Terminadas
las clases del quinto curso de Bachiller con la cartilla de notas en
limpio para el siguiente curso y una vez terminado de recoger la
hierba seca, me reincorporé a la tarea de la construcción. Esta
vez, mis principales amistades del ramo estaban en
plantilla de Fernando García “Toriello”
cuya tarea se centraba en la Escuela de Artes y Oficios y
que las nueva disposición educativa del ministro en cuestión diría
Escuela
de Formación Profesional , para el curso que se iniciaría
en
septiembre. Alguien me dijo que
necesitaban personal y
me presenté en la
oficina
de
la empresa a más no tardar. Acto seguido me mandaron a que hablase con el encargado de la obra, Rafa, según me dijeron.
Cuando había pasado por delante del Instituto, a lomos de mi inseparable BH, me encontré
con alumnos que habían quedado pendientes de exámenes
de repesca y con otros que andaban en la preparación de la Reválida y del PREU,
para
los primeros días de julio.
El
encargado no estaba en aquel momento, pero otro empleado que debía
de hacer las mismas funciones en su ausencia y que en ese momento
estaba en la tarea de encofrar con otros los zunchos de las columnas,
me mandó que tomase un
pico y una pala, y
que me fuese donde los peones que allí cerca hacían zanja.
Al igual que en las anteriores obras por las que había pasado, en ésta tuve
la oportunidad de ampliar
el conocimiento de nuevas personalidades, a cada cual de lo más
interesante en cuanto a las formas de ser y, sobre todo, de sentir
el compañerismo y la amistad.
El
periodo de adaptación esta vez fue menor, pues venía rodado y
aprendí a seguir su ritmo que no difería mucho de estar vigilados por el encargado de obra o no, lo cual me dio buena espina y con el tiempo pude comprobar que no andaba equivocado. Eso no quiere decir que en apuros de tiempos para realizar una tarea, no lo cambiaran. En general se respiraba buen ambiente en todas las cuadrillas. Aunque
mi constitución física no
era
nada
despreciable,
tuve que adaptar mi maquinaria ósea y muscular a aquel trabajo que
duraba toda una jornada laboral de ocho horas.
Había
creído que las palas excavadoras “POCLAIN”
que en el otoño pasado habían descargado en el prado donde se edificaría, harían
todo el trabajo duro, pero no fue así. Las cábalas que
yo me había montado
al imaginar que por fin se había llegado a la era del progreso en
cuestiones laborales, me confundieron: aún seguían existiendo las
palas, los picos y las carretillas movidos por peones de la construcción, que según desde donde se mire, constituyen el escalón más básico de la profesión y a la vez el puesto menos considerado y peor retribuido.
En
aquella zanja se levantaría la pared al norte que cerraría el área
de los talleres de electricidad y mecánica de la nueva Escuela de
FP.
Los
obreros a los que me uní eran totalmente desconocidos
para mí; los conocidos andaban por otras plantillas y habría de verlos a la hora de la comida. Abría
brecha el
mayor
de todos, o
que a mí me lo pareció a simple vista, pero que con el paso de los
días en su compañía,
me
di cuenta de que en su filosofía de la vida demostraba ser el más
joven del grupo. Era de mediana estatura tirando a pequeño, ojos
azulados,
algo desdentado que me hacía recordar la cara de Popeye, canoso el
cabello y poco poblado sin ser calvo. En
su cara recién rasurada de
madrugada siempre traía algún parche de papel del librito de liar
los “Ideales” que solos se iban desprendiendo a lo largo de la
mañana con el sudor y los churratos de su inseparable bota de vino.
Llegaba de los primeros montado en su moto y protegido por la manta
hasta el cuello y el casco. Para las ocho que entrábamos, ya había
cebado y ordeñado las vacas y tomado su primer café negro.
En la hora del bocadillo que por
fin se había hecho legal en
todas las obras, sacaba el suyo, más
grande que él, y lo iba moliendo ayudado de la cheira a falta de las
normales piezas dentarias que habían emigrado de su puesto
totalmente sanas en los varios accidentes laborales que había
tenido.
Era un hombre alegre y cantarín por la mañana a pesar de
las penas que pasaba e intentaba descargar con quienes le atendían.
Por las tardes, de la comida, regresaba con un farias a medio
consumir, apagado entre los dientes, con el que nos ahumaba cuando lo
encendía con su chisquero de mecha bien trenzada, apoyado en el asta
de su azada.
Nunca
le vi
perder el humor a pesar de las contrariedades del tiempo y del
trabajo. Nos aventajaba a todos con su nervio y brenga
que
gustaba también exhibir en los ratos de descanso tirando a pulso con
quien le aceptara el reto.
Yo
escuchaba atentamente sus vivencias por las tejeras, desde que
era niño.
Cuando tenía público que le escuchara, Francisco
Llorente Pérez, Panchín
para
los amigos, cantaba
a ritmo de pico, sin quitar de entre los labios, la colilla. Tenía
un repertorio grande de canciones así como de refranes y consejas, a
tono con el tema que viniera a conversación.
Tan
pronto nos narraba las
penurias que
había pasado cuando
la guerra como
de las rapazadas que jacía
de
crío en
el pueblo.
Sólo
uno de los compañeros, más por provocarle que por maldad, le
chinchaba de continuo, Julianón
estaba
en el brazo opuesto de la balanza, tanto en constitución física
como
en carácter, con
respecto a Panchín, pero
a nervio nunca
le podía ganar, aún
siendo más joven que él.
Julián diríase
que era todo escaparate.
Fuerte
sí, con la fuerza en
bruto que
da el peso corporal,
pero blando y de poco aguante. Era todo
apariencia
amparada
en el
frondoso mostacho negro
y su
opulenta barriga. A
esta apariencia a simple vista la acompañaba
una
voz ronca que en cambio, flaqueaba
con las risotadas en un toque de comicidad.
Me recordaba al
Obelix
cuando
iba con su caniche, del tamaño de Ideafix, por la senda de
pescadores hacia La Talá, caña al hombro y cesta en
el antebrazo. Aquel
perrillo
representaba mucho para Julián y su mujer, tanto como un hijo al que
consentían y mimaban como tal, pues sólo le faltaba hablar,
inteligente que era para entender todo lo que su amo le pedía que
hiciese, dentro de sus posibilidades, claro está.
Los domingos se
les veía a los tres
ir por la
calle Mayor desde la Plaza La Magdalena, donde tenían el piso, hasta
la Moría, la
Barra y el espigón, a
ver la
mar
y oler su
yodo como nos decía que tanto escaseaba en su Cabrales del alma.
Como
buen pescador en
sus narraciones intentaba
colarnos
sus lides
a caña con las más prodigiosas capturas para cuyo tamaño y peso,
mejor habría llevado una macona que la sencilla nasa. Jamás
había
oído yo hablar que
se llegasen
a capturar ciertos
ejemplares como los que describía sin
vacilación, el gran Julián.
Podría
haber completado un libro con las biografías de mis compañeros de
fatigas. Me vienen a la memoria pequeños pasajes de los que daré
noticia, mientras narro de la mía.
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