martes, 26 de mayo de 2015

98.- Víctor Manuel en Llanes

Verano del 67
En cuanto acabó la prueba, regresé a la obra y me uní al grupo de compañeros con los que solía compartir el tiempo del almuerzo; me cambié de ropa y me dispuse a dar a buen término la comida que llevaba en mi costal, cuando ya ellos estaban a los postres. El encargado no había aparecido por la obra en toda la mañana, me comentaron, no obstante, a la hora de salir pregunté por él al listero y me dijo que estaba por los pisos. Esperé un rato para disculparme por no haberle avisado con antelación mi ausencia. Me dijo que carecía de importancia, sabiendo el motivo de mi falta y se interesó por los resultados de la prueba. El sobre semanal no se vio afectado en lo más mínimo por aquellas cinco horas de menos.
El sueldo se había generalizado entonces en veinticinco pesetas a la hora para los peones. El efectivo de la nómina semanal, se reflejaba en dos apartados: el sueldo mínimo base, que estaba en setecientas cincuenta pesetas y un complemento por el que las empresas no cotizaban a la Seguridad Social.
Los oficiales trabajaban a destajo y ajustaban tramos de obra en un tiempo determinado, acabado el cual, ajustaban un nuevo objetivo, llegando así a acumular más horas de las cuarenta y ocho semanales estipuladas oficialmente. Por ese motivo, solían elegir los peones más activos que les atendiesen con el material necesario para cumplir el ajuste con amplitud. La mayoría de ellos, tenían en sus pueblos labores de campo y ganadería que atender antes y después de salir del trabajo y ese ajuste les venía bien para no estar constreñidos por el horario laboral, pero a los encargados no les encantaba esta libertad, pues a la empresa le interesaba únicamente la ejecución en los plazos convenidos con el promotor para poder acceder a nuevos concursos de obras. Este razonamiento me lo explicó Jesús Sobrino, quien decidió cambiar a otra empresa que le permitiese adaptar su dedicación ganadera al horario con ajustes de tareas. Los buenos albañiles tenían buena acogida donde quiera que llamasen y las empresas en ese momento, procuraban tenerlos en plantilla, siempre que combinasen agilidad y calidad.
En ocasiones, después de salir de la obra, me pasaba por la Biblioteca Municipal que estaba en los bajos del Ayuntamiento, atendida por el poeta llanisco, Emilio Pola, de ascendencia parraguesa. Llevaba prestado un libro, generalmente de la literatura más ligera de Julio Verne, Emilio Salgari, Pío Baroja o Blasco Ibáñez entre otros y que alternaba con títulos que me había aprendido de la clases de Literatura y que abundaban en las estanterías perfectamente etiquetadas por géneros con placas de metal.
Sería por agosto, creo recordar bien, de ese año, cuando para las verbenas de San Roque que se hacían en la Huerta de Labra, justo al lado del moderno edificio en el que trabajaba, trajeron un joven para amenizar una de ellas. La portilla de entrada, justo donde ahora está La Residencia de Ancianos estaba abierta al público, pero a partir de una hora determinada, los municipales y los componentes de la Comisión pateaban todo el recinto para echarnos afuera a todos los que remoloneábamos para quedar dentro y así evitar el paso por taquilla. Todos salimos sin dar que hacer a la autoridad del recinto para no armar escándalos y pasar desapercibidos y nos quedamos en la acera, mirando por entre los enrejados de la valla, por si había algún momento de despiste o si se compadecía de nosotros alguno de de los conocidos de la Comisión del bando sanroquino. Cuando allí estábamos apostados, vimos pasar al cantante estrella de la verbena, un tal Víctor Manuel, de por Mieres del Camino, del que aún no había mucha noticia. No me costó convencer a mis incondicionales amigos a intentar acceder por otra parte de la finca, justo por detrás de la obra donde había una malla de obra fácil de mover. Hubo que esperar a que comenzara la actuación, cuando la pista de baile estaba a rebosar de público y que la guardia del sitial también atendía al escenario, para acceder al concierto.
Hacia la primera semana de septiembre estábamos dando fin a la colocación de las placas cerámicas de la planchada durmiente sobre el entramado de tabiquillos. Era preciso acabarlo sin que llegase la lluvia para que los desvanes no guardasen humedad.
El lunes después de la Guía, cuando estábamos esperando a que se abriera la obra,  Ramón tuvo la idea de ajustar el solado del tejado como hacían los oficiales, que aunque no lo éramos, nos sentíamos capacitados, pues lo peor del trabajo estaba en portear los materiales y con mayor beneficio para nosotros que como peones. Así nos juntamos en cuadrilla operativa, Ramón Noriega, del Jornu Pancar, José Antono Alea, de Parres, Gil de Cué y yo que fuimos a pactar con Primitivo quien accedió tras poner las bases laborales y económicas. Tendríamos que izar y colocar las placas cerámicas en los tabiques y cubrirlas con el hormigón que nos harían en la hormigonera exclusiva para nosotros. Uno de nosotros tendría que subirlo con el güinchi en la cuba y distribuirlo con los carretillos. Esto nos correspondió a Gil y a mí, en tanto que Ramón y Alea lo iban extendiendo y nivelando con reglas. El metro cuadrado cubierto nos lo pagaría a dieciséis pesetas.
Trabajamos sin parar toda la semana más de lo imprescindible para el bocadillo, pues ninguno de los cuatro fumábamos, tampoco faltó el agua, por lo que tuvimos que guarecernos en los momentos de lluvia más intensa bajo la misma planchada. pero el ajuste iba viento en popa. Me veo con el carretillo lleno de placas o de hormigón atravesar de lado a lado los huecos de los patios de luces por encima de un único tablón al estilo de los obreros de los rascacielos neoyorquinos, salvando las alturas y el riesgo, claro está.
Para el viernes a la hora de la comida, sentados los cuatro bajo el sollado recién hecho, protegidos del pertinaz orbayu, nos ilusionábamos con los cálculos aproximativos que todos habíamos hecho de lo que habríamos de cobrar aquella semana que, aunque no nos iba a sacar de pobres, a ninguno de los cuatro nos sobraba presentarnos en casa con más dinero del que solíamos llevar.
Por la tarde, ya el cielo despejado, subió el listero de la oficina para medir la superficie terminada. Yo la tenía bien medida por mi cuenta y encargo de mis compañeros que confiaban más en mí que en aquel oficinista de zapatos con olor a “Servus”.
_“Para algo tendrá que servir lo aprendido en tus estudios, _ me decía Gil. Y yo les dibujaba en un papel las distintas formas geométricas en que se fraccionaba el tejado, en trapecios, trapezoides, triángulos, rectángulos y cuadrados, como en un complicado rompecabezas y la fórmula de cálculo para cada una de ellas, ante un alumnado ávido por aprender. A la vez que les explicaba, repasaba una a una todas las operaciones y animado por ellos, bajé a la oficina para entregárselas en mano al encargado. Revisó las notas del listero y como vio la diferencia sensible con lo calculado por mí, a nuestra contra, por supuesto, le pedí que lo revisara con justeza. Así se hizo y lo pudimos comprobar el sábado por el contenido del sobre que nos entregaron a cada uno.
Aproveché la presencia de Primitivo en momento del cobro, para decirle que mandase preparar la liquidación para el siguiente sábado, de lo cual se extrañó y yo le conté que estaba matriculado para seguir con el Bachillerato.
Me regañó, por no haberle contado de mis estudios cuando le pedí trabajo al acabar con la cantera, porque de haberlo hecho me hubiese contratado para la oficina. Aún así, me propuso seguir en la empresa “Los Álamos” que al acabar con el tejado, iría de encargado a una nueva edificación en Oviedo y a mí me pagarían mejor sueldo y dietas para la pensión. Confieso que me halagó aquella oferta, por haberle tomado gusto a lo relacionado con las obras, en las que no faltaría nunca trabajo, por el ímpetu que había tomado al final de aquella década, lo que sólo era el sutil despertar de la tan traída y llevada burbuja del inmueble. Como dato económico, diré que el valor de la venta de los primeros pisos a estrenar en el bloque estaba en torno a las doscientas mil pesetas, o sea, el sueldo completo de un peón de la construcción durante un período continuo de diecisiete años. Tela.





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