lunes, 25 de mayo de 2015

97.- Las oposiciones de la encrucijada



Aquel año de 1967 representaría para mí como una encrucijada de caminos de la que yo no fui consciente entonces. Es ahora cuando me doy cuenta de la pluralidad de caminos que ofrece la vida, algunos rechazados consciente o inconscientemente, otros no fueron más que meros señuelos con barreras inexpugnables. Únicamente fue real el sendero seguido; los demás, un conjunto de quimeras que se diluyen en la neblina de la memoria con el paso del tiempo. Soy de opinar que lo vivido fue lo que nos pertenecía y si el balance da positivo, no hay nada que añorar. La mínima corrección en el currículo vital nos llevaría a una situación distinta. Entonces, yo pensaba que las personas manejábamos el timón de nuestro navío.
Hoy me parece un pensamiento simplista de aquel adoquinado jardín de rosas que nos vendieron en los libros, en las prédicas dominicales y en los medios emergentes de la televisión y el nodo. El noventa y nueve por ciento de la población mundial somos los títeres y estamos en manos de ese uno por ciento que son los que manejan las cuerdas de la tramoya.
Lo cierto es que me sentía feliz como peón de la construcción e integrado en la masa obrera a la que sin duda pertenecía. Tan sólo unos meses antes, cuando cavaba la zanja por la zona de la Moría, trataba con un guardia civil que por allí vivía y se acercaba a charlar con nosotros. Quizás por verme tan joven tirando de pico y pala y por conocer de mi paso por el instituto donde un hijo suyo era mi compañero, me animaba a que me presentase a unas pruebas con las que pudiera acceder a su benemérito cuerpo. Le agradecí sinceramente aquel detalle de sacarme del fango en el que me veía metido. Pero por la carencia en mí del espíritu militar requerido, así como por el cambio tácito que habría de obrar en mi criterio de la historia reciente, le dije que tenía ya decidida otra meta.
Una nueva oportunidad se me presentó estando en la obra. Un conocido amigo de mi padre, nos comunicó que se había abierto recientemente el plazo de adscripción a una prueba para una plaza en el Ayuntamiento, como Auxiliar Administrativo. No había tiempo para pensarlo y aquel mismo día a la salida del medio día, me fui a la Secretaría del Consistorio para hacer la matrícula. Debía enterarme por el tablón de anuncios de la fecha de la convocatoria. Nuestro amigo, al que siempre le agradecí su interés, me aconsejó que acudiese alguna tarde, pues me enseñaría el fácil manejo de la calculadora mecánica de rabil que escribía los resultados sobre un rollo de papel y para enseñarme las distintas oficinas y ventanillas del entramado burocrático de aquel sórdido establecimiento público con olor a tabaco de cuarterón y a legajos coroyados. El sueldo mensual que ofrecían para la plaza era de cuatro mil pesetas, sensiblemente inferior al que yo percibía como peón, si bien tampoco pillaría mojaduras, corrientes de aire y soleyeras, ni tendría jornadas agotadoras.
Llegado el día de las pruebas, me presenté a ellas que fueron por la mañana. Esperaban a lo mismo otros tres aspirantes, dos de los cuales habían sido compañeros míos en el Colegio La Arquera y en el Instituto. Dos de ellos hacían aún menos respirable el aire del pasillo delante del Salón de Plenos con volutas de humo y el otro se mordía las uñas. Yo más sereno, llevaba la procesión por dentro hasta que se abrieron las enormes puertas del salón y nos invitaron a pasar.
La primera prueba a pasar era de Mecanografía, con sendas máquinas en las que debíamos copiar el mismo texto con la máxima celeridad y mínimos errores. Los tres que habíamos pasado por La Arquera demostramos una más que suficiente habilidad dactilográfica a diez dedos. Me había fijado en el momento de hacer la inscripción que el empleado usaba tan sólo dos para aporrear las teclas de la vieja “Royal” con la que ametralleaba la cuartilla del papel.
Con la segunda prueba lingüística pretendían valorar nuestra preparación gramatical, ortográfica y de redacción así como la esmerada caligrafía en letra inglesa que tal era la exigencia que había para los documentos que haríamos a pluma y tinta en nuestro futuro trabajo de oficinistas.
Tras una media hora de descanso para que nos dieran los resultados, entramos los cuatro para realizar la prueba de matemáticas: unos cuantos problemas sobre medidas, volúmenes y cálculos financieros. Al salir de ella, en el pasillo, comentamos los resultados obtenidos, y a tenor de lo que vi y escuché decir, me pareció que yo había tenido mejores resultados: uno se desesperaba por algún error cometido, en tanto que los otros dos estábamos de acuerdo en los resultados; el cuarto se despidió sin más.
Entramos los tres que quedamos para la prueba oral, los tres con los nervios a flor de piel. El tribunal estaba formado por D. Aurelio Morales Poo, que lo presidía, como Alcalde, don Luis Acebes, maestro de la Escuela Graduada de Llanes y para la terna un alto cargo delegado de Oviedo. Para refrendar los resultados de la prueba estaba D. Wences González Fanjul, Secretario del Ayuntamiento, que se limitó, sin voz ni voto, a levantar la debida acta.
Tras un sorteo al azar con dos bolas numeradas que saqué de una bolsa de tela aterciopelada, me cayó en suerte comenzar. La primera pregunta versó sobre los Cabildos insulares. Después de contar que eran las formas administrativas exclusivas de las Canarias y nombrar los siete cabildos que existen, no supe decir poco o nada más, de lo que había estudiado en el libro de "Formación del espíritu nacional "que don Jesús Llarandi intentaba hacérnoslo digerir. 
Con el número de la segunda bola se me ofreció la oportunidad de explayarme mucho más, pero de ¡qué forma! Me pedía que tratase de los Sindicatos. Sabía que el Delegado Nacional era por entonces el también ministro Secretario del Movimiento, José Solis Ruiz. 
Recordaba todo eso por haberlo leído en unos folletos que mi padre había traído del viaje a Madrid con motivo de una concentración de trabajadores a la que había sido convocado como representante local por el sector de la vid. Ahora me doy cuenta la forma que tenían de organizar eventos tales y no dejo de preguntarme qué criterio organizativo sindical siguieron para nombrar a mi padre representante sindical de la vid, por una región donde lo único de vid que tiene son lostopónimos que perduran de una abandonada actividad de antaño. La Viña, cueto la Viña, las Vides, Vidiago, además de la abundancia de bares y vinaterías y las parras asilvestradas cubriendo algún bardial o peña. 
Mi padre estaba de criado en la Talá y don Fernando Vega Escandón, su patrono, le dijo que esa semana cobraría las mil pesetas del jornal, sin trabajar y otro tanto de dietas, aparte del viaje en tren en primera clase y la fonda completa. 
Ante todo suponía el descanso de una semana, cuando aún no se conocían las vacaciones para el obrero y, aunque aún convaleciente de una pertinaz gripe, decidió asistir.
Volvió del viaje cargado de folletos que allí les dieron y una revista en la que yo me esforzaba en ver a mi padre entre tanto congresista que se concentró en el Pabellón de los Deportes. Encontré la figura enjuta de mi padre, pequeña silueta humana embozada para el frío invierno castellano con bufanda y gabardina crema de tergal. Regresó un poco más delgado si cabe y con la misma gripe que llevó a cuestas que le dejaría en cama los días siguientes, hasta quitarla del todo a base de requemados, vahos de eucalipto y piramidones que le recetó D. Antonio Celorio.
Mi madre y yo atendíamos lo que nos narraba como quien escucha a un viajero que acaba de regresa de la corte del rey Arturo.
Inspirado por el bagaje sindicalista que mi padre me había aportado, les solté todo lo que querían escuchar y lo que no. Me sentía sobrado hasta el punto de observar a los cuatro y medir cada uno de sus movimientos, de modo que aún perdura en mi mente aquel cuadro digno de ser pintado por Goya. Yo de pie ante ellos, me solazaba viéndoles acomodarse en el cuero labrado de los sillones de ediles que ocupaban. Noté la sonrisa que don Luis me dirigió al verme tan firme y locuaz, acompañada con el leve asentimiento de cabeza que hacía para animarme y confirmarme que mi discurso iba por buen camino. Había coincidido con él muchas veces por la carretera, en la avenida de La Paz, cuando yo iba hacia la Talá en bici a llevarle la comida a mi padre y me bajaba para saludarle y le seguía, paso quedo, al ritmo renqueante que llevaba con su pata de palo y que paraba a tomar aliento apoyando su peso sobre la inapreciable cachaba. Me animó a seguir como él lo había hecho por la senda del magisterio. Tenía ya en mi poder el título de bachiller elemental, único requisito exigido para
matricularme en la escuela Normal de Oviedo, pero según me dijo, desde ese año, entraba en vigor el nuevo “Plan del 67” para el que se exigía el bachiller superior. Tenía más que claro que en septiembre me matricularía de quinto y en casa me habían dado la conformidad si ese era mi anhelo.
Tan entusiasmado estaba metido en mi disertación y confiado en la continua aquiescencia de don Luis, no pude por menos de ampliar el tema para nota y les solté lo que al respecto conocía de los Sindicatos por el “Mundo Obrero” que llegaba a casa de mi abuelo Marcos de forma clandestina y les hablé sin ninguna preocupación ni sospecha, de la clasificación que se hacía de ellos en verticales y horizontales. Pareció entonces atravesar el estrado una descarga eléctrica. Todos se revolvieron en sus asientos despertando al unísono del sopor del mediodía que entraba por las vidrieras entreabiertas del salón de Plenos. El señor de Oviedo miró al alcalde y me pidió que le aclarase mejor qué distinguía yo entre un tipo y otro de sindicato. Tenía poco que perder a tenor del respe que le noté en su voz y me di el gusto de explicárselo por si acaso no lo tenía nada claro. 
Me dijo que bastaba y me retiré a sentarme en mi silla, más relajado que al comienzo, a escuchar a los otros dos compañeros.
La convocatoria fue declarada desierta, es decir que el puesto quedó ocupado de forma interina hasta la próxima convocatoria que se hiciera, pero por supuesto, no me preocupé más de revolver entre los oficios y bandos grapados en el amañado tablón de anuncios del consistorio, ni tuve noticia de que se volviese a convocar para aquella plaza.

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