A la hora de la comida, me reuní con mi compañero y amigo Ramón Noriega, de los del “Jornu” en Pancar, con el que había coincidido con la empresa “Vallina” en la obra de la Moría, del Brau y de la plaza de la Magdalena y posteriormente con “Los Álamos”, en el edificio de Los Girasoles. Gil de Cue y J. Antonio Alea Fernández vecino de Parres con quienes coincidí en aquella última. Con ellos tres compartía los descansos del bocadillo y de la comida que hacíamos normalmente dentro, protegidos del sol y de la lluvia si era el caso, y donde depicuábamos un rato en el silencio de la obra en la húmeda calima del verano.
Conocí nuevos compañeros, como el bueno de Remigio, viejo lobo de mar reconvertido a la construcción cuando ya se le acercaba el momento de la jubilación y le pesaba la edad para navegar sobre la cubierta de los pequeños pesqueros que hacían cala en el pequeño puerto llanisco, atestado de arena y restos en la dársena de las continuas riadas del Carrocedo. Tampoco su esposa Carolina tenía edad como para arrastrar el carrito de mano cargado de sardinas y bocartes frescos y coleando por los pueblos de los alrededores.
Julián se miraba muy bien de chacotear en presencia del “Gran Remigio”, que así se refería a él a sus espaldas, por no arriesgarse a que le corrigiera e incluso le superase en el tamaño de las capturas, eso sí, mar adentro.
A colación con este tema de la exageración generalizada de los pescadores, me viene a mente un pequeño cartel hecho con cuatro azulejos que había visto en un edificio construido por aquella época, en la avenida de Celorio. Viene como anillo al dedo para ilustrar la tendencia natural de mis dos viejos compañeros por agrandar sus respectivas presas marinas; sobre todo las que acababan por soltarse de sus sedales por la medida y el peso yendo libres al mar, por lo que nunca se pudieron medir ni pesar, más que con el gesto de los dos brazos extendidos, que por ambos tenerlos grandes, os podéis dar cuenta del tamaño que tendrían. El que diseñó el dibujo del mural aquel había logrado muy bien representar ese momento en una tertulia tenida ante la barra de un bar cualquiera de cualquier pueblo costero. En él se representa a pescadores hablando de sus hazañas en la pesca con distintos gestos reconocibles. En primer plano, aparece un parroquiano narrando su hazaña, con las muñecas unidas y abriendo únicamente las palmas, temeroso de caer en pecado de soberbia y mentira ante el cura del pueblo.
Hace un tiempo ya que saludé a David Llorente, al que recuerdo en aquella obra haciendo los encofrados por las alturas, con la agilidad de un gato, para colocar las primeras piezas del artesonado sobre las columnas que soportaría la nueva planchada. Le hablé de los gratos recuerdos que yo guardaba de su tío Panchín y me reavivó un curioso suceso que yo tenía ya olvidado.
Se celebraba un festival de la tonada asturiana en el recinto de“La Bombilla”, al atardecer de un viernes de aquel verano que les hablo. Los compañeros de la obra, tanto le insistimos en que se presentara a él, por el dominio de voz que tenía y los registros que lograba, que al fin lo conseguimos y ni corto ni perezoso a él se fue luego de lavarse como pudo en el grifo que teníamos para la manguera del bidón de agua para la hormigonera. Atusó sus canas con agua y las peinó; sacudió el cemento de sus botas y se cepilló el pantalón que tenía colgado en el almacén de los sacos de cemento. Arrancó su motocicleta y se fue hacia el ferial dispuesto a hacer tablas, sin haberse inscrito tan siquiera. Se subió al escenario en cuanto se hizo un hueco en la lista de participantes y desde allá arriba, saludó al respetable con la cortesía y espontaneidad que le eran propias, boina en mano. La extrañeza que causó su improvisada aparición en el escenario, luego que cantó la primera tonada con primor, se tornó en aplausos, dada la popularidad de Panchín entre los numerosos asistentes compañeros suyos y de otras obras que allí estábamos y lo mismo del resto de espectadores. En su desaliñado atuendo destacaban, por efectos de los focos, algunos pegotes de cemento que se habían resistido a las cerdas del cepillo, todo lo cual no fue óbice para llevar el primer premio en su categoría de senior en la que participó.
El lunes siguiente, los ruiseñores alegraban con sus trinos las primeras horas de la jornada laboral en los cipreses de la finca contigua, cuando los obreros esperábamos a que sonaran las ocho en el reloj del campanario, y por la calle sin asfaltar de la hoy calle Celso Amieva, runcía el motor de la vieja motocicleta de Panchín.
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