Estaba en construcción el depósito para el abastecimiento del agua a los barrios de Tresierra, La Caleyona, Campu'l Roble, La Piniella, Coxiguero, El Cuetu, Tamés y Brañes que quedaban por encima del nivel de la traída primitiva. Fue entonces cuando nos adelantamos a su terminación que dábamos por hecho y decidimos construir el cuarto de baño en un rincón del estregal, aprovechando el bajo de las escaleras y no disponer de gran superficie en la planta de la vivienda. Ya metidos en obra, pensamos adecuar a nuestras necesidades el resto del espacio habitable y, para ello, en el piso superior, reuní en una sola las dos habitaciones pequeñas de que disponíamos, ventilada con una ventana al norte y otra al este. En la sala logramos una segunda pieza con una ventana al este y otra al sur, en el espacio que había ocupado la desaparecida galería, desde hacía unos años, por escasez de dinero para adecentarla y de luces para conservar la obra de ebanistería que mi bisabuelo Félix Gutiérrez de la Vega había hecho hacia el año 1912, cuando su primera dueña la había mandado construir para su jubilación. Del otro ala de la galería hicimos una pequeña pieza que dimos en llamar la “salita de estar” y que hizo su servicio para leer, estudiar, coser o planchar.
De las viejas paredes pude reciclar todos los ladrillos macizos, por estar colocados con cal y arena. Cubrí de barrotillos y cemento los viejos pontones de chopo carolino, oscurecidos en la zona de la cocina por el sarro acumulado sobre ellos, tallados toscamente en la serrería movida por el agua del río Melendro, y que en las restauraciones de los años siguientes se conservarían para lograr en la obra un aspecto más cálido.
La planta baja tenía todo en pequeño, la cocina, comedor, un cuarto trastero, retrete y estregal. Tras la modificación quedó una cocina-comedor, un pequeño recibidor o sala de estar y el ya citado cuarto de baño. El fontanero instaló las tuberías de los sanitarios y del calentador a gas que llevó por fuera de la casa hasta el fregadero de la cocina. Habría que esperar un tiempo a que se terminaran las obras del depósito y de la totalidad de la traída del agua y mientras tanto, seguimos transportándola en cubos desde la fuente de La Jornica como venía haciéndose desde tiempos inmemoriales.
Reparé el tejado y la agrietada chimenea por cuyas paredes se colaban goteras al desván. Todas estas obras propias de un oficial de la construcción las ejecuté gracias a mi corta estancia por las obras, pero en gran parte a la decisión y, por qué no, gracias también a mi capacidad de observación y afición por el oficio. La instalación eléctrica, que en sus orígenes conocí usando el antiguo cableado trenzado y aislado con hilo, había sido cambiada hacía tres años por Encio, un compañero de mi padre en la Talá, que era natural de Caldueñu. Pero al cambiar los tabiques y tillar los techos hubo que disponer de nuevos puntos de luz y tomas de fuerza para las nuevas dependencias de la casa, para cuyos esquemas aproveché los conocimientos de las clases de Física y, como dije, de mi curiosidad por fijarme en lo que veía hacer y, cómo no, de saber preguntar cuando dudaba de algo. Sustituí los viejos ladrillos del suelo asentados en arena de playa, por placas de terrazo y alicaté la cocina y el cuarto de baño. Estas obras las fui realizando sin prisas y con pausas, alternado con las tareas de la siembra y la siega de las que no podía sustraerme, en un corto período de tiempo que nos quedamos sin trabajo por haberse concluido la obra del tendido eléctrico desde el Barrio La Moría hasta San José, además de la reparación y ensanche de la bolera La Xunca que para el tiro no tenía las nuevas medidas reglamentarias exigidas; tras la cual, se estrenó con importantes partidas para las peñas federadas de la comarca en la liga bolística comarcal. Estuvimos trabajando en ella los mismos obreros que habíamos estado en la zanja de Llanes. Tras llevar a cabo dicha rehabilitación, volvimos a la villa para el desmonte de una finca donde se había iniciado la construcción de un bloque de pisos cercano al Consistorio llanisco. Mi tío Ramón González Gutiérrez, Ángel Sordo, mi padre y yo la emprendimos con el montículo que había en la parte norte de la finca. Bajo aquella mole de roca, pasados unos años, abriría sus puertas al público la discoteca “Matius”, en los bajos del edificio “Los Girasoles”. En tanto, un nutrido grupo de encofradores y albañiles especialistas del hormigón armado a buen ritmo formaban el esqueleto del bloque de pisos en la llamada hasta entonces “Huerta de Labra”.
Comenzaban ya a aplicarse, si bien con poca rigurosidad, las normas de seguridad en el trabajo, al menos en aquella obra tan a la vista, por estar en el centro de una posible e imprevista inspección de trabajo. Nosotros, por no ser menos, pues así lo exigían las normas explicitadas en el cartel de entrada a la obra, tuvimos que llevar el casco que nos dieron allí mismo, aparte de las gafas de rejilla metálicas que ya usábamos para partir la roca. La mascarilla y los guantes eran más opcionales, a pesar de los graves daños que se llegaba a sufrir con el polvillo de la roca molida, acostumbrados a deshacernos de toda impedimenta cuando apretaba el sol, curtidos ya que estábamos desde tiempo, nos quitábamos progresivamente la camisa y la camiseta dejando la parte del cuerpo desde la cintura para arriba cubierta tan sólo por una simple gorra. Administrábamos nuestras fuerzas que habían de dar para toda la jornada de las ocho horas y aún en presencia de nuestro jefe que nunca le dolieron prendas ni le costó palabra alguna de desagrado por vernos descansar o apagar nuestra sed con el agua fresca de la jerrada que nos acompañaba a todas las obras. Su trato condescendiente con los obreros, le venía de haber sido también trabajador como peón junto con sus hermanos Ramón y Julián, cuando la empresa dirigida por Manuel “Vivo”, su padre, arreglaba la intricada red de carreteras del concejo. El toque de salida para comer en la obra, nos servía a nosotros también. Aquel tiempo que estuvimos mi padre y yo juntos, llevábamos la comida en el carpanchu que despachábamos allí mismo sobre unas rocas donde diese el sol o cubiertos a techo si amenazaba lluvia. Mi madre se daba arte y modo de acercarnos desde Parres la comida y si no llegaba a tiempo, salíamos a su escontra por la zona de Los Altares, San José o Camplengo, donde hubiéramos convenido antes de salir de casa, cuando a la vez mi padre segaba la ración de verde para las vacas, después de comer. Cargábamos el carro y nos despedíamos hasta la tarde; madre regresaba a casa guiando el burro por los caminos de enormes baches de Las Nieves y nosotros, en nuestras respectivas bicicletas corríamos para llegar a tiempo de la entrada al trabajo para continuar la media jornada restante. ¡Cuántos recuerdos se me vienen al redactar estos renglones! Nunca en mi vida renegué de nada y sí en cambio me sentí orgulloso de haberlo vivido en aquellos años mozos. No me faltó de nada, en serio, pues mi única ilusión era la de seguir mis estudios y al fin podía llevarlos a cabo.
Por las tardes, a mí que era el más joven de los cuatro obreros, Manolo Amieva me mandaba al estanco de junto al Casino a por el habitual “Farias” de las tardes. Yo, para conservar aquel privilegio que me brindaba el disfrute de unos minutos de descanso, hurgaba en la caja que me presentaba Juanina, la estanquera, y elegía aquel que mejor me apetecía por el color de la hoja y que no presentase roturas ni nervios y, por asegurarme, lo rodaba entre mis dedos pulgar e índice cerca del oído para percibir el sonido. Este ritual le encantaba a Juanina, que me miraba con aprecio, pero en realidad yo sólo lo había aprendido de observar a unos y otros y, como quería perfeccionar mi improvisada cata, luego lo pasaba por debajo de mi nariz y asentía antes de depositar en la mano hueca de la estanquera el precio exacto, con la misma prestancia que si de mercar un “Cohíbas” se tratara. Me lo envolvía en papel de estraza y así se lo entregaba al patrón al que, en tono un poco adulador inquiría por la elección que había hecho y si estaba de su agrado. Él se sonreía y asentía las más veces, con lo que me aseguré el recado diario que representaba un pequeño respiro para mí.
Otra anécdota que recuerdo está relacionada con los disparos de dinamita. Como ya conté, cuando mi tío Ramón tenía preparadas todas las mechas, los compañeros nos íbamos a poner con el banderín en las calles radiales a parar el tráfico, pero en aquel sitio, justo al lado de la pared de la huerta, entonces hecha con ladrillos, solían aparcar los pocos coches que entonces circulaban. Aparte de los cuatro taxis que había, solía aparcar por la zona cercana al Ayuntamiento, quien venía por hacer alguna gestión o para entrar al Casino y claro está, los usuarios del tal local no eran otros que la gente más pudiente, la que podía disponer de un coche, y que podían vigilar tan sólo con asomarse a las ventanas que daban a la calle, por lo que no era raro que dejasen en el volante las llaves del arranque, pues tan cerca estaba la policía que vigilaba delante del ayuntamiento, como los calabozos. El caso es que la ocasión la pintaron calva y en el momentos de dar los disparos, aproveché para encender el motor de algunas de aquellas máquinas y desplazarlas unos cuantos metros calle abajo con el pretexto de prevenirlas de los cascotes en las explosiones, aunque no fuera necesario, pues sobre ellas colocábamos unas gruesas chapas de acero. Eran pequeñas experiencias y creo que nunca llegué entonces a pensar en tener mi propio coche, cosa que no estaba al alcance de todo el mundo; mi único tesoro era aquella BH que me esperaba a la sombra de un saúco junto al torreón de la vieja muralla de la villa de Aguilar.
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