Era
julio de 1968. El Instituto
había cerrado sus aulas con
los últimos exámenes y parecía sumido en un sueño; sus aulas
dormitaban un merecido descanso estival sin el vocerío de sus
huéspedes, las persianas bajas y los batientes levemente
entreabiertos para renovar la cargada atmósfera con los aromas
marinos de la cercana costa. Un
par de coches aparcaban
a media
mañana, contra la fachada del
Este,
de
alguno
de los directivos que venían para terminar
con la
documentación final que
habrían de mandar a
la Dirección
Provincial
de Educación y Ciencia.
A la calle de acceso, aún sin asfalto y sin nombre de personalidad insigne, ya fuese civil, militar o religiosa, se la conocía como la calle del Instituto. Por ella llegábamos a las ocho de la mañana medio centenar de obreros de las empresas de Celedonio Torre y Fernando G. Toriello, la mayoría en bicicleta, otros andando, pocos en motocicleta y bien escasos en coche. Resultaba extraño ver coches delante de las obras; solían ser de algunos especialistas de la electricidad, fontanería o carpintería y era común que fueran los modelos de la época, especialmente el Seat 600-D, cuyo coste venía a ser entonces, en torno a las 60.000 pesetas.
Cuando el trabajo en la zanja ya había terminado fuimos destinados a la colocación de las viguetas del solado superior, en distintas cuadrillas dirigidas cada cual por un oficial, y a las que fueron llegando otros obreros que la empresa tenía en otras obras. Me destinaron a subir las viguetas que, aunque movidas entre dos, resultaban pesadas y por no escurrir el bulto, cuando me correspondía estar con algún compañero de cierta edad y menor fuerza, me tocaba subirla al hombro por una escalera hasta descansarla en la planta superior de donde la recogía otro compañero allí sentado. Comenzaban los encofradores a colocar los bastidores para la segunda altura que en el medio tiene el edificio.
De lunes, como una hora después del comienzo del trabajo, andaba yo cargando sacos de cemento desde el depósito hasta la hormigonera, cuando oigo que me llama el encargado, asomado al borde del piso donde se rellenaban de hormigón las nuevas columnas. En la pasada semana no había tenido aún ocasión de escucharle hablar.
A la calle de acceso, aún sin asfalto y sin nombre de personalidad insigne, ya fuese civil, militar o religiosa, se la conocía como la calle del Instituto. Por ella llegábamos a las ocho de la mañana medio centenar de obreros de las empresas de Celedonio Torre y Fernando G. Toriello, la mayoría en bicicleta, otros andando, pocos en motocicleta y bien escasos en coche. Resultaba extraño ver coches delante de las obras; solían ser de algunos especialistas de la electricidad, fontanería o carpintería y era común que fueran los modelos de la época, especialmente el Seat 600-D, cuyo coste venía a ser entonces, en torno a las 60.000 pesetas.
Cuando el trabajo en la zanja ya había terminado fuimos destinados a la colocación de las viguetas del solado superior, en distintas cuadrillas dirigidas cada cual por un oficial, y a las que fueron llegando otros obreros que la empresa tenía en otras obras. Me destinaron a subir las viguetas que, aunque movidas entre dos, resultaban pesadas y por no escurrir el bulto, cuando me correspondía estar con algún compañero de cierta edad y menor fuerza, me tocaba subirla al hombro por una escalera hasta descansarla en la planta superior de donde la recogía otro compañero allí sentado. Comenzaban los encofradores a colocar los bastidores para la segunda altura que en el medio tiene el edificio.
De lunes, como una hora después del comienzo del trabajo, andaba yo cargando sacos de cemento desde el depósito hasta la hormigonera, cuando oigo que me llama el encargado, asomado al borde del piso donde se rellenaban de hormigón las nuevas columnas. En la pasada semana no había tenido aún ocasión de escucharle hablar.
Sinceramente,
pasado el tiempo, me reí
de mi inocencia de entonces, que debía de ser muy
generalizada, al considerar el habla de los demás como rara, en
tanto que perfecta la propia, una mezcla de castellano y asturiano,
entreverada
de
términos de xíriga y de otras
fuentes dialectales. Siempre me atrajo escuchar distintos registros
de habla, ya fuesen idiomáticos,
dialectales o jergales, como
tuve ocasión en Lisboa
o
París, modelos
de cosmopolitismo que ayudan a que nadie se sienta extraño.
