martes, 1 de septiembre de 2015

102. Verano del 68 en la Escuela de FP



Terminadas las clases del quinto curso de Bachiller con la cartilla de notas en limpio para el siguiente curso y una vez terminado de recoger la hierba seca, me reincorporé a la tarea de la construcción. Esta vez, mis principales amistades del ramo estaban en plantilla de Fernando García “Toriello” cuya tarea se centraba en la Escuela de Artes y Oficios y que las nueva disposición educativa del ministro en cuestión diría Escuela de Formación Profesional , para el curso que se iniciaría en septiembre. Alguien me dijo que necesitaban personal y me presenté en la oficina de la empresa a más no tardar. Acto seguido me mandaron a que hablase con el encargado de la obra, Rafa, según me dijeron.
Cuando había pasado por delante del Instituto, a lomos de mi inseparable BH, me encontré con alumnos que habían quedado pendientes de exámenes de repesca y con otros que andaban en la preparación de la Reválida y del PREU, para los primeros días de julio.
El encargado no estaba en aquel momento, pero otro empleado que debía de hacer las mismas funciones en su ausencia y que en ese momento estaba en la tarea de encofrar con otros los zunchos de las columnas, me mandó que tomase un pico y una pala, y que me fuese donde los peones que allí cerca hacían zanja.
Al igual que en las anteriores obras por las que había pasado, en ésta tuve la oportunidad de ampliar el conocimiento de nuevas personalidades, a cada cual de lo más interesante en cuanto a las formas de ser y, sobre todo, de sentir  el compañerismo y la amistad.
El periodo de adaptación esta vez fue menor, pues venía rodado y aprendí a seguir su ritmo que no difería mucho de estar vigilados por el encargado de obra o no, lo cual me dio buena espina y con el tiempo pude comprobar que no andaba equivocado. Eso no quiere decir que en apuros de tiempos para realizar una tarea, no lo cambiaran. En general se respiraba buen ambiente en todas las cuadrillas. Aunque mi constitución física no era nada despreciable, tuve que adaptar mi maquinaria ósea y muscular a aquel trabajo que duraba toda una jornada laboral de ocho horas.
Había creído que las palas excavadoras “POCLAIN” que en el otoño pasado habían descargado en el prado donde se edificaría, harían todo el trabajo duro, pero no fue así. Las cábalas que yo me había montado al imaginar que por fin se había llegado a la era del progreso en cuestiones laborales, me confundieron: aún seguían existiendo las palas, los picos y las carretillas movidos por peones de la construcción, que según desde donde se mire, constituyen el escalón más básico de la profesión y a la vez el puesto menos considerado y peor retribuido. 
En aquella zanja se levantaría la pared al norte que cerraría el área de los talleres de electricidad y mecánica de la nueva Escuela de FP. 
Los obreros a los que me uní eran totalmente desconocidos para mí; los conocidos andaban por otras plantillas y habría de verlos a la hora de la comida. Abría brecha el mayor de todos, o que a mí me lo pareció a simple vista, pero que con el paso de los días en su compañía, me di cuenta de que en su filosofía de la vida demostraba ser el más joven del grupo. Era de mediana estatura tirando a pequeño, ojos azulados, algo desdentado que me hacía recordar la cara de Popeye, canoso el cabello y poco poblado sin ser calvo. En su cara recién rasurada de madrugada siempre traía algún parche de papel del librito de liar los “Ideales” que solos se iban desprendiendo a lo largo de la mañana con el sudor y los churratos de su inseparable bota de vino. 
Llegaba de los primeros montado en su moto y protegido por la manta hasta el cuello y el casco. Para las ocho que entrábamos, ya había cebado y ordeñado las vacas y tomado su primer café negro
En la hora del bocadillo que por fin se había hecho legal en todas las obras, sacaba el suyo, más grande que él, y lo iba moliendo ayudado de la cheira a falta de las normales piezas dentarias que habían emigrado de su puesto totalmente sanas en los varios accidentes laborales que había tenido. 
Era un hombre alegre y cantarín por la mañana a pesar de las penas que pasaba e intentaba descargar con quienes le atendían. Por las tardes, de la comida, regresaba con un farias a medio consumir, apagado entre los dientes, con el que nos ahumaba cuando lo encendía con su chisquero de mecha bien trenzada, apoyado en el asta de su azada. 
Nunca le vi perder el humor a pesar de las contrariedades del tiempo y del trabajo. Nos aventajaba a todos con su nervio y brenga que gustaba también exhibir en los ratos de descanso tirando a pulso con quien le aceptara el reto.
Yo escuchaba atentamente sus vivencias por las tejeras, desde que era niño
Cuando tenía público que le escuchara, Francisco Llorente Pérez, Panchín para los amigos, cantaba a ritmo de pico, sin quitar de entre los labios, la colilla. Tenía un repertorio grande de canciones así como de refranes y consejas, a tono con el tema que viniera a conversación. Tan pronto nos narraba las penurias que había pasado cuando la guerra como de las rapazadas que jacía de crío en el pueblo. 
Sólo uno de los compañeros, más por provocarle que por maldad, le chinchaba de continuo, Julianón estaba en el brazo opuesto de la balanza, tanto en constitución física como en carácter, con respecto a Panchín, pero a nervio nunca le podía ganar, aún siendo más joven que él
Julián diríase que era todo escaparate. Fuerte sí, con la fuerza en bruto que da el peso corporal, pero blando y de poco aguante. Era todo apariencia amparada en el frondoso mostacho negro y su opulenta barriga. A esta apariencia a simple vista la acompañaba una voz ronca que en cambio, flaqueaba con las risotadas en un toque de comicidad. 
Me recordaba al Obelix cuando iba con su caniche, del tamaño de Ideafix, por la senda de pescadores hacia La Talá, caña al hombro y cesta en el antebrazo. Aquel perrillo representaba mucho para Julián y su mujer, tanto como un hijo al que consentían y mimaban como tal, pues sólo le faltaba hablar, inteligente que era para entender todo lo que su amo le pedía que hiciese, dentro de sus posibilidades, claro está. 
Los domingos se les veía a los tres ir por la calle Mayor desde la Plaza La Magdalena, donde tenían el piso, hasta la Moría, la Barra y el espigón, a ver la mar y oler su yodo como nos decía que tanto escaseaba en su Cabrales del alma. 
Como buen pescador en sus narraciones intentaba colarnos sus lides a caña con las más prodigiosas capturas para cuyo tamaño y peso, mejor habría llevado una macona que la sencilla nasa. Jamás había oído yo hablar que se llegasen a capturar ciertos ejemplares como los que describía sin vacilación, el gran Julián.
Podría haber completado un libro con las biografías de mis compañeros de fatigas. Me vienen a la memoria pequeños pasajes de los que daré noticia, mientras narro de la mía.


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