De lunes, nada más salir del trabajo me encaminé a las clases particulares con Juanjo Llamazares, en su casa del Cotiellu. Aparqué la bicicleta en la estrecha calleja y le eché el candado por precaución: no quería sorpresas cuando saliese de las clases. Subí con ánimo la estrecha, oscura y crujiente escalera y di en la puerta un leve aldabazo. Abrió el mismo Juanjo que me invitó a pasar a la sala de clase, aún vacía, y a que ocupara el sitio que mejor me gustase. Lo hice a su lado de forma que al frente me quedaba el ventanal desde el que se veía el paisaje de Tieves y las vías del tren de la cercana estación.
La dinámica de la clase consistía en realizar cuanto más ejercicios pudiese durante la hora de clase, tomados de los temarios para Ciencias que ya tenía adquiridos en la librería. Poco a poco, pero en un goteo constante, fueron llegando el resto de los alumnos que entraban a la misma hora, de los que pocos conocía por ser la mayoría de cursos anteriores al mío, aunque también lo hicieron otros de mi convocatoria y aproximada edad. También llegó la señora Antonia sofocada por la bolsa de la compra y las pindias escaleras y, ya que posó su carga, entró a saludarnos. Desde entonces amainaron las voces y cundió la responsabilidad entre los pupilos de su hijo. Era para todos como la jefa de estudios, pero además del orden, procuraba dar ánimo y buenos consejos para todo el mundo, como si de sus hijos se tratara. Es imposible saber con exactitud la influencia que tienen sobre nosotros las personas que comparten nuestro camino a lo largo de nuestra existencia. La cadena de conocidos, amigos y familiares nos aportan un cúmulo de influencias positivas o negativas de las que nos sería imposible sustraernos aunque nos lo propusiésemos. Están en nosotros como las piedras, la arena y la cal de un muro milenario.
En torno a aquella extensa mesa que me imaginé subida en piezas por el carpintero a causa de la quebrada y estrecha escalera, hice nuevas amistades o reforcé otras ya iniciadas en las aulas. Pero el primer día me sentí observado por varios pares de ojos que no parecían entender demasiado qué hacía allí un chaval de mi edad, con el pelo cubierto del polvo de la roca, las manos limpias, pero ásperas y encallecidas que raspaban el fino papel del cuaderno de trabajo, vestido con camisa de cuadros, pantalón vaquero gastado y deshilachado, no por la moda, sino por el continuo refriegue del manejo de la pala y de los materiales y calzado de “Chirucas” moteadas de cemento. Era yo también dispuesto a “gastar los codos” y sacar adelante la prueba de Reválida que se me había atravesado.
Aquellas clases particulares fueron en el futuro también un referente de buena praxis como docente. Desde el centro de uno de los laterales de aquella “mesa redonda” Juanjo atendía en un turno razonable todas las cuestiones que le planteábamos para las distintas materias de estudio que abarcaban todos los cursos del Bachiller hasta el mismo Preuniversitario. No era un ambiente silencioso, porque era una clase activa y personalizada donde las respuestas que daba a las preguntas de unos, servían para cubrir lagunas que bien nos hubiesen pasado desapercibidas al resto. En aquel ambiente tan singular experimenté por primera vez la coeducación, aún no permitida ni en las escuelas ni tampoco en el instituto para cuyo género existían no sólo aulas, sino también plantas del edificio distintas.
Juanjo, desde su sitio, coordinaba los distintos trabajos durante toda la hora que duraba la clase, que podía alargarse todo lo que se desease, con discreción, para dejar la silla a los que entrasen en la siguiente hora. Ya lo dije, había ejercitado una atención distribuida que le facilitaba aportar soluciones a todos los problemas y además solía acompañarla con ejemplos didácticos para facilitarnos la memorización y el refuerzo del aprendizaje.