Sin la pretensión de compararlas a Llanes, hoy se encuentra uno en sus calles con una babel de lenguas españolas y otras, aparte de las variantes dialectales llaniscas de los distintos valles y si me apuran, de los distintos pueblos que tienen cada cual matices de entonación que los diferencian.
Esa seña de identidad que supone la lengua y que tanto se valora, antaño la habían tratado de soterrar, ridiculizando al hablante y aún se puede observar al hablar con personas mayores, pues es común que se disculpen de no “saber hablar como dios manda", esto es, en perfecto castellano.
Aclarada mi postura al respecto del uso de la herramienta comunicativa, contaré una situación que viví por mi desconocimiento de las variables dialectales, en aquellos mis años mozos, con el mayor respeto a quien fue mi jefe de obra, Rafa Gómez que apodábamos "El andaluz" y que aún así se le conoce entre la gente de la villa y de sobremanera de los que lo tratamos dentro del ámbito de la construcción.
―Chavá ―, me dijo,― coja la plataforma y vaya hasta el Almacén de Antonio Alonso y traiga dos fajo de alambre de cei.
La plataforma era un carro sin tableros, montada sobre ballestas y ruedas de camioneta con la que se trasegaban los materiales desde los almacenes a las obras de la empresa o de estas entre sí. Además, en ella, aquel mes de agosto me tocó llevar con ella las andas y los ramos hasta la capilla de de San Roque, por mandato de Dª María Toriello, hermana de mi patrón.
Por no tirar de ella, la empujaba por delante de mí calle abajo, tomaba la calle principal y torcía a la izquierda hasta la esquina de Bedón donde lo hacía a la derecha hasta el bar La Gloria que giraba a la izquierda para seguir hasta el final donde estaba el Almacén Alonso. Iba contento por la confianza que en tan poco tiempo que llevaba había depositado en mí y con la idea de cumplir el mandato con la mayor diligencia.
El Almacén de Alonso era una enorme nave levantada en una huerta que hacía esquina entre la carretera de Llanes a Pancar y la calle de Román Romano. El portalón de entrada, vendría a ocupar las tiendas y comercios que hoy son la “Ferretería Fermín” hasta la Librería “Clarín” de Rocío González.
En el almacén trabajaban varios empleados, pero el encargado era Federico del Río, vecino de la Portilla, persona de buen trato y que me conocía de haber ido a por materiales para anteriores obras por las que yo había pasado.
―¿Qué te trae rapaz? ¿Ahora trabajas para Toriello? ―Era evidente que lo sabía porque reconocía la plataforma que yo había dejado aparcada afuera.
―Me mandaron a por alambre de cei― le dije convencido de que sería algún tipo especial de alambre que yo nunca había visto ni manejado.
―¿Alambre de cei? ―repitió extrañado Federico, o al menos así me lo pareció a mí.
―De ese alambre no tenemos; no conozco tal alambre.
―Pues ¡qué se va a hacer! Me volveré de vacío, ―le dije resignado como despedida y empujé el carro de regreso a la obra. No me parecía en nada una vuelta triunfal ni mucho menos. Podía demostrar diligencia, pero no efectividad y eso no me favorecería, iba yo pensando para mis adentros.
―Rafa: me dijo Federico que en el almacén no hay de ese alambre que pides― , le dije al llegar.
―¡Cómo que no tienen, ci hace do día habían recibido una partida grande de él! ¿Tú qué le dijizte?
―Yo le dije a Federico que había venido a buscar dos fajos de alambre de cei.
Incrédulo de mi cortedad, Rafa me explicó desde donde estaba en lo alto, enarbolando una mano abierta y un dedo más de la otra, usando de ellas como el más elemental ábaco para el cálculo aritmético de una clase de parvulario:
―¡Le dije alambre de cei, o cea, cinco má uno!
Volví a empujar el carromato hasta donde Federico para repetir el encargo, pero esta vez, con la correcta pronunciación
Sin la pretensión de compararlas a Llanes, hoy se encuentra uno en sus calles con una babel de lenguas españolas y otras, aparte de las variantes dialectales llaniscas de los distintos valles y si me apuran, de los distintos pueblos que tienen cada cual matices de entonación que los diferencian.
Esa seña de identidad que supone la lengua y que tanto se valora, antaño la habían tratado de soterrar, ridiculizando al hablante y aún se puede observar al hablar con personas mayores, pues es común que se disculpen de no “saber hablar como dios manda", esto es, en perfecto castellano.
Aclarada mi postura al respecto del uso de la herramienta comunicativa, contaré una situación que viví por mi desconocimiento de las variables dialectales, en aquellos mis años mozos, con el mayor respeto a quien fue mi jefe de obra, Rafa Gómez que apodábamos "El andaluz" y que aún así se le conoce entre la gente de la villa y de sobremanera de los que lo tratamos dentro del ámbito de la construcción.
―Chavá ―, me dijo,― coja la plataforma y vaya hasta el Almacén de Antonio Alonso y traiga dos fajo de alambre de cei.
La plataforma era un carro sin tableros, montada sobre ballestas y ruedas de camioneta con la que se trasegaban los materiales desde los almacenes a las obras de la empresa o de estas entre sí. Además, en ella, aquel mes de agosto me tocó llevar con ella las andas y los ramos hasta la capilla de de San Roque, por mandato de Dª María Toriello, hermana de mi patrón.
Por no tirar de ella, la empujaba por delante de mí calle abajo, tomaba la calle principal y torcía a la izquierda hasta la esquina de Bedón donde lo hacía a la derecha hasta el bar La Gloria que giraba a la izquierda para seguir hasta el final donde estaba el Almacén Alonso. Iba contento por la confianza que en tan poco tiempo que llevaba había depositado en mí y con la idea de cumplir el mandato con la mayor diligencia.
El Almacén de Alonso era una enorme nave levantada en una huerta que hacía esquina entre la carretera de Llanes a Pancar y la calle de Román Romano. El portalón de entrada, vendría a ocupar las tiendas y comercios que hoy son la “Ferretería Fermín” hasta la Librería “Clarín” de Rocío González.
En el almacén trabajaban varios empleados, pero el encargado era Federico del Río, vecino de la Portilla, persona de buen trato y que me conocía de haber ido a por materiales para anteriores obras por las que yo había pasado.
―¿Qué te trae rapaz? ¿Ahora trabajas para Toriello? ―Era evidente que lo sabía porque reconocía la plataforma que yo había dejado aparcada afuera.
―Me mandaron a por alambre de cei― le dije convencido de que sería algún tipo especial de alambre que yo nunca había visto ni manejado.
―¿Alambre de cei? ―repitió extrañado Federico, o al menos así me lo pareció a mí.
―De ese alambre no tenemos; no conozco tal alambre.
―Pues ¡qué se va a hacer! Me volveré de vacío, ―le dije resignado como despedida y empujé el carro de regreso a la obra. No me parecía en nada una vuelta triunfal ni mucho menos. Podía demostrar diligencia, pero no efectividad y eso no me favorecería, iba yo pensando para mis adentros.
―Rafa: me dijo Federico que en el almacén no hay de ese alambre que pides― , le dije al llegar.
―¡Cómo que no tienen, ci hace do día habían recibido una partida grande de él! ¿Tú qué le dijizte?
―Yo le dije a Federico que había venido a buscar dos fajos de alambre de cei.
Incrédulo de mi cortedad, Rafa me explicó desde donde estaba en lo alto, enarbolando una mano abierta y un dedo más de la otra, usando de ellas como el más elemental ábaco para el cálculo aritmético de una clase de parvulario:
―¡Le dije alambre de cei, o cea, cinco má uno!
Volví a empujar el carromato hasta donde Federico para repetir el encargo, pero esta vez, con la correcta pronunciación
―Lo
que tengo
que llevar,
Federico, son
dos fajos de varilla
de 6 mm.
Los
dos nos reímos de mi poca experiencia en el mundo de la ferralla y
del dialecto de
Rafa el
andaluz.
Aquella tarde, estuve cortando con la cizallas las varillas y doblando las cabezas para atarlas al emparrillado de los distintos planos que formaban las escaleras al piso superior. Realmente disfruté con todos los trabajos de la construcción, porque siempre encontraba algo nuevo para aprender.
Hablando con mis viejos compañeros de obra les narré aquel episodio y les hizo mucha gracia, lo mismo que al propio Rafa a quien se lo rememoré en las charlas que tuve con él, puesto que desde aquel tiempo se hizo llanisco incontestable.
Aquella tarde, estuve cortando con la cizallas las varillas y doblando las cabezas para atarlas al emparrillado de los distintos planos que formaban las escaleras al piso superior. Realmente disfruté con todos los trabajos de la construcción, porque siempre encontraba algo nuevo para aprender.
Hablando con mis viejos compañeros de obra les narré aquel episodio y les hizo mucha gracia, lo mismo que al propio Rafa a quien se lo rememoré en las charlas que tuve con él, puesto que desde aquel tiempo se hizo llanisco incontestable.
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