráfico rodado, pero se benefició, por otra parte, de la tranquilidad con el nuevo trazado. En cambio, el siguiente tramo La Arquera-Llovio desfavorecería al comercio de Llanes, Posada y Nueva por citar las villas de mayor población.
En términos de Parres, los materiales de "La autopista" sepultaron bajo ella el viejo Camino Real que daba acceso a las tierras de cultivo de pequeñas vegas como El Matu, Valladal y Llagu y con él un pequeño humilladero que conocí bajo el amparo de un centenario roble, justo cuando el camino se encontraba con el que, desde Pancar, se accedía a las fincas de dichas vegas y a los molinos de La Vega y Las Mestas y el paso hasta Bolao.
Con la apertura de la caja a su paso sobre la carretera de Parres, se transformó para siempre el paisaje circundante. En los años que duraron los trabajos, nos desplazábamos por ella hasta la Arquera o hasta Celorio. Cuando parecían terminarse todos los trabajos, una máquina abrió una profunda zanja paralela al arcén del sur, con el fin de recoger las escorrentías e impedir el paso de animales y humanos a la nueva calzada que también fue vallada. Para ir hasta algunas fincas había que desviarse hasta el puente de Resielles por fuertes subidas que los animales de tiro trepaban con dificultad cuando llevaban carga y había que andar otro tanto al otro lado de la pista, en casi un kilómetro de más. La gente se obstinaba en rehabilitar los viejos vados rellenando con piedras y tierra, pero volvían a ser profundizados aún más por la maquinaria de la obra y sólo cuando les colocaron las vallas metálicas se resignó a perder los viejos caminos.
Pero el espíritu de la vieja carretera de Las Castañares tardaría en borrarse del todo y los peatones, poco convencidos en hacer el recorrido suplementario con la fuerte pendiente añadida, continuamos cruzando las vallas metálicas. Camino del instituto, pasábamos la bicicleta en vilo sobre la zanja y las dos vallas metálicas. Los más fuertes y de myor edad ayudábamos a los más pequeños, algunos apenas cumplidos los diez años, cuyo peso era en algunos casos inferior al conjunto de bicicleta y maletu atado al porta bultos.
No había demasiada circulación y el cruce lo hacíamos en un tramo recto de la nueva carretera, por lo que no recuerdo haber tenido algún percance. En cambio, al regreso, bien por tener las pendientes más a nuestro favor, o bien por seguir la charla con los amigos que iban para Porrúa, usábamos el puente y en él echábamos "la arrancadera" sentados sobre los sillines y apoyados sobre las barandillas, bajo la metálica mirada del Toru Resielles, emblema de un tiempo abocado al progreso con las "Torrot" y "Mobilette" que algunos ya comenzaban a usar para desplazarse.
Echaba de menos los años anteriores, sin aquel trastorno de la pista, de atrás en los que, subido en mi "BH" al pie de casa, bajaba hasta la Piniella, y me plantaba en La Viña sin usar los pedales. Con cuatro pedaladas que daba para tomar en la bajada de Las Castañares la inercia suficiente, atravesaba La Arena y Llagu. Con un poco de esfuerzo más superaba la Concha de Jaces y llegaba hasta la cantera de Collamera. A continuación, la bajada de Calderón que impulsaba para pasar por delante de El Retiro hasta el Paso a nivel si la barrera estaba en alto, me permitía llegar hasta el barrio donde vivía mi pariente y compañera Merche de la Fuente Noriega, hija de Pepe de la Fuente y Gloria Noriega Romano, la casa de Pedro Sobrino, La zapatería de Ramón y Rosalía, la de Andrés Núñez y Lolina de la Vega, la pequeña plazoleta donde vivía la familia que atendía “El Pasu”: Eva, Angelina, Lito, Mª José Díaz Romano. En la misma esquina la familia de Ricardo Sánchez Noriega, “Rico”, y a la derecha, la bolera de la vieja Escuela de Pancar, con los críos jugando antes de entrar a su aula. Venía después una pequeña bajada en curva y la casa de Eca y José Enrique Sotres Hano, a la derecha; enfrente, la casa de Pedro Cerezo González, primo de mi padre, y la de mi amiga y también compañera, Conchi Quintana. Otra vez a la derecha, la de Tono Martín, la de Bielu y Maribel, la de Clara, Ramón y Marisa. Después al final del llano, el taller de Pedrito Sobrino, “Cagata” y la casa de Pancho Martín, el guitarrista; abajo, en un pequeño taller, Los herreros de Pancar, padre e hijos, José Antonio, Chus y Manolín, ayudando y aprendiendo el oficio que les uniría en empresa familiar años después y la vieja serrería y molino. Subía junto a la casa de Ramón Noriega, el del “Jornu”, mi compañero inseparable por las obras y su mujer Teresa, oriunda de Buelna. Un repecho hasta donde estaba el bar y tienda de “Las Delicias”. Un pequeño rellano, la casa de Santos "El Chaparru" y entraba en el barrio de La Carúa, la fuente, la huerta de "El Gallo", algo de bajada hasta la capilla de la Salud y en la subida bordeada de plátano, echaba los últimos resuellos hasta encumbrar los Altares y deslizarme con la brisa del Carrocedo, por delante de la Cocina Económica, bordear en toda la pendiente la bajada de Cagalín hasta llegar a la casa de Celedonio Torres. Terminado el asfalto, quedaba la calle que iba del Cotiellu, donde se daban cita los lecheros y abastecían a este sector de la villa a los vecinos que acudían con sus recipientes, la olorosa “Panadería Muñiz”, el Almacén de Antonio Alonso, la huerta y cuadra de la familia Vega Escandón, la Estación, “La Gloria” de Alfredo, Josefina y Pepín, “Bedón” y el paseo Posada Herrera. Recuperaba el aliento si veía caminar con parsimonia a los chicos de la villa, o las filas de alumnas del Colegio Divina Pastora hacia el Instituto.
Las gentes con las que me tropezaba en el recorrido, eran mi reloj de arena, cuando me fallaba el de pulsera. Es increíble la cantidad de personas que pasan por nuestra vida y cómo quedan grabadas con sus particulares gestos, su voz, su forma de vestir, andar y sus tareas más comunes, su sonrisa, enfado y muchos más detalles.
Tenía yo bien aprendido el trayecto diario al instituto. Cierro los ojos y lo veo igual. A pesar de los desvíos nuevos y las rotondas, sigue existiendo en la memoria, el espíritu de los viejos caminos que hollamos con nuestros pies calzados en botas y zapatos de piel y goma, y los que antes nuestros mayores sufrían con las suelas de esparto y la loneta de lino de sus alpargatas. Hoy, desaparecido el viejo puente se yergue uno nuevo más flexible y razonable que recobra el trayecto primitivo en el paso por Las Castañares con el que se gana mayor inercia, pero ya no hay edad para andar en tales pruebas de esas, ni el mayor tránsito de vehículos las permitirían. Tampoco me atrevo a repetir lo que para mí había sido toda una hazaña que comento.
Había aprendido a montar sobre el manillar y guiar la bicicleta pedaleando hacia atrás, de mi amigo y compañero de instituto, Ángel Borbolla, vecino de San Roque, que fue al primero que vi hacer tal equilibrio, en el campo de la Encarnación y aledaños del centro. Poco a poco, fui agrandando el trayecto así cabalgando sobre el manillar e incluso sujeto al sillín. Sólo necesitaba que alguien me avisase con tiempo si veía venir un vehículo y entonces me apartaba y paraba. Así llegué a hacer trayectos cada vez más largos entre los Altares y las Castañares, siempre seguido por mis habituales compañeros, Luis Antonio, Carlitos, Ana, Marta, Marisol, Loli... en el trayecto de regreso de las clases.

No hay comentarios:

Publicar un comentario