Era para nosotros un compendio de cultura más que general a la que aderezaba siempre con el buen carácter y amistad que nos confió desde el primer momento. Cuando no recordaba algo, tampoco le dolían prendas consultar el manual de texto o prometernos la solución para el día siguiente si no nos apremiaba la respuesta.
El poco tiempo que le quedaba libre, cuando todos estábamos centrados en nuestras tareas respectivas, lo dedicaba a reparar cualquier aparato de radio o amplificador de los que tenía amontonados por las estanterías. Era raro que algún día no llegase alguien con algo estropeado. Cuando sonaba el timbre de abajo, Antonia dejaba la costura, corría a abrir la puerta y esperaba en el rellano para ver de quién se trataba. Luego de escuchar los síntomas de la avería, como ya tenía aprendido cierto vocabulario de los componentes, osaba hacer un diagnóstico sencillo, que Juanjo rubricaba si era el caso o desmentía desde su sitio y marcaba el día y la semana para venir a recogerlo.
Fueron los primeros contactos míos con el vocabulario propio de la electrónica que a mí siempre me pareció más del ámbito de la magia que de la ciencia. El olor que emanaba de la resina al contacto con el estañador me resultaba grato y aún hoy, cuando lo uso, me trae a la memoria aquellos días de finales de la primavera de 1967.
Recuerdo las anécdotas que nos contaba y sobre todo su sostenida alegría. En momentos distendidos nos gustaba echar un pulso del que yo rara vez salía bien parado, a pesar del ejercicio continuo que hacía en la obra con el pico, la pala y el martillo rompedor, motivo por el que me dificultaba llevar a cabo los trazos finos del lápiz.
Era el día 28 de junio, miércoles, cuando volvía a traspasar el dintel de las puertas del instituto. Un grupo grande de alumnos nos concentramos en el pequeño zaguán delante de Secretaría. Los profesores fueron entrando por el corredor de cortesía que les hacíamos. Tras la mampara de cristal, vi bajar por las escaleras la esbelta silueta de la profesora de Francés, Olga Rey, haciendo eco con sus tacones en el pasillo hacia la sala de profesores. Al poco, regresó con una carpeta y mandó que la siguiésemos los de Ciencias. Arriba en el rellano, esperaba también David Ruiz. Eran las dos personas que vigilarían nuestras pruebas.
Me sentí preparado para sacar adelante el bachiller después de los ejercicios hechos a conciencia durante las clases particulares.
La dinámica de la clase consistía en realizar cuanto más ejercicios pudiese durante la hora de clase, tomados de los temarios para Ciencias que ya tenía adquiridos en la librería. Poco a poco, pero en un goteo constante, fueron llegando el resto de los alumnos que entraban a la misma hora, de los que pocos conocía por ser la mayoría de cursos anteriores al mío, aunque también lo hicieron otros de mi convocatoria y aproximada edad. También llegó la señora Antonia sofocada por la bolsa de la compra y las pindias escaleras y, ya que posó su carga, entró a saludarnos. Desde entonces amainaron las voces y cundió la responsabilidad entre los pupilos de su hijo. Era para todos como la jefa de estudios, pero además del orden, procuraba dar ánimo y buenos consejos para todo el mundo, como si de sus hijos se tratara. Es imposible saber con exactitud la influencia que tienen sobre nosotros las personas que comparten nuestro camino a lo largo de nuestra existencia. La cadena de conocidos, amigos y familiares nos aportan un cúmulo de influencias positivas o negativas de las que nos sería imposible sustraernos aunque nos lo propusiésemos. Están en nosotros como las piedras, la arena y la cal de un muro milenario.
En torno a aquella extensa mesa que me imaginé subida en piezas por el carpintero a causa de la quebrada y estrecha escalera, hice nuevas amistades o reforcé otras ya iniciadas en las aulas. Pero el primer día me sentí observado por varios pares de ojos que no parecían entender demasiado qué hacía allí un chaval de mi edad, con el pelo cubierto del polvo de la roca, las manos limpias, pero ásperas y encallecidas que raspaban el fino papel del cuaderno de trabajo, vestido con camisa de cuadros, pantalón vaquero gastado y deshilachado, no por la moda, sino por el continuo refriegue del manejo de la pala y de los materiales y calzado de “Chirucas” moteadas de cemento. Era yo también dispuesto a “gastar los codos” y sacar adelante la prueba de Reválida que se me había atravesado.
Aquellas clases particulares fueron en el futuro también un referente de buena praxis como docente. Desde el centro de uno de los laterales de aquella “mesa redonda” Juanjo atendía en un turno razonable todas las cuestiones que le planteábamos para las distintas materias de estudio que abarcaban todos los cursos del Bachiller hasta el mismo Preuniversitario. No era un ambiente silencioso, porque era una clase activa y personalizada donde las respuestas que daba a las preguntas de unos, servían para cubrir lagunas que bien nos hubiesen pasado desapercibidas al resto. En aquel ambiente tan singular experimenté por primera vez la coeducación, aún no permitida ni en las escuelas ni tampoco en el instituto para cuyo género existían no sólo aulas, sino también plantas del edificio distintas.
Juanjo, desde su sitio, coordinaba los distintos trabajos durante toda la hora que duraba la clase, que podía alargarse todo lo que se desease, con discreción, para dejar la silla a los que entrasen en la siguiente hora. Ya lo dije, había ejercitado una atención distribuida que le facilitaba aportar soluciones a todos los problemas y además solía acompañarla con ejemplos didácticos para facilitarnos la memorización y el refuerzo del aprendizaje.
Era para nosotros un compendio de cultura más que general a la que aderezaba siempre con el buen carácter y amistad que nos confió desde el primer momento. Cuando no recordaba algo, tampoco le dolían prendas consultar el manual de texto o prometernos la solución para el día siguiente si no nos apremiaba la respuesta.
El poco tiempo que le quedaba libre, cuando todos estábamos centrados en nuestras tareas respectivas, lo dedicaba a reparar cualquier aparato de radio o amplificador de los que tenía amontonados por las estanterías. Era raro que algún día no llegase alguien con algo estropeado. Cuando sonaba el timbre de abajo, Antonia dejaba la costura, corría a abrir la puerta y esperaba en el rellano para ver de quién se trataba. Luego de escuchar los síntomas de la avería, como ya tenía aprendido cierto vocabulario de los componentes, osaba hacer un diagnóstico sencillo, que Juanjo rubricaba si era el caso o desmentía desde su sitio y marcaba el día y la semana para venir a recogerlo.
Fueron los primeros contactos míos con el vocabulario propio de la electrónica que a mí siempre me pareció más del ámbito de la magia que de la ciencia. El olor que emanaba de la resina al contacto con el estañador me resultaba grato y aún hoy, cuando lo uso, me trae a la memoria aquellos días de finales de la primavera de 1967.
Recuerdo las anécdotas que nos contaba y sobre todo su sostenida alegría. En momentos distendidos nos gustaba echar un pulso del que yo rara vez salía bien parado, a pesar del ejercicio continuo que hacía en la obra con el pico, la pala y el martillo rompedor, motivo por el que me dificultaba llevar a cabo los trazos finos del lápiz.
Era el día 28 de junio, miércoles, cuando volvía a traspasar el dintel de las puertas del instituto. Un grupo grande de alumnos nos concentramos en el pequeño zaguán delante de Secretaría. Los profesores fueron entrando por el corredor de cortesía que les hacíamos. Tras la mampara de cristal, vi bajar por las escaleras la esbelta silueta de la profesora de Francés, Olga Rey, haciendo eco con sus tacones en el pasillo hacia la sala de profesores. Al poco, regresó con una carpeta y mandó que la siguiésemos los de Ciencias. Arriba en el rellano, esperaba también David Ruiz. Eran las dos personas que vigilarían nuestras pruebas.
Me sentí preparado para sacar adelante el bachiller después de los ejercicios hechos a conciencia durante las clases particulares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